Leonor esperaba, sin grandes ilusiones, que su futuro marido volviera convertido en todo un hombre. Y mentalmente repetía los párrafos de la carta recibida un mes antes:
Amada mía. La más amada bajo los rayos diurnos de Helios y bajo su plateado y nocturno reflejo en la ancha y redonda losa de mármol de Selene. Vuelvo a ti después de mucho tiempo de vagar por la preciosa superficie de la tierra. Mi alma, conmovida por nuestro próximo encuentro, eleva un himno de gloria a los Manes supremos que decidieron nuestra unión. Tu recuerdo ha sido la estrella refulgente que ha guiado mis cansados ojos y ha puesto en mis labios la dulzura de la poesía. ¡Cuánto ansío estar bajo tu enrejada ventana! ¡Cuánto anhelo que mi pobre voz eleve hasta ti sus ecos envueltos en melodía! ¡Cuánto añoro la paz de nuestra tierra! ¡Cuánto deseo vivir en apacible dulzura a tu lado, oyendo el tañido de las campanas de San Gabriel, de Santa Bárbara o de San José, nuestras queridas misiones! Tú no sabes, vida de mi vida, amor de mi amor, sueño de mis sueños, ideal de mis ideales, esperanza de mis ilusiones, paz de mi inquietud, agua fresca que ha de calmar mi sed, cómo he vivido sin vivir porque estaba lejos de ti. Ahora vuelvo y creo resucitar de una dolorosa pesadilla. Odio a los hombres agitados por la avaricia, por el afán de trabajar, como si el trabajo fuera lo que ha de elevarnos. Sé que a tu lado, en esa paz, en ese mundo que no conoce las bajas pasiones, mi espíritu recobrará la paz que dejó prendida bajo las palmeras de San Antonio…
—Sospecho que se va a llevar una desilusión —suspiró Leonor—. Y yo también.
Y la joven volvió a fijar en el mar su cansada mirada, esperando, sin esperar, un milagro que sabía imposible.
La curiosidad de Edmonds Greene había abandonado hacía rato al barco que se aproximaba a las playas de California. Beatriz, aprovechando el hecho de que la atención de todos se hallaba fija en el velero que llegaba, le hablaba animadamente.
—Debes tener cuidado, Edmonds —le decía—. Me han dicho que tu vida está en peligro. Tus compatriotas te odian.
—Recuerda que somos compatriotas —sonrió Greene—. Ahora esta arena es tan norteamericana como la de Boston.
—Quizá nuestros sucesores formen el lazo de unión entre californianos y yanquis —replicó Beatriz—; pero mientras vivamos nosotros seremos extraños a vosotros.
—¿A mí también?
—Para ti no soy ninguna extraña. Ya lo sabes. Te ha admitido mi padre y yo también. Has vivido en España y conoces nuestra manera de ser. Tú no eres extranjero. Además —aquí Beatriz soltó una carcajada—, tú no tienes la culpa de haber nacido norteamericano.
—¿Qué tal es tu hermano? —preguntó Greene, después de apretar fuertemente la mano de Beatriz.
—Yo era muy niña cuando él se marchó; pero sospecho que no es lo que se necesita en estos momentos. Es un muchacho romántico, suave. Adora la poesía y odia la violencia. Mamá lo educó como una niña. Quizá la culpa no sea toda de él.
—En estos momentos los Echagüe necesitarían un hombre enérgico. Una especie de
El Coyote
.
—¿Le conoces? —preguntó Leonor de Acevedo, atraída por la mención de aquel nombre que estaba firmemente grabado en los corazones de todos los californianos.
—Le vi una vez —replicó Greene, volviéndose hacia la novia de don César—. Asaltó la diligencia en que yo venía aquí. En ella viajaban dos vendedores y compradores de tierras. Les despojó de todo el dinero que llevaban encima y luego los hizo azotar por el conductor de la diligencia, que cumplió a las mil maravillas su cometido.
—¿Es un bandido? —preguntó Leonor.
—No es precisamente un bandido; pero si las autoridades americanas lo detienen, le ahorcarán. Está metido desde hace varios años en un juego peligroso. Trata de conseguir por la violencia el respeto de los norteamericanos hacia sus compatriotas.
—¿Es californiano? —preguntó Beatriz.
—Dicen que sí. Tal vez sea mejicano. En todo caso, maneja las armas con una maestría inigualable; es un verdadero centauro, y como le apoya toda la población indígena de la Alta y Baja California, se escurre de las manos de sus perseguidores con una facilidad que se califica de diabólica. Si no estuviera en tan buenas relaciones con los padres de las misiones, creeríamos que es el mismo Satanás.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Leonor.
—Parece joven. Viste a la moda mejicana, usa guantes muy finos, que no le impiden manejar el revólver, y, además, lleva el rostro cubierto por un antifaz negro. Sólo se sabe que lleva bigote. Es el único detalle característico en él. Un bigote muy bien cuidado, pequeño, negro. Con el antifaz y el traje forma un conjunto inolvidable.
—¿Le odias? —preguntó Leonor.
—No puedo odiarle; porque si fuese verdad que mata a todos los yanquis, me hubiese matado a mí. Me desarmó, y al saber cuál era mi misión me devolvió las armas y el dinero y me dijo que me apoyaría, si le necesitaba.
—Parece un personaje de novela —suspiró Leonor—. Es una pena que al fin tenga que caer en manos de los soldados. ¿Tiene cómplices?
—Todo California es cómplice suyo; pero él trabaja solo. Es un coyote solitario.
—¿Es cierto que marca a sus enemigos? —inquirió, ansiosamente, Leonor.
—Sí. Dicen que a todo aquel a quien ataca le deshace de un disparo la oreja izquierda. A aquellos dos hombres los señaló así antes de hacerlos azotar.
—¡Qué romántico! —exclamó Leonor, olvidando el desprecio que sentía por el romanticismo—. ¿Dónde está ahora?
—¿Quién puede saberlo? —replicó Greene—. Suele operar por las regiones de la costa del Pacífico; pero lo hace intermitentemente. Aparece en cualquier sitio entre Trinidad y San Diego. Durante un mes o dos impone su ley y luego desaparece. A veces no vuelve a vérsele hasta cuatro o cinco meses más tarde, cuando ya todo el mundo cree que ha muerto. Si su última aparición fue en Mendocino, la siguiente tiene lugar en San Juan de Capistrano o en San Luis Rey. Más tarde reaparecerá cerca de San Francisco o en Monterrey. Es el bandido generoso de los romances hispanoamericanos. Todo cuanto roba lo reparte entre los pobres, para que puedan pagar los impuestos y conservar sus ranchos. Es un caballero andante que ha sustituido la espada por el revólver de seis tiros. Algún día, California lo considerará uno de sus héroes; pero entretanto se le busca para ahorcarle y han ofrecido cinco o diez mil dólares por su cabeza.
—¿Tanto? —preguntó Leonor—. ¿Y si algún indígena lo denuncia?
—Hubo uno, sólo uno, que lo intentó. Mejor dicho, lo hizo; pero
El Coyote
, advertido misteriosamente, logró escapar hacia Méjico. Al día siguiente, el autor de la denuncia apareció destrozado a cuchilladas. Por lo menos cien indios californianos se entretuvieron sometiéndolo a uno de esos martirios en que tan maestros son los pieles rojas. Fue una lección que todos aprendieron.
Nadie más se ha atrevido a denunciar al
Coyote
.
—¿Cuándo se le vio por última vez?
—Hace mes y medio. Descendía hacia aquí; pero nadie le vio llegar. Se rumorea que ha muerto.
—¿De veras? —preguntó, decepcionada, Leonor.
—Siempre que
El Coyote
desaparece se dice que ha muerto. No creo que esta vez los rumores se confirmen mejor que las demás veces. En realidad es el mismo
Coyote
quien hace correr la voz de su muerte.
Ante los ojos de Leonor pasó la bella visión del moderno caballero andante. Se lo imaginó como un Cid armado de Colts de seis tiros, cargando contra la morería, que, en este caso, eran los desagradables norteamericanos que, como plaga de langosta, caían sobre las ricas tierras de California.
De sus ensueños la arrancó el vocerío que saludaba el anclaje del Santa Inés. El barco, recogiendo sus velas a la desembocadura del río, acababa de botar una lancha en la cual tomó asiento un hombre alto, joven, vestido como un figurín.
—No cabe duda —suspiró Leonor—. ¡Es él!
En efecto, era el tercero de los Césares de Echagüe trasplantados a California. A juzgar por el cuidado con que se metió en la lancha, por cómo limpió el banco en que se sentó, y por cómo apoyó las manos y la barbilla en el bastón de puño de marfil, era indudable que el heredero del rancho de San Antonio volvía peor de lo que se fue.
Un alto y peludo sombrero de copa protegía su cabeza de los rayos de Helios —vulgo sol—, y sus suspiros debían de estar llenos de poesía o de aburrimiento.
—¡Pobre de mí! —suspiró, también, Leonor—. Sospecho que cuando ese muñeco vea en lo que está convertido Los Ángeles, saldrá huyendo hacia Méjico.
Luego, al pensar en esta posibilidad, su rostro se animó.
—Quizá sea un bien que huya —murmuró—. Si esto le resultase desagradable… (y yo procuraré que se lo resulte) se marcharía y…
Una amplia sonrisa iluminó el bello rostro de Leonor de Acevedo. Pero era una sonrisa que no presagiaba nada bueno para el viajero que, después de siete años de ausencia, volvía a pisar la tierra que le había visto nacer.
Al llegar a tierra, César de Echagüe saltó del bote, y, dirigiendo una mirada a su alrededor, hizo una mueca a la tierra de su abuelo y de su padre. Su expresión era de indudable disgusto. Quizás aquel disgusto fuera comprensible en quien llegaba de Méjico y de La Habana, ante el pueblo de menos de dos mil habitantes que se le ofrecía como morada hasta el fin de sus días.
Durante casi un minuto, los que esperaban y el que llegaba permanecieron inmóviles, como estudiándose. El aspecto del tercer Echagüe no podía ser más lamentable, desde el punto de vista de un californiano como su padre. Era un muchacho alto, algo encorvado, de melena abundante, casi femenina, que asomaba bajo el sombrero, rostro afeitado, cuerpo embutido en un ajustado frac verde botella, con chaleco cruzado, blanco y salpicado de flores, chorrera de encajes, pantalón muy estrecho y sujeto bajo la fina bota por una trabilla. Aunque el cutis era muy bronceado —a pesar del sombrero y de las precauciones que se quieran tomar, el sol de Cuba y el de Méjico se imponen—, las manos aparecían completamente blancas y, para conservarlas así, César de Echagüe volvió a enfundarlas en unos guantes de cabritilla.
Por fin, satisfecho del examen a que por su parte había sometido a su padre, a su hermana y a los viejos sirvientes que se agolpaban tras él, avanzó hacia el autor de sus días y, como si saludara a un desconocido a quien le presentaran por vez primera, preguntó:
—¿Cómo le va, papaíto?
Don César se atragantó. Antes de que la ira y la indignación le permitiesen hablar, su retoño volvióse hacia Beatriz, y con sonrisa de conejo inquirió:
—¿Cómo le va, niña?
Luego miró a Greene y preguntó, con un leve destello de curiosidad:
—¿Es el novio oficial?
—Pues… —empezó, asombrado, Edmonds Greene.
—Bien, bien —siguió el joven Echagüe—. Supongo que ya tendremos el gusto de conocernos… ¿Conozco a alguien más por aquí? —preguntó a continuación, mirando, indiferente, a Leonor.
—Es Leonor —presentó Beatriz, que estaba horrorizada de su hermano.
—¿Leonor? —César miró a la joven como se mira a un caballo. Milagro les pareció a los espectadores que no le hiciese abrir la boca para examinarle el dentado—. Esperaba que fueras igual que de niña; pero me alegra ver que mejoraste.
Apartóse un poco y, moviendo a un lado y otro la cabeza, comentó:
—Perfecta. Una linda imagen. Siento que la inspiración construye una poesía para ti. Labios de coral, mejillas de nácar ligeramente tostado, ojos negros como el azabache, cabello como ala de cuervo…
César de Echagüe empezó a pasear por la playa, con el puño del bastón entre los labios y la mirada perdida en el azulísimo cielo, como si se estuviera inspirando poéticamente. Al fin movió la cabeza y, regresando frente a Leonor, declaró:
—No surge la inspiración; pero ya llegará y podré decirte en rima lo que de momento sólo te puedo expresar en vulgar prosa. Eres bellísima, Leonor. Muy bella. Has superado todas mis esperanzas. Te juro que nunca imaginé que una planta tan… corriente pudiera convertirse en una flor tan hermosa.
—¡Ni yo creí jamás que de mí saliera un engendro como tú! —rugió don César de Echagüe, que al fin había recobrado la facultad de hablar—. Supongo que debes sentirte muy satisfecho de haberme puesto en ridículo, ¿no?
—¡Por Dios, papito! —exclamó, con expresión de horror, el hijo recién llegado—. ¡Qué manera de hablar!
—¡Déjate de papitos y de diablos en dulce! Háblame de tú, llámame padre y escóndete donde no te vea… ni te huela —terminó el anciano, frotándose la nariz—. ¡Hiedes a hembra! ¡Vamos, Beatriz! Y tú, Leonor, perdona que te haya comprometido con ese bicho. Ya hablaremos de ello… contigo y con ese maniquí de mi hijo.
—Perdona, papito; pero debo decirte que te portas muy incorrecta y groseramente. Con esos hablares nunca…
—¡Esos hablares son los de mi padre, los de mi pueblo y los de toda mi raza! —gritó el anciano—. Supongo que para ti resultan extraños. Vienes plagado de melosismos; pero… en fin, no demos un espectáculo más desagradable del que ya hemos dado. Esos extranjeros se sentirán felices al ver con quién tendrán que habérselas cuando yo muera. No esperaba que mi hijo fuera un león; pero tampoco esperaba que fuese un mono presumido.
—¿Qué le pasa a mi padre? —preguntó el joven Echagüe cuando el autor de sus días le volvió la espalda y se marchó acompañado de las dos mujeres y de sus sirvientes.
—El pobre está muy preocupado —replicó Greene, que tampoco experimentaba ninguna simpatía hacia el joven—. Los asuntos no andan muy bien. Las tierras corren el peligro de pasar a manos de otros…
—¿Y qué? Siempre nos quedará lo suficiente para ser los más ricos de Los Ángeles. Mi papá ha sido siempre muy impulsivo. Se precipita a sacar conclusiones, y luego la realidad le demuestra que todo era imaginación—: Yo, en cambio, sigo el adagio árabe que recomienda sentarse a la puerta de la casa y aguardar que pase el cadáver de nuestro enemigo.
—¿Y no sigue el de que vale más estar sentado que derecho y echado mejor que sentado? —preguntó, irónicamente, Greene.
—Lo practico a ratos —contestó César de Echagüe—. Sospecho que nadie me comprenderá; pero… —suspiró profundamente—. En fin, los hombres inteligentes no solemos ser comprendidos con facilidad.
—Eso es muy cierto —asintió Greene, divertido por la manera de ser y de hablar del hombre a quien esperaba tener por cuñado.