Don César de Echagüe habíase alejado ya. Edmonds Greene, tras una breve vacilación, se despidió del joven con un breve «hasta luego», y partió en pos de Beatriz.
Al quedar solo, el muchacho se encogió de hombros. Se disponía a echar a andar hacia el rancho, cuando un hombre de unos cincuenta años, alto, recio, fuerte, de rostro ingenuo, bondadoso y honrado, acudió hacia él.
—¡Oh, niño César! ¡Pero qué buen mozo nos vuelve!
—¡Hola, Julián! —rió César, abrazando al criado a quien su madre le había confiado casi desde que nació—. Tú no has cambiado.
—No, niño, yo no cambié. Usted…
—¿Es que se ha puesto de moda el usted en California, Julián?
—No, señorito; pero…
—Pero ¿qué, Julián?
—El respeto…
—¿Pero tú vas a respetar al mocoso a quien le cambiaste tantas veces los pañales? ¿Cómo está Rosario?
El rostro del servidor expresó un hondo pesar.
—Murió ya, señorito. La tengo bajo tierra en Monterrey. Ni los médicos del Presidio, ni el padre de la misión de San Carlos pudieron hacer nada por ella. Sólo facilitarle el camino al cielo.
—¡Pobre Rosario! Esperaba encontrarla. Tú y ella sois los únicos capaces de comprenderme, ¿verdad?
—Seguro, niño. No haga caso de su padre. En el mundo no todos somos iguales.
—No, todos no somos iguales —asintió César—. Vamos a casa. Encarga a alguien que vaya a buscar mi equipaje a bordo. Traigo muchas cosas. Hasta un pañolón de China para Rosario. Lo hice pedir a Manila.
—Ella hubiera sido feliz; pero, si el señorito no tiene inconveniente, lo usará Guadalupe. Si fuera otra cosa, se la llevaría a la Virgen de la misión de San Carlos; pero un chal de seda no es cosa para ella.
—No, desde luego; puede usarlo Lupita. Estará hecha una mujer.
—Es lo único que me queda de Rosario. Tiene ya dieciséis años.
—Una mujer. También pensé en ella: unos pendientes de oro y un collarcito de corales.
—El señorito es muy bueno. No debiera hacer tanto por nosotros.
—Después del recibimiento de mi padre, mi hermana y Leonor, me dan ganas de darte a ti todo lo que traigo para ellos.
—No lo haga, señorito César. Su padre es bueno.
—Sí; pero no comprende. Está acostumbrado a las violencias. De todas formas, yo le quiero. Pero ¿no me preguntas qué te traigo a ti?
—Yo no merezco nada, señorito.
—Tú mereces más que nadie. Te traigo una pipa hecha en Inglaterra. ¿Te imaginas lo buena que será? Podrás fumar en ella toda la vida. Y te traigo tabaco para diez años. Y un fusil último modelo como no lo habéis visto nunca aquí. También te traigo un par de pistolas francesas.
Julián movió la cabeza y secóse una lágrima.
—Es usted demasiado bueno, señorito. Yo le comprendo. No haga caso de los demás. El padre dice, como usted, que no tenemos que recurrir a las violencias…, que Dios nos envía todas estas penalidades para probarnos.
—Desde luego, Julián, desde luego. Da la orden para que recojan mi equipaje y vayamos al rancho. Supongo que habrás traído alguna carreta o coche.
—Pero… —El sirviente miró, asombrado, a su amo—. Creíamos… Hemos traído caballos… ¿No recuerda, niño, que todo el mundo viaja a caballo?
—Sí; pero yo no estoy hecho para montar a caballo. No daría dos pasos. Ya sabes que nunca fui buen jinete.
—Pero… no vamos a poder ir de otra forma. No hay carreta, ni coches, ni nada que tenga ruedas. Tendríamos que ir a buscar una al rancho.
—No importa, Julián. Iré a pie. El ejercicio no me sentará mal. Después de tantos días de viaje por mar estoy muriéndome de ganas de pisar tierra firme.
Moviendo la cabeza, el criado dejó que su amo se le anticipara camino del rancho.
—Está todo muy cambiado —dijo César, mientras miraba a su alrededor—. Parece otro pueblo. Hay quien dice, Julián, que esto será algún día una ciudad más grande que Méjico. Quizás exageren. ¿Habéis guardado secreto lo del oro?
—Sí, nadie sabe nada. Esos yanquis se lanzarían sobre el oro como moscas sobre carne corrompida. Su padre no ha querido que se trabajen las minas; pero alguien ha hablado y tratan de quitarle el rancho.
César de Echagüe no hizo más comentarios. Cruzó Los Ángeles mirando distraídamente los grupos de norteamericanos recién llegados que se agolpaban en las tabernas viejas y nuevas, donde realizaban sus negocios entre grandes voces, risotadas y comentarios nada piadosos hacia los habitantes del lugar.
Algunos de los comentarios parecieron ir dirigidos contra el atildado César; pero éste, o no los oyó o hizo como que no los oía, y siguió caminando hacia el rancho, al cual llegó después del mediodía, seguido por Julián Martínez y por dos caballos que parecían muy satisfechos de lo fácil de su jornada.
—¿Por qué llegas tan tarde? —gruñó don César.
Su hijo le miró con expresión asustada y Julián se apresuró a contestar en vez de él:
—Estaba deseoso de caminar y vinimos a pie, mi amo.
—¿Es moda de París? —preguntó, mordientemente, Leonor.
—El caminar es muy higiénico —replicó César—. Vosotros no podéis saberlo.
—La comida está dispuesta —advirtió don César—. Supongo que desearás cambiar de ropa. Si recuerdas dónde está tu cuarto, encontrarás en él tu equipaje. Los peones se molestaron en tomar un atajo creyendo que tus pies tendrían alas. Dentro de media hora comeremos. Procura estar en la mesa.
—Bien, papito. Lo procuraré.
Seguido por una general mirada de abatimiento, César de Echagüe, heredero de un apellido cien veces glorioso, que se había destacado en cien o más batallas durante la reconquista española, que lució igualmente en la conquista de América, en cuyas principales acciones siempre hubo un Echagüe, en cuyo escudo familiar lucía esta orgullosa inscripción: «
De valor siempre hizo alarde la casa de los Echagüe
», subió lánguidamente por la escalera que conducía a las habitaciones superiores, de donde descendió veintiocho minutos después vestido con un traje gris lleno de adornos, cortado a la moda mejicano-californiana, o sea pantalón ajustado y abierto sobre el pie, dejando escapar abundancia de encajes; chaquetilla corta, con muchos botones y bordados en plata; camisa blanca, de pechera rizada, y corbata negra, que desaparecía dentro de la faja, también gris, que sujetaba los pantalones. Con aquel traje, el heredero de los Echagüe parecía, a la vez, más hombre, más fuerte y más débil. Había dejado de ser el lechuguino ciudadano para convertirse en algo quizá peor.
Durante la comida, a la que asistió Edmonds Greene, el joven hizo una demostración de bien comer que produjo casi un corte de digestión a su padre. Era maravilloso, y enfurecedor a la vez, verle ingerir las cosas más difíciles sin rozarlas con los dedos. Y todo culminó cuando se sirvió el postre, al demostrar, a los asombrados espectadores, que con tenedor y cuchillo es posible mondar una naranja y comerla sin tocarla ni un solo momento con las yemas de los dedos.
Después, mientras servían el café, César de Echagüe puso en práctica, ante las mujeres, una serie de juegos de salón de los que, según dijo, practicaba la alta sociedad cubana.
—¡Me das asco, hijo mío, verdadero asco! —rugió don César, alejándose para no estrangular a su hijo.
Y a Edmonds Greene, que le siguió con una excusa, le declaró:
—Si alguna vez un padre ha sufrido una decepción, ese padre soy yo, señor Greene. Confiaba en que mi hijo sería capaz de sacar adelante la nave de mis intereses en estos tiempos de mares tormentosos. Pero no va a poder ser. Me doy por vencido de antemano.
—No hable así, don César —dijo Greene—. Sabe que cuenta usted con mi apoyo y que mientras yo esté aquí nadie podrá despojarle de lo que es suyo. Hace tiempo que por mediación del cónsul español en Sacramento he enviado a pedir una copia jurada de los documentos que se guardan en el Archivo de Indias. No tardarán más de un año en llegar. Con esos documentos, que demuestran el derecho de los Echagüe a las tierras de San Antonio, nadie podrá quitarles nada.
—Pero si entretanto… —empezó don César.
—Entretanto no harán nada. Los procesos son lentos, y, si no lo fueran, yo me encargaría de que lo fuesen. Tenga la seguridad de que nadie le arrebatará lo que es suyo.
—Pero usted ya sabe el secreto de mis tierras. Lo que hay en ellas. Nunca he querido que se hiciera público; pero algunos criados, soltada la lengua por el aguardiente, pueden haber hablado. Sólo así se concibe ese afán de arrebatarme los terrenos.
—Quizá si hubiera puesto en explotación las minas sería usted lo bastante poderoso para asustar a sus enemigos e impedir que le arrebaten lo que es suyo.
—Me asustan las consecuencias que puede tener el descubrimiento de que en California el oro abunda tanto. De todo el mundo vendrían hombres empujados por el ansia de riqueza. Y no serían los mejores, sino los peores de cada país los que se verterían por estas tierras. Mientras me sea posible no tocaré esos yacimientos de oro.
—No puedo criticarle, ni negar que apruebo su manera de ver las cosas, don César. Y en cuanto a su hijo, no se entristezca antes de tiempo. Quizás aquí cambie. Esto no es Méjico, ni La Habana.
—Donde quiera que se plante una caña, por muy buena que sea la tierra, nunca se convertirá en abeto o en roble. Esta vez, la semilla de los Echagüe ha fructificado en algo que me avergüenza.
Edmonds no se atrevió a replicar. Dejó que el caballero marchara a sus habitaciones y regresó junto al joven César de Echagüe.
En aquellos momentos, el hijo del dueño del rancho estaba diciendo plácidamente:
—Odio las luchas y las emociones violentas. La violencia es destrucción, atraso, salvajismo. Las cosas más bellas del mundo se han hecho suavemente, sin prisa, sin dureza, con melosidad, incluso. Los cuadros más hermosos han sido pintados lentamente, fijándose el pintor en los menores detalles. Leonardo da Vinci pintó La Gioconda en un montón de años. Siete u ocho, creo. Lo hizo con el alma llena de paz. En cambio, la destrucción anuló en unas horas la labor de varios siglos, al quemar la biblioteca de Alejandría.
—Sin embargo, César, en estos momentos los verdaderos patriotas tenemos que luchar —declaró Beatriz.
—¿Para qué? —preguntó, sonriendo, el joven.
Al ver entrar a Edmonds Greene le saludó y prosiguió:
—El señor Greene me dará la razón de lo inútil que resulta la violencia. ¿Qué conseguiríamos levantándonos en armas contra los poderosos opresores actuales? Nada. Enviarían tropas, artillería, barcos de guerra, y al fin nos vencerían. En cambio, si nos dejamos dominar, si hacemos lo que ellos quieren, o sea olvidar la sangre caliente que circula por nuestras venas, y nos dedicamos a la poesía, a las artes bellas, a levantar edificios hermosos, a cultivar tierras feraces, acabaremos venciéndoles. Se enamorarán de lo que les ofrecemos, tan distinto de lo que ellos poseen, y no os quepa duda de que dentro de treinta años hablarán español, dirán que California es lo mejor del mundo y se considerarán más descendientes de los españoles de Colón que de los ingleses del Mayflower.
—Supongo que eso lo has aprendido en Cuba y en Méjico, ¿no? —preguntó, despectiva, Leonor.
—No. Es una nueva filosofía que se está apoderando del mundo. Es una filosofía lógica…
—Despreciable —interrumpió la señorita de Acevedo.
—Todo lo lógico es despreciable —sonrió César. Luego, encogiéndose de hombros, prosiguió—: Pero eso no impide que lo lógico se imponga.
Recordando sus palabras con Clarke, Greene intervino:
—A los hombres prácticos no se les levantan monumentos. En cambio, todos los idealistas los tienen. O por lo menos los tienen aquellos idealistas más destacados. César de Echagüe soltó una estrepitosa carcajada. —Es usted muy divertido, señor Greene. Me va a hacer creer que me dice lo que realmente opina. ¿Es posible que un norteamericano, la raza práctica por excelencia, hable como usted lo hace?
—¿No está de acuerdo conmigo? —preguntó Greene.
—No, desde luego, no puedo estar de acuerdo con una tontería (y perdone la expresión) semejante. Usted dice que sólo los idealistas, o sea los románticos, tienen monumentos. De acuerdo. Sólo ellos los poseen en cantidad suficiente para que se pueda decir que tienen mayoría absoluta. Pero ¿quién ha levantado esos monumentos? ¿Los idealistas? ¡No, por Dios! Han sido los hombres prácticos quienes han puesto las piedras de esos monumentos. A los pocos hombres prácticos que existen en el mundo les conviene la persistencia del idealismo. Sin ese defecto no existiría la virtud del practicismo. Como sin la leña no existiría el fuego. No, no. Reconozco que el romanticismo es necesario; pero entre ser un tonto romántico y un hombre práctico, me quedo con lo segundo. Dejemos que los idealistas se maten por nosotros. Luego les levantaremos un monumento y así pagaremos su sacrificio. Al fin y al cabo, ellos no piden más.
—¡Hablas como un cobarde! —dijo, indignada, Leonor.
—Tal vez —admitió César—. No pretendo ser un héroe. Es más, prefiero infinitamente más ser un cobarde y estar vivo y disfrutar de la vida, a ser un héroe y tener sobre mi tumba un hermoso mausoleo cubierto de coronas de laurel depositadas por mis admiradores póstumos, que, después de derramar unas lágrimas en mi honor, se irán tranquilamente a comer y a olvidar las emociones del día.
—¡Parece mentira que un californiano hable así! —estalló Leonor—. Mientras otros compatriotas exponen su vida por defender las viejas leyes de nuestra tierra, tú estás dispuesto a pactar con los invasores…
—Puedes ofender al señor Greene —advirtió César.
—No, no me ofende —sonrió Greene—. Yo también soy algo idealista.
—Entonces le doy algo así como veinticuatro o cuarenta y ocho horas de vida —sonrió César, sin pensar que estaba haciendo una trágica profecía—. Sus mismos compatriotas acabarán con usted. Aquí son necesarios hombres prácticos.
—
El Coyote
no es un hombre práctico —siguió Leonor—. Pero algún día los mismos norteamericanos le levantarán un monumento.
—¿
El Coyote
? —preguntó César—. ¿Quién es ese tipo?
—Un californiano que expone su vida por nosotros —contestó Beatriz.
—¿Una especie de vengador del pisoteado honor de California? —preguntó, irónico, César.
—Sí, eso mismo —dijo, duramente, Leonor—, un hombre que apoya a los débiles contra los fuertes.