—Tu asistente me dio tus órdenes y lo dispuse todo para que el trabajo se hiciera bien.
—Pero se hizo mal.
De nuevo Starr lanzó al techo el humo de su cigarro.
—Es una de esas probabilidades en contra que el hombre se ve obligado a prever en todos los asuntos peligrosos. Otra vez se hará mejor.
—No podemos repetir el ataque contra Greene. ¿Quién cargaría con las culpas?
—Nadie. El azar. La casualidad…
—Ésos ya han intervenido una vez. Fueron el azar y la casualidad los causantes de su herida.
—Y de su salvación.
—¿Qué plan tienes?
—¿Sabes que del rancho de San Antonio vendrán a buscar al herido? Piensan trasladarlo allí.
—¿Y qué?
—Nada. Un viaje largo… Un caballo desbocado… Si el herido cayese por tierra…
—¿Una hemorragia?
—Sería terrible. El infeliz Greene desangrándose…
—¿Cómo sabes que vendrán a buscarlo?
—Tengo oídos en el rancho de San Antonio.
—Entonces, ¿es seguro?
—Sí. El pequeño Echagüe dirigirá el traslado.
—Eso te ofrece una oportunidad ideal para librarte de un obstáculo y librarme a mí de otro.
—Sí. Por ejemplo, podría ocurrir que alguien tropezara con César de Echagüe, le insultara, le obligase a empuñar un arma y, en el tiroteo, matarle y herir a alguno de los que lleven la camilla en que bajarán a Greene. Quizá no sea necesario ni siquiera herir a nadie más, pues lo más probable es que suelten la camilla y salgan huyendo. Si falla eso podemos preparar, además, lo del caballo desbocado.
El general Clarke se paseó nerviosamente por la estancia, echando bocanadas de humo.
—Será demasiado visto —dijo—. Sin embargo, es una buena oportunidad. Leonor de Acevedo no se muestra demasiado esquiva. Quizá me fuera fácil calmar su pena por la muerte de su prometido…
—Y, de paso que tú te casabas con el rancho Acevedo, yo podría coger un buen bocado del rancho San Antonio. Muerto el heredero de los Echagüe, desaparecido el defensor de la familia, teniendo que luchar sólo con un viejo… Creo que sería fácil.
—No es mala idea —admitió Clarke—. Lamento que el golpe contra Greene no tuviera un éxito más completo; pero ya que es necesario repetirlo, hazlo y procura matar a César de Echagüe. Desde luego, así el camino será más fácil. Tendremos que darnos prisa.
—Ya está todo dispuesto —sonrió Starr—. Supuse que no tardarías en vencer tu repugnancia y te convencerías de que lo mejor es seguir mi plan.
—¿A quién se lo has encargado?
—No te preocupes. Está en buenas manos.
—Debes obrar con cautela. Anda por la ciudad una mujer que, según dicen, prepara un libro sobre nosotros.
—¿Sobre quién?
—Sobre lo que sucede aquí. Asegura que esto es indignante y que escribirá una novela denunciando nuestros atropellos. Se trata de una tal Elena Hunt Jackson
[2]
, y si el libro llega a publicarse puede ocasionar disgustos.
—No hay nada como impedir que se publique.
—Con una mujer no podemos utilizar los mismos métodos que con los hombres.
—Cuando disparo sobre un coyote no miro si es hembra o macho.
—¿Un coyote? —Clarke había palidecido—. ¿Por qué lo nombraste?
—¿A quién?
—Al
Coyote
.
—No lo he nombrado. He hablado de un coyote; pero no de ése en particular. Me refería al normal… Además, ¿vas a decirme que tienes miedo de ese enmascarado?
—No sé… —Clarke vaciló—. No estoy tranquilo. En la California del Norte ha hecho cosas que…
—¿Temes que venga por aquí?
—Hace meses que no se sabe de él.
—Pueden haberlo matado.
—Se habría sabido. Una noticia semejante hubiera circulado por toda California.
—No, si murió entre sus amigos. Ellos preferían hacer creer que aún vive y que de un momento a otro puede reaparecer.
—Eres muy optimista. Envidio tu esperanza.
—Aunque
El Coyote
, si es que existe, apareciese por aquí, lo tenemos todo lo bastante bien organizado como para que no pueda hacer nada. En San Francisco, donde no existe ningún orden, pueden ocurrir cosas que en Los Ángeles están prohibidas. Y no hablemos de ese
Coyote
. Al fin y al cabo, nadie le ha visto. Puede que sólo sea una figura de leyenda. Más de preocupar es esa escritora.
—No emprendas nada contra ella. Antes de que termine de escribir su libro y de que se publique y de que haga efecto, ya habremos liquidado nuestro negocio. Antes de un año tendremos las mejores tierras de California Baja. Ahora salgamos a pasear y nos acercaremos a la Posada Internacional. No conviene que entremos, pues alguien se podría extrañar de mi proximidad a Greene siempre que le ocurre algo malo.
Clarke se ajustó el cinto, de donde pendía, enfundado, el largo y pesado Colt de seis tiros. Antes de alcanzar el ancho sombrero, desenfundó el arma y comprobó si cada uno de los depósitos del cilindro estaba cargado y si los cebos se hallaban en buen estado. Cambió una de las chimeneas de cobre y, por último, guardó de nuevo el revólver, comentando:
—Estas armas son muy útiles; pero exigen una endiablada cantidad de tiempo para cargarlas. Dicen que se han inventando ya cartuchos en los cuales va la bala, la pólvora y el pistón, y que ni el agua estropea.
—Algo he oído —asintió Starr, que también había desenfundado su revólver y comprobaba si los seis cebos estaban en orden.
El general se puso el sombrero y salió de su despacho. Al llegar a la calle aguardó a Starr y luego, juntos, marcharon por la calle Mayor en dirección a la plaza, donde estaba la Posada Internacional.
—¿Qué piensas hacer con Cárdenas? —preguntó Lukas.
—Le juzgaremos mañana. Si muere Greene le fusilaremos y si no le ahorcaremos. Es un infeliz que está ya convencido de que disparó sobre el delegado del Gobierno.
Cuando llegaron a la plaza vieron llegar un grupo de jinetes a cuya cabeza marchaba, en un enorme, cansino y blanco caballo, el heredero de los Echagüe. Iban también su hermana y Leonor de Acevedo.
—Viendo a ese muchacho casi creo que sería mejor terminar con el padre —dijo Clarke—. Es menos peligroso que una liebre.
—Es posible; pero conviene eliminarlo antes de que se convierta en león. A los californianos no se les puede catalogar como a otras gentes. Ya lo sabes por experiencia. Creíais que los habitantes de esta tierra eran mansos como corderos y de pronto os echaron de Los Ángeles, os derrotaron en San Pascual, casi sin armas, sólo con lanzas y viejos mosquetes…
—Puedes ahorrarte los recuerdos —interrumpió Clarke—. Sé por qué sucedió aquello; pero, de todas formas, ese tipo no se parece en nada a los hombres que lucharon contra nosotros durante la guerra. Sin embargo, puede seguir adelante el plan trazado.
Al llegar frente a la Posada Internacional, los jinetes saltaron al suelo, a excepción de César de Echagüe, que se dejó deslizar por el amplio costado de su montura. Una vez en tierra, el joven se abanicó con el sombrero, suspirando ruidosamente.
Leonor no le había dirigido la palabra. A su lado cruzó la taberna y acompañó a Beatriz a la habitación que ocupaba Edmonds Greene.
Entretanto, los peones del rancho trajeron una camilla hecha de correas trenzadas y cubierta con un blando colchón de lana. César los acompañó, descendiendo luego, con Leonor, mientras los peones bajaban lenta y cuidadosamente la camilla en que iba tendido Edmonds.
Al llegar abajo, César y su prometida aguardaron a los peones. Desde el mostrador, un norteamericano, vestido como un minero, preguntó en voz alta a un compañero, en español:
—¿Viste el penco que montaba ese maniquí?
El otro replicó, con una gran risotada:
—¡Qué si lo vi! Aún me estoy riendo. Y no precisamente del caballo.
Leonor enrojeció y, volviéndose hacia César, preguntó, con voz temblorosa:
—¿Vas a tolerar ese insulto?
César la miró, suplicante.
—No hagas caso —pidió—. Están borrachos.
El que había hablado primero avanzó hacia César de Echagüe.
—¿Yo, borracho? —rugió, agarrando por un nombro al joven—. ¡Ahora te enseñaré a insultarme!
Al hablar se había apartado de César, acercando la mano a la culata de su revólver.
—No voy armado, señor —dijo Echagüe—. Si me mata cometerá un asesinato… Y hay testigos… Si le he ofendido, perdone… Retiro mis palabras.
Un incrédulo asombro invadió el rostro del americano. Por un momento no supo qué hacer. En la taberna había muchos testigos, y no todos norteamericanos. Al fin, encontrando una solución, escupió violentamente al rostro de César, esperando que éste sacara un pañuelo para secarse el rostro y poderle así matar con la excusa de que lo hizo creyendo que el otro iba a empuñar una arma.
Pero la casualidad, tal vez, hizo que César llevase un pañuelo en el bolsillo superior de la chaquetilla, por el que asomaba. Así, sin necesidad de buscar en los otros bolsillos, pudo sacar el pañuelo y limpiarse la cara, mientras se dirigía hacia la salida.
—Si quieres una reparación, de hombre a hombre, puedes buscarme cuando gustes —dijo el norteamericano—. Me llamo Douglas Moore.
Pero si César de Echagüe lo oyó, no hizo nada que lo demostrase. Cuando los demás salieron de la posada, le vieron montado en su caballo, jugando con el pañuelo.
—Por lo visto no ha tenido éxito el plan —gruñó Clarke.
Starr se encogió de hombros.
—Queda el otro —dijo—. No comprendo cómo ha podido fallar.
En aquel instante apareció Leonor de Acevedo y fue a montar en su yegua. César quiso ayudarla, pero la joven le rechazó. Sus palabras llegaron con toda claridad a los oídos de Clarke y de Starr.
—¡Déjame! Supongo que te sentirás muy orgulloso. Te has puesto en ridículo para siempre. Y no sólo eso, sino que me has convertido en el hazmerreír de todos Los Ángeles. Creo que no hace falta que te comunique el rompimiento de nuestro compromiso.
—¡Pero…, mujer!
—Es inútil que digas nada.
—Pero si iba desarmado…
—Sólo a un cobarde como a ti se le ocurre venir al pueblo sin armas.
—Si las hubiera traído, aquel bárbaro me habría matado.
—¿Y qué? ¿Te imaginas que es mucho mejor vivir así? Yo te habría llorado toda mi vida y no me hubiera casado con otro hombre.
—Pero… Leonor… ¿Es que hubieses preferido verme muerto?
—De todas formas, has muerto para mí… Si lo hubieses hecho como un hombre, hubiera guardado un eterno recuerdo de ti. ¿Cómo nos van a juzgar esos extranjeros?
—Está bien; pero ¿no crees…?
—No creo nada —interrumpió Leonor—. Sólo sé que para mí has terminado, y que ni tu padre ni nadie podrán convencerme para que vuelva a reanudar nuestras relaciones. ¡Adiós! Y cuídate mucho, no vayas a resfriarte.
Clarke y Starr se miraron un momento y los dos sonrieron.
—Quizá las cosas no hayan salido tan mal como creíamos —dijo el general.
—Sólo falta que el desbocamiento del caballo tenga éxito —replicó Lukas.
Pero el desbocamiento no tuvo el menor éxito, porque el rifle recibido por Julián Martínez, y que el servidor no había abandonado ni un momento desde que su amo se lo entregara, disparóse a tiempo y el desbocado caballo que cargaba contra el grupo que conducía a Edmonds Greene al rancho de San Antonio cayó con la cabeza atravesada por un certero balazo.
El jinete elevó airadas protestes; pero el joven Echagüe le hizo callar indicándole que podía pasar por el rancho y recoger dos caballos a cambio del que tanto lamentaba haber perdido.
Sonriendo ampliamente, agregó:
—Los tenemos tanto o más salvajes que el suyo. Con ellos se podrá romper eficazmente la cabeza.
El propietario del caballo no tuvo nada que objetar y prometió pasar a recoger los animales ofrecidos.
Dos horas más tarde, Edmonds Greene estaba instalado en una soleada habitación del rancho de San Antonio y, ya fuera por el nuevo alojamiento o por la enfermera que le cuidaba, lo cierto fue que, al llegar, el doctor declaró que, sin poderse descartar aún todo peligro, lo peor había ya pasado y, o mucho se engañaba, o antes de un mes el herido podría galopar de nuevo.
—Puede que incluso antes —agregó, antes de salir.
En cuanto hubieron transcurrido cuarenta y ocho horas después del traslado de Greene al rancho de San Antonio, se celebró el juicio contra Telesforo Cárdenas. El tribunal militar se reunió en el comedor de tropa del Fuerte Moore, que desde el 4 de julio de 1847 se elevaba sobre una de las montañas que dominaban el pueblo
[3]
.
En el comedor, única estancia algo amplia que permitía la reunión de un grupo numeroso de gente, se constituyó el tribunal, presidido por el general Clarke, ante el cual Telesforo Cárdenas debía responder de su delito. El californiano compareció fuertemente esposado, entre dos soldados de Caballería, armados de rifles, que durante todo el proceso permanecieron a ambos lados de él.
Los testigos fueron reunidos por el fiscal y por el defensor. Éstos, aunque obrando con manifiesta buena fe, encontráronse con el problema de que mientras unos testigos afirmaban sin ninguna duda y con mucha energía que Cárdenas era culpable, los otros, en cambio, lo declaraban inocente absoluto. Los que consideraban culpable al californiano eran todos los norteamericanos que se hallaban presentes en el lugar del suceso. En cambio, los californianos que presenciaron la escena denunciaron la imposibilidad de que Cárdenas hubiera poseído la pistola y hubiese disparado con ella.
Durante dos días siguió el lento desfile de testigos, siempre con las mismas características. Unos afirmaban que Cárdenas era inocente y otros declarándole culpable.
En su resumen de los hechos, el fiscal: apuntó, como detalle convincente, que Cárdenas estaba discutiendo con Lukas Starr y que era más lógico suponer que intentara matar a Starr y que involuntariamente hiriese al hombre que intervino en su favor, que imaginar la culpabilidad de otra persona a la cual nadie había visto.
—No me guía ningún sentimiento de enemistad contra el acusado —dijo el fiscal—. No tengo ningún prejuicio de raza contra él, ya que, desde que California ingresó en la Unión, el acusado es tan norteamericano como yo. Por lo tanto, mis acusaciones tienen la misma imparcialidad que si fueran dirigidas contra cualquier norteamericano. Tenemos el hecho de que el representante de nuestro Gobierno en la ciudad de Los Ángeles ha sido gravísimamente herido. Desde el primer momento he reconocido al acusado inocente de toda premeditación en su delito. Creo, honradamente, que no pensó en herir al señor Greene; pero, en cambio, de todas las declaraciones de los testigos, tanto de la defensa como de este ministerio fiscal, se desprende que el acusado y el señor Starr, residente en esta población, discutían acerca de la propiedad de unas tierras. No examinaré la razón o sinrazón de uno o de otro. A este tribunal no le incumbe decidir si en la discusión la razón apoyaba al acusado o al señor Starr. Para nosotros ese punto carece de importancia. Lo realmente importante es que discutían y que lo hacían con mucho calor. Es indudable que el acusado no fue a la Posada Internacional pensando herir ni matar a nadie; pero, perteneciente a una raza de sangre ardorosa, de fácil excitabilidad, empujado por la injusticia que, sin fundamento alguno, temía se fuera a cometer con él, pues ya ha quedado demostrado que la sentencia favorable del tribunal no podía ser revocada, el acusado empuñó un arma, con los desgraciados efectos que todos conocemos y lamentamos. Su culpabilidad es lógica e indudable, y cualquier otra explicación que se quiera dar a un hecho tan claro y evidente será simple afán de desfigurar los hechos, buscando la absolución del acusado, contra quien yo pido la máxima pena que señala la Ley, recordando que la víctima es un alto representante del Gobierno.