Al llegar a este punto el abogado defensor, que había estado hablando con un californiano que acababa de llegar y que le entregó una carta, se puso en pie y, dirigiéndose al presidente del tribunal, pidió:
—Señor presidente, ruego que este tribunal se traslade al rancho de San Antonio, propiedad de don César de Echagüe, y en el cual se encuentra recluido el señor Edmonds Greene. Acabo de recibir una carta suya en la cual declara que desea prestar declaración ante este tribunal, y como su estado le impide acudir personalmente y sus declaraciones pueden influir en el resultado de este proceso, ruega se envíe a alguien a tomarle declaración. Sin embargo, yo opino que sería muy conveniente que el tribunal en pleno se trasladará allí.
—¿Dice en su carta el señor Greene si su declaración favorecerá o perjudicará al acusado? —preguntó Clarke.
—No lo dice, señor presidente —replicó el defensor.
—Bien… —Clarke pareció meditar unos segundos; luego, dando un mazazo sobre la mesa, para retener la atención de todos, decidió—: Se levanta la sesión de este tribunal, que volverá a reunirse mañana, a las once de la mañana, en la residencia de don César de Echagüe, es decir, en el rancho de San Antonio. Mientras tanto ruego a los componentes de este tribunal militar que se abstengan de hacer comentarios, acerca del juicio ni de emitir en público ninguna opinión. Deberán meditar sobre cuánto han oído y aguardar la declaración del señor Edmonds Greene para decidir la culpabilidad o no culpabilidad del acusado.
Otro mazazo dio por terminada la sesión. Mientras Telesforo Cárdenas era sacado de la sala y conducido a su celda, los miembros del tribunal salieron discutiendo en voz alta los pormenores del juicio y decidiendo, de mutuo acuerdo, que la culpabilidad del acusado era tan clara como el cielo de California.
* * *
Una hora después, Clarke, Starr y Charlie MacAdams se reunían en el despacho del primero en el Fuerte Moore.
—No me gusta ese deseo de Greene —dijo Clarke—. ¿A quién pretende favorecer?
Después de encender su cigarro en la llama de una de las velas que iluminaban la estancia, Starr miró burlonamente a Clarke y replicó:
—¿A quién? Pues a Cárdenas. Si pensara declarar contra él hubiera enviado la carta al fiscal.
—Según lo que diga, puede perjudicarnos —refunfuñó Clarke.
—No lo creo yo así —rió Starr—. Es cierto que su declaración puede desconcertar al tribunal; pero si nadie ha dicho quién disparó realmente, a pesar de que fueron mucho los testigos que presenciaron la escena, es imposible que Greene, que tenía la mirada fija en mí, pueda descubrir la verdadera identidad del agresor. Dirá, tal vez, que Cárdenas no disparó. Sin embargo, su declaración no pesará para nada en el tribunal.
—Pero aún pesaría menos si alguien, esta noche, cerrara para siempre los labios de Greene —sugirió el asistente de Clarke.
—¿Otro atentado? —preguntó el general—. Han fallado ya dos.
—Pero el tercero puede tener éxito. Dicen que las cosas salen bien a la primera o a la tercera vez, nunca a la segunda. Además, ¿quién puede tener interés en matar a Greene ahora? ¿Se asombrará alguien si decimos que le asesinaron para que no pudiese declarar contra Cárdenas? Nosotros sabemos que su declaración tenderá a favorecer al acusado; pero quienes desconozcan sus simpatías por los indígenas, supondrán, con mucha lógica, que su declaración debía perjudicar a Cárdenas.
—No parece mala idea —admitió Starr.
—Sobre todo teniendo en cuenta que Greene está instalado en una de las habitaciones de la planta baja del rancho —siguió MacAdams—. No se atrevieron a subirlo arriba.
—O sea que cualquiera podría llegar fácilmente hasta la ventana del aposento y disparar por ella sobre Greene —murmuró Starr, fumando pausadamente.
—Un tiro sumamente fácil —sonrió MacAdams—. Conozco a cinco o seis personas que no tendrían inconveniente en dispararlo por menos de cien dólares.
—Personas que si fuesen descubiertas cantarían de plano —gruñó Clarke.
—No, si quien les pagaba era cierto californiano amigo mío que es capaz de disfrazarse bajo el aspecto de don César de Echagüe. En el caso de que fallara el golpe, siempre quedaría la posibilidad de condenar al propietario del rancho.
—Eres diabólico —sonrió Clarke—. De todas formas, la idea no me parece mala. Te daré cien dólares.
—Doscientos, mi general —interrumpió MacAdams—. Hay que comprar al asesino y a quien debe darle la orden.
—Perfectamente —aprobó Clarke—. Toma.
Guardó Charlie MacAdams el dinero y partió a cumplir su misión, mientras Starr y Clarke brindaban por el buen éxito de la empresa.
* * *
Pero la empresa no tuvo buen éxito. Por lo menos no lo tuvo desde el punto de vista de los interesados en la violenta expulsión de este mundo de Edmonds Greene.
El hombre a quien se encargó la misión de disparar sobre el herido llegó cautelosamente hasta unos metros de la iluminada ventana de la habitación de Greene. Vio, a través de los cristales, la figura del herido, cubierto hasta la cabeza por las sábanas, y levantó la pistola de arzón que llevaba dispuesta. Se entretuvo un poco asegurando la puntería y, de súbito, sintió que el mundo entero caía sobre su cabeza, haciéndole soltar la pistola y desplomarse sobre la hierba húmeda de helado rocío. Cuando recobró el conocimiento encontróse a más de dos leguas del rancho, tumbado al borde del camino real de San Bernardino.
Cuando al fin el defraudado asesino se convenció de que estaba muy lejos de donde el mundo había chocado contra su testuz, incorporóse, buscó inútilmente el arma con la que había pensado rematar a Greene y buscó, también en vano, los cien dólares recibidos por el trabajo.
Con los miembros envarados por el frío, la cabeza llena de zumbidos y las piernas vacilantes, el mercenario emprendió el regreso a Los Ángeles, meditando lo que podría decir a quien le preguntase por qué Edmonds Greene continuaba con vida.
Daban las doce del mediodía siguiente cuando la sesión del tribunal que debía decidir sobre la suerte de Telesforo Cárdenas se inició en la gran sala del rancho de San Antonio. Se trataba de tomar declaración a Edmonds Greene, que, ayudado por Beatriz de Echagüe, se trasladó por su propio pie a la estancia, siendo saludado por todos los miembros del tribunal, que, con algún retraso, habían acudido al lugar de la cita.
La declaración de Greene fue breve.
—Sí —afirmó, respondiendo a las preguntas del fiscal—. Estoy seguro de que Telesforo Cárdenas no disparó sobre mí.
—Todos dicen lo contrario, señor Greene —dijo el fiscal.
—¡Protesto! —interrumpió el defensor—. El señor fiscal comete un involuntario error al afirmar que todos los testigos afirman que el acusado disparó sobre el señor Greene.
—El defensor tiene razón —dijo Clarke, cuyo mal humor nadie se explicaba—. Señor fiscal, no tergiverse los hechos.
—Quiero decir que un número muy elevado de testigos afirma haber visto al acusado disparar sobre usted, señor Greene.
—Yo no le vi disparar —insistió el delegado del Gobierno—. Y creo que mi declaración tiene más peso que todas las otras.
—No opino yo igual, señor Greene —replicó el fiscal—. Y le suplico no tome mis palabras en el sentido ofensivo. No dudo de usted ni de su buena fe; pero sus simpatías por los californianos son notorias y en este caso tal vez considere que la magnanimidad con el culpable puede ser beneficiosa para la pacificación del territorio.
—Del Estado —corrigió la defensa.
—En efecto, del Estado de California —admitió el fiscal—. Pido perdón a la Sala por mi involuntario error.
—Mis simpatías por los habitantes de esta tierra no tienen nada que ver con mi declaración —dijo Greene—. Y mucho menos con la verdad.
—¿Observó usted, señor Greene, la expresión del señor Starr cuando usted intervino en su discusión con el acusado?
—Sí; pero recuerdo al señor fiscal que la herida la recibí en el pecho, o sea que al ser agredido estaba vuelto hacia el señor Cárdenas, cuyas manos veía perfectamente y en las cuales no apareció ningún arma.
—Pero un momento después el acusado tenía una pistola en la mano derecha.
—No la vi —insistió Greene.
—No pudo verla porque estaba caído en el suelo. Además, el acusado admite la posibilidad de que el disparo fuera hecho por él.
—¡Pero yo vi sus manos en el momento del disparo! —insistió Edmonds.
El fiscal sonrió protectoramente.
—¿Cuántas veces ha sido usted herido, señor Greene? —preguntó.
—Una.
—¿Además de ésta?
—No, sólo en esta ocasión.
—Entonces… permítame que le demuestre el error que involuntariamente, y sin duda con la mejor intención, comete usted. En este tribunal figuran diversos jefes y oficiales a quienes conoce bien y en los cuales tiene plena confianza, ¿no es cierto?
—Desde luego —admitió Greene.
—Le suplico que siga mis instrucciones, señor Greene. En estos momentos me interesa infinitamente más convencerle a usted que al tribunal. ¿A qué oficial desea usted que interrogue yo?
—¿Sobre qué ha de interrogarle? —preguntó Greene.
—Sobre algo que usted desconoce. Le ruego que al elegir al oficial a quien debo interrogar procure que sea uno que haya resultado herido una o más veces…
—No entiendo nada; pero… ¿cree que el comandante Chase le servirá?
—Perfectamente. Ha sido herido tres veces, dos de ellas por disparo de pistola, en combate. Comandante Chase, tenga la bondad de contestar a mis preguntas. No se trata de nada importante para el proceso que seguimos, aunque creo que debe hacerse constar la respuesta del señor comandante. ¿Es cierto, comandante Chase, que le han herido dos veces con disparo de pistola?
—Sí.
—¿Puede decirnos si los dos disparos se le hicieron cara a cara? Quiero decir si no se los hicieron por la espalda.
—No. Fueron disparos a quemarropa, de frente, estando mi enemigo a menos de tres metros, ya que en ambas ocasiones mi uniforme presentó quemaduras de pólvora.
—Perfectamente. Es usted el testigo ideal, comandante. Siendo usted oficial y mandando un grupo de hombres en ambas ocasiones, a ser posible descríbame qué clase de arma emplearon.
El comandante meditó un momento y, al fin, contestó:
—No puedo hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque la primera noción que tuve de que iba a ser herido fue sentir el choque de las balas contra mi pecho; luego, en seguida, perdí el conocimiento y no supe nunca cuál era el aspecto del que me hirió, ni la clase de arma que utilizó. Más tarde supe, por los cirujanos que me extrajeron las balas, el tipo de pistola utilizado; pero no podría decir, sin faltar a la verdad, que vi el arma ni el hombre que la disparó.
Una sonrisa inundó el rostro del fiscal.
—Muchas gracias, comandante —dijo. Luego volvióse hacia Greene y siguió—: No me sorprende la declaración del comandante Chase. Soy militar y he hablado con muchos heridos por disparos hechos a quemarropa. Ninguno de ellos recordaba nada de cuanto ocurrió tres segundos antes de caer herido. Ignoro qué explicación dan los médicos a este fenómeno, ni siquiera si existe explicación alguna; pero el hecho real es que ningún herido a quemarropa puede decir quién le hirió a menos de que el disparo sea precedido de una amenaza o la víctima y el autor del disparo estén solos y no exista otro posible culpable. Aun así, la víctima nunca podrá decir el momento exacto en que se produjo la agresión.
El fiscal interrumpióse un momento, carraspeó y, volviéndose hacia el tribunal, pidió:
—Ruego a los miembros de este tribunal que me corrijan si en mis palabras ha habido algún error.
Hubo un largo silencio que el general Clarke cortó, diciendo:
—Todos estamos de acuerdo en lo acertado de las palabras del señor fiscal.
—Muchas gracias, señor presidente —sonrió el fiscal. Luego, volviéndose hacia Greene, siguió—: sólo he querido demostrarle el error que bondadosamente ha cometido, señor Greene. Disculpe si me he visto obligado a contradecirle delante de esos caballeros.
Greene inclinó la cabeza, comprendiendo su equivocación, de la que no intentó librarle la defensa.
Regresó el tribunal al Fuerte Moore y aquella tarde siguió la vista, reanudándose el día siguiente y retirándose a media mañana el tribunal para dictar sentencia. Ésta fue unánime y en ella se reconocía culpable al acusado del delito de agresión a un representante del Gobierno de los Estados Unidos. Como la agresión había tenido consecuencias graves, aun sin llegar a la muerte de la víctima, y por haberse cometido el asesinato en territorio sometido a la Ley Marcial, el tribunal aconsejaba el máximo castigo.
El presidente, general Clarke, miró fríamente a Telesforo Cárdenas:
—Ya has oído la sentencia de este tribunal. Por ella se te reconoce culpable de un delito de agresión a un representante del Gobierno soberano y agresión cometida en un territorio sometido al estado de guerra. Obedeciendo los mandatos de la Ley, debo condenarte a la horca, de la que serás colgado por el cuello hasta que mueras. Que Dios tenga piedad de tu alma.
Luego, volviéndose hacia el sheriff del condado de Los Ángeles, le ordenó:
—Sheriff, como autoridad civil, haceos cargo del reo y encerradlo en un calabozo de este fuerte hasta el momento de cumplirse la sentencia, cuya fecha fijaréis vos mismo.
Un supremo esfuerzo de voluntad, de no querer mostrarse cobarde ante los norteamericanos, ahogó las protestas y súplicas que se agolpaban en la garganta de Telesforo Cárdenas, quien, sin hacer resistencia, se dejó encerrar en el calabozo, del que no debía volver a salir hasta el momento de su último viaje.
Quince días habían transcurrido desde el momento en que Edmonds Greene cayera herido en la taberna de la Posada Internacional. Ennegrecía el cielo la noche que debía preceder a la última aurora de que disfrutaría Telesforo Cárdenas en el mundo. Hasta su celda habían llegado los martillazos que señalaban la erección de la horca. Desde una hora antes, aquellos golpes habían cesado, indicando que ya todo estaba dispuesto.
Telesforo Cárdenas paseaba nerviosamente por la reducida celda, a través de cuya puerta de barrotes veía al sheriff Jed Warmack, que, sentado en una silla, con un fusil de gran calibre encima de las rodillas, y el ancho sombrero caído sobre la nuca, observaba el creciente nerviosismo del reo. Jed Warmack no era hombre compasivo. Opinaba que la sentencia estaba muy bien dictada y que Cárdenas, perteneciente al fin y al cabo a una raza a la cual, como todos los yanquis, despreciaba profundamente; merecía ser ahorcado. De haber vivido unos años más tarde, a Jed Warmack se le hubiera calificado de vesánico. Entonces sólo se decía de él que era un perfecto salvaje. Dentro de cuatro horas aquel californiano moriría. Jed Warmack quiso hallar un placer en amargar los últimos instantes del reo.