—¿Un bandido generoso? —el joven se echó a reír—, ¡tonterías! Un sinvergüenza que roba diez y dando dos a los pobres se labra un prestigio que le asegura el apoyo de todos los campesinos mientras él se hace rico y marcha a Méjico o a Arizona a gastarse en tequila el producto de sus descarados robos.
—¡No hables así de un hombre a quien no conoces! —reprendió la señorita de Acevedo.
—Conozco la clase, aunque no conozca el sujeto —rió César—. Sé cómo suelen ser esos tipos. Y aun en el caso de que realmente fuera lo que decís, ¿qué importa? Dentro de un año, de dos, o de tres, caerá en manos de un destacamento de la Policía Montada que lo colgará de un álamo para que sirva de alimento a los cuervos. Si luego el árbol lo declaran sagrado y se convierte en lugar de peregrinaje para todos los verdaderos hijos de California,
El Coyote
podrá estar muy satisfecho viendo, desde el Más Allá, cómo se venera su memoria. En cambio, yo estaré muy satisfecho en el Más Acá viendo el árbol y disfrutando de su sombra treinta o cuarenta años más que
El Coyote
.
—Señor Echagüe —intervino Greene—. Estoy en su casa y no puedo abusar de las leyes de la hospitalidad. Admiro a su raza, porque he vivido entre ella mucho tiempo y reconozco sus virtudes y sus defectos. No puedo apoyar al
Coyote
, porque sus ataques se dirigen, principalmente, contra mis hermanos; pero si fuese hijo de California, mi admiración por él no conocería límites.
—¿Es usted amigo particular de ese misterioso bandido?
—¿Por qué dice que es misterioso?
—Porque supongo que nadie le conoce. Lo de llamarse
El Coyote
es una añagaza para ocultar su identidad, y si a pesar de todo se le conociera, estaría ya detenido. ¿Ha hablado usted con él?
—Una vez. Asaltó la diligencia en que yo iba y se portó muy cortésmente conmigo.
—¿De veras? Me extraña que siendo usted, según dice Julián, algo así como el representante particular del presidente de los Estados Unidos,
El Coyote
no le hiciera picadillo. Es más; si yo fuera el señor Clarke, ese general a quien todos los californianos odian (también eso me lo ha dicho Julián, que le odia más que nadie), yo sospecharía de usted, señor Greene.
—¿Por qué sospecharía de mí?
—Por una serie de razones muy sencillas. Usted es norteamericano. Sin embargo, habla muy bien del
Coyote
. Dice que ha sido asaltado por él; pero que, portándose muy caballerescamente, no le robó nada. Supongo que deben de existir testigos del suceso, ¿no?
Greene se turbó perceptiblemente.
—Pues no…, ya no existen.
—¿No? —César sonrió burlonamente—. Es una verdadera lástima. ¿Por qué no existen? ¿Iba usted solo?
—No. Viajaba en una diligencia con otros dos hombres. Dos canallas a quienes
El Coyote
despojó de cuanto llevaban.
—Entonces esos dos testigos pueden apoyar su declaración.
—No pueden.
—¿Porqué?
—Porque murieron dos días más tarde en una riña provocada por una partida de naipes.
—¡Qué dolor! ¿Y murieron los dos?
—Sí. Fue en la siguiente parada, en el fuerte Keaton. Fueron sorprendidos haciendo trampas. Querían recuperar el dinero que les quitó
El Coyote
, y sus compañeros de juego los mataron.
—¡Qué oportunos, señor Greene! Pero antes de morir dirían a alguien que
El Coyote
les había asaltado.
—No. No se lo dijeron a nadie. Incluso me pidieron a mí que no lo dijese.
—¿Por qué tanto misterio?
—Porque si se sabía que
El Coyote
les había robado, nadie les concedería ningún crédito y, estando sin dinero, sólo podían fiar en el crédito.
—Y en su habilidad con los naipes, ¿no?
—Desde luego.
—Con lo cual se perdieron dos valiosos testigos; pero le queda otro que podrá jurar que presenció el asalto. Me refiero al conductor de la diligencia.
—Tampoco puede declarar —contestó, visiblemente molesto, Greene.
—¿Murió también? —sonrió César.
—Sí. En un ataque de los indios a su diligencia fue muerto…
—Sin haberle dicho a nadie que
El Coyote
había asaltado su coche, ¿no es cierto?
—¿Por qué iba a decirlo, si
El Coyote
no robó nada de lo que llevaba? Ni siquiera el correo.
—Es natural. No se me había ocurrida una explicación tan sencilla. En fin, no quiero molestarle más con mis insinuaciones, señor Greene, muy buenas tardes. Subo a acostarme un rato. Me he viciado a dormir la siesta, y sin unas horas de sueño por la tarde no podría vivir. Adiós, Beatriz; adiós, Leonor. Luego te veré. Ahora estoy profundamente muerto de sueño.
Ahogando un bostezo con la palma de la mano, César de Echagüe se levantó y, con paso torpe, dirigióse hacia la escalera que conducía a las habitaciones.
Al entrar en su cuarto encontró a Guadalupe Martínez, que le estaba terminando de arreglar la cama.
—¡Hola, pequeña…! —le dijo—. ¿Cómo te encuentras?
—Muy bien, señorito —contestó la muchacha, dirigiendo una mirada de profunda admiración al hijo de don César.
—Se te nota —replicó el joven—. Estás muy linda. Debes tener los novios zumbando a tu alrededor como moscones en torno a un plato de miel.
—No, señorito —replicó la muchacha, bajando los ojos—. No salgo apenas.
—Mal hecho. Una chiquilla tan linda debiera salir y dejar que el mundo entero gozase con su belleza.
—El señorito es muy galán y amable.
—No, no. Soy justo.
—Termino en seguida y el señorito podrá acostarse.
—Gracias. Tengo bastante sueño. ¿Te gustaron las cosas que te traje?
—Mucho, señorito. Fue usted demasiado bueno. Yo no merezco tanto.
—Sí, sí, mereces mucho más.
—¿Cómo podré pagarle su bondad?
—¿Está ya la cama, Lupe?
—Sí, señorito. Ya está.
—Entonces puedes pagarme con dos inmensos favores.
Mientras hablaba, César de Echagüe se había dejado caer en la enorme y mullida cama de columnas. Apoyó la cabeza en la ancha almohada y, levantando un pie, rogó:
—Quítame los zapatos y me harás el primer favor. En estos momentos me considero incapaz de inclinarme. Y luego entorna la ventana, procura que no entre el sol y cierra la puerta con todo cuidado. Y te quedaré eternamente agradecido si me haces un tercer favor.
—¿Cuál, señorito? —preguntó Guadalupe, mientras le quitaba los elegantes zapatos a César.
—Puedes decirle a tu padre que a las seis y media suba a despertarme. Quiero hablar con él. Adiós, Lupita. No olvides lo que te he encargado. Me interesa mucho conseguir de tu buen padre que me traslade a una habitación menos alta que ésta. No concibo el interés de los hombres en hacer escaleras, y mucho menos en subir por ellas. Supongo que a ti también te debe de molestar el subir escaleras, ¿verdad, Lupita?
—Para mí no tiene importancia el subirlas, señorito —replicó la joven—. Mi deber es trabajar y no me importa el tener que subir algunas escaleras.
—Tú eres joven —suspiró César—. La juventud siente deseos de gastar las fuerzas que la Naturaleza le ha prestado; pero eso es una tontería muy propia de la juventud, que siempre es tonta, pues hace lo que no debiera. Yo soy joven; pero he aprendido a portarme como un viejo. Ésa es la suprema sabiduría.
—Si el señorito lo dice…
—Claro que lo digo yo. He estudiado mucho y sé decir cosas de sentido común. Pero te estoy aburriendo. Adiós, dile a tu padre que suba. Me interesa que no te olvides.
—No tenga miedo, señorito. No lo olvidaré. ¿No desea nada más?
—No, creo que no deseo nada más. ¿Hay agua en la jarra?
—Sí, señorito; la llené en el pozo antes de dejarla sobre la mesita de noche. Está envuelta en un paño mojado y conservará la frescura hasta que el señorito despierte. También hay azúcar, por si la quiere dulce.
—Lupita, eres una joya. Es una lástima que esté enamorado de Leonor. Si no, me casaría contigo.
—El señor bromea —murmuró Lupe, inclinando la cabeza.
—Sí —murmuró, con soñolienta voz, César—. Bromeo. Tienes razón. Pero, no obstante, eres muy buena, muy linda y… no sientes odio contra mí. En cambio, Leonor lamenta infinito mi supervivencia a esos años pasados lejos de casa.
—La señorita Leonor también le quiere, señorito.
—No. Sospecho que está enamorada de ese bandido generoso que llaman
El Coyote
. En fin, si ella se decide a enviarme al diablo, pediré a tu padre que te case conmigo.
—¡Cómo le gusta al señorito bromear con una pobre muchacha como yo!
Estas palabras de Guadalupe no debieron de ser oídas por César de Echagüe, de cuyos labios brotaba una especie de suave ronquido. La joven se acercó a la cama y por un momento estuvo contemplando las serenas facciones del durmiente; luego, acariciando los zapatos, que aún conservaba en las manos, se inclinó a dejarlos junto al lecho y con dos lágrimas temblando en las pestañas abandonó suavemente la estancia.
Después de cenar en el rancho, Edmonds Greene se despidió, tras un largo y privado coloquio, de Beatriz de Echagüe. Luego entró en el salón, donde bostezaba César de Echagüe, y murmuró:
—Buenas noches.
—¡Oh! Buenas noches, futuro cuñado —replicó el joven—. Por cierto que llega en buen momento. Sin querer pecar de grosero, debo exponer mi sospecha de que Leonor, mi prometida, aquí presente, y que, por cierto, se muestra muy aburrida de mi compañía, está enamorada del
Coyote
. ¿No es cierto, Leonorín?
Leonor de Acevedo dirigió una fulminante mirada a su novio.
—No creo necesario contestar a una estupidez y a una grosería.
—Eso demuestra lo acertado de mi sospecha —siguió César, sin mostrarse ofendido.
—Perdone, don César —dijo Greene—. Tengo…
—¿Tiene prisa? Bien, no le entretendré más de un minuto o dos. Usted, querido cuñado en ciernes, es un sospechoso ideal.
—¿Trata de burlarse de mí?
—¿Burlarme de usted? ¡No, por Dios, nunca se me ocurriría semejante cosa! Yo no puedo burlarme de mi futuro cuñado; pero debo asegurar mi felicidad y, con ello, la perspectiva de entrar en posesión, aunque sólo sea como propietario consorte, de la fortuna representada por el importante rancho de los Acevedo.
—¿Qué pretende? —preguntó Greene.
—Pues, sencillamente, pretendo demostrar que existen un sinfín de posibilidades de que sea usted el famoso
Coyote
.
—¿Qué estás diciendo? —protestó Leonor.
—Sí, parece imposible; pero… he interrogado a Julián y me ha dicho que
El Coyote
es un caballero que va enmascarado, que viste a la mejicana y que maneja el revólver como un… como un norteamericano.
—¿Y porque maneja bien el revólver sospecha usted de mí?
—No sólo por eso. Pero lo de ir enmascarado es propio de los anglosajones. En Inglaterra aún recuerdan algunos las hazañas del famoso Dick Turpin, jinete enmascarado. Nosotros no tenemos enmascarados así entre nuestros bandidos famosos. Y que yo sepa, son muy pocos los mejicanos que saben manejar bien un revólver. Siguen aferrados a las pistolas, al lazo y al cuchillo. El revólver de seis tiros es invento yanqui…
—¿Qué te propones con eso? —gritó, pálida de indignación, Leonor.
—Nada; recordarte, simplemente, que si el señor Greene es, como sospecho,
El Coyote
, no pienses más en él, pues está enamorado de Beatriz.
—Caballero —intervino Greene, que estaba también muy pálido—, lamento infinito que mi amor por su hermana ate mis manos, impidiéndome responderle como su impertinencia merece. Además, también el estar en su casa me impide portarme como me portaría.
—No se moleste en seguir —replicó César, bostezando ruidosamente—. Sé que me encuentra despreciable y un sinfín de cosas más; pero no puede machacarme le sesos porque entonces mi hermana no se casaría con usted. Tenga la seguridad de que si no fuese por eso yo tampoco le habría hablado como lo he hecho. Ya le dije que soy hombre práctico y sé cuándo puedo portarme como un gallito o como un conejo. En fin, usted debe de tener mucha prisa y yo no tengo ningún interés en retenerle. Buenas noches, señor Greene.
Leonor se puso violentamente en pie.
—Señor Greene —pidió—. Le ruego que tenga la bondad de acompañarme a mi casa. No tengo ningún interés en seguir ni un minuto más aquí.
—A sus órdenes, señorita Acevedo.
Greene ofreció su brazo a la joven que, dirigiendo una indescriptible mirada a su novio, le volvió la espalda y, apoyándose en Greene, salió del salón, seguida por una burlona sonrisa de César de Echagüe. Éste, al quedarse solo, se acomodó mejor en el sillón en que estaba sentado, acercó otro y, apoyando los pies en él, se quedó profundamente dormido.
Así le encontró una hora más tarde su padre, que de un puntapié apartó el segundo sillón, despertando violentamente a su hijo.
—Si tienes sueño, acuéstate —le dijo—. No creo que tu presencia sea muy necesaria.
—Creo que tienes razón —sonrió César—. Me acostaré.
Ya iba a salir cuando, volviéndose hacia su padre, anunció:
—Le he pedido a Julián que traslade mis cosas al dormitorio de tío Joaquín. Está en la planta baja y me ahorra el subir escaleras. ¿Te importa?
—No —gruñó don César—. No me importa nada de cuanto hagas o dejes de hacer. Cuanto más lejos te tenga, mejor.
—Gracias, papito; eres muy amable.
Don César no replicó. Fue hasta la chimenea, sobre la cual se veía el retrato al óleo de un oficial del Ejército español vestido a la moda del reinado de Carlos III. Era el primer César de Echagüe instalado en California. El retrato había sido pintado con mano ingenua; pero, ya fuese casualmente o debido a un arranque de genio, el artista había sabido reproducir la firmeza de la mirada de aquel hombre que había acompañado a Portolá, a fray Junípero Serra y a todos los primeros conquistadores de California en su peligrosa empresa.
—Todo se termina —murmuró don César, con la mirada fija en la imagen de su padre—. Tú soñabas con un eterno imperio nuestro, y ni California es de nosotros, ni mi hijo es digno nieto tuyo.
Suspirando, don César fue a sentarse en un sillón, con la mirada fija en las llamas que se agitaban en la chimenea devorando los amontonados troncos.