* * *
Por dos veces, durante el breve trayecto hasta el rancho de los Acevedo, Edmonds Greene creyó observar que alguien le seguía. Su mano se aseguró de que el revólver de seis tiros estaba en su funda y a punto de ser empuñado.
Cuando tomó el camino que conducía directamente al rancho de los Acevedo, ya no volvió a ver las sombras. Aunque convencido de que todo había sido imaginación suya, al dejar a Leonor en su casa, Edmonds, en vez de volver por el mismo sitio, tomó por el sendero que bordeaba la vieja acequia, y, guiado por aquel reflejo, alcanzó la carretera principal al norte de Los Ángeles, descendiendo a la población después de dar un largo rodeo.
Hospedábase en la Posada Internacional, cuya planta baja estaba destinada a bar o taberna, que era, al mismo tiempo, punto de reunión de cuantos llegaban a Los Ángeles, por cualquier motivo de negocios.
Dejando su caballo en manos de un palafrenero, que lo condujo a la cuadra, Greene entró en la sala de la taberna. Nervioso aún por la escena de una hora antes, acercóse al mostrador y pidió un whisky doble. No solía beber licores fuertes; pero en aquellos momentos estaba convencido de que lo necesitaba.
Mientras bebía observó la discusión entre Telesforo Cárdenas y Lukas Starr, uno de los hombres a quienes más odiaba Greene por el despojo sistemático que estaba realizando en las pequeñas propiedades de los rancheros humildes. Telesforo Cárdenas era uno de esos pobres hacendados cuyo ranchito producía escasamente para que el hombre pudiera ir viviendo.
—Te digo que si vendes te pagaré quinientos dólares en oro —decía Starr—. Es una buena suma.
—Pero, señor Lukas —protestaba Telesforo—. Yo no quiero vender. Ahora he comprado una mula. Podré trabajar mejor la tierra. Mi rancho da cada día más. La cosecha de este año me valdrá cuatrocientos dólares. Ahora cultivaré hortalizas; se venden muy bien en el pueblo. Yo no quiero vender.
—Piensa que valen más quinientos dólares que nada —advirtió Starr—. Si no aceptas por las buenas tendrás que ceder por las malas.
—¡Pero, señor Lukas! —exclamó el californiano—. ¿Por qué insiste usted en que venda?
—Porque si no vendes tendrás que ceder por la fuerza.
—Mi rancho está reconocido. Se me ha confirmado su propiedad. Los jueces americanos me dijeron que era mío. Me dieron unos papeles y me encargaron que no los perdiese, porque en ellos estaba la confirmación de que el rancho era mío, como lo fue de mi padre y de mi abuelo, que vino como soldado y porque le hirieron los indios le pagaron con esas tierras.
—Me tiene sin cuidado lo que hiciese tu abuelo —replicó Starr—. Quiero el rancho y te doy quinientos dólares por él. Si quieres evitarte disgustos, acéptalos y marcha a trabajar como peón en otro rancho.
—Pero, señor Starr, ¿por qué insiste usted tanto?
—Porque te aprecio, Telesforo. Vende o, de lo contrario, los jueces te dirán que el rancho no es tuyo y que se equivocaron al concedértelo.
Edmonds Greene avanzó hacia los que discutían.
Lukas Starr era un hombre de rostro rojizo, aspecto patibulario, manos fuertes y enormes. A su lado, Telesforo Cárdenas, menudo, débil, tembloroso, parecía un enano.
—Oiga, Starr —intervino Greene, obligando al norteamericano a volverse violentamente—. Deje tranquilo a Cárdenas. Los jueces fallaron bien su caso y…
Sus palabras fueron interrumpidas por dos detonaciones casi simultáneas. Greene lanzó un gemido de dolor y llevóse las manos al pecho, a la vez que una nube de sofocante humo de pólvora ocultaba casi a los tres hombres. Cuando se disipó, vióse a Greene de rodillas en el suelo y, junto a él, a Lukas Starr y a Telesforo Cárdenas, en cuya temblorosa mano se agitaba una pistola de dos cañones. Durante unos segundos nadie pareció comprender lo ocurrido. Luego, el ruido producido por el choque del cuerpo de Edmonds Greene sobre el entarimado semejó despertar a todos de su inacción. Lukas Starr echó mano al revólver de seis tiros que llevaba en la funda que le colgaba al cinto. Telesforo Cárdenas miró lo que sostenía su mano y al ver la pistola lanzó un chillido y soltó el arma, mientras Lukas Starr gritaba:
—¡Has matado al señor Greene!
Por un momento pareció que iba a disparar sobre él; pero luego, guardando la pistola, se precipitó sobre el californiano y le descargó dos violentos puñetazos contra el rostro, derribándole al suelo, junto a Edmonds Greene.
—¡Le ha asesinado! —exclamó—. ¡Avisad a los soldados!
Debían de haber sido ya advertidos, pues un momento después un sargento, seguido por seis soldados con fusiles y bayoneta calada, entraron en la Posada Internacional.
Unos minutos más tarde presentóse el general Clarke, quien ordenó:
—Trasladad el cadáver a la habitación que ocupaba. Y llevad al preso al Fuerte Moore, para que se le juzgue inmediatamente.
Telesforo Cárdenas, aún asombrado por lo ocurrido, que él se explicaba menos que nadie, pues jamás había poseído otra arma que un viejo mosquete propiedad de su abuelo, y al cual toda la familia profesaba un respeto rayano en la veneración y el temor, fue conducido al fuerte entre los seis soldados. Ni por un momento se atrevió a protestar declarando su inocencia. Se hallaba convencido de que los extranjeros estaban muy acertados al acusarle. Desde el momento en que ellos decían que él era un asesino, indudablemente debían estar en lo cierto.
Edmonds Greene fue conducido a su habitación. Una vez en ella, con profundo asombro por parte de todos, se comprobó que, aunque su herida era grave, no estaba muerto aún.
Fue llamado el doctor García Oviedo, cirujano del antiguo Ejército de California, que al terminar la guerra continuó civilmente su profesión en el pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles, donde trabajaba diez veces más que el doctor yanqui.
—Es un milagro —dijo, después de examinar al inconsciente herido—. Las dos balas han rozado casi el corazón. Parece imposible que una de ellas no lo haya atravesado.
Desinfectó las heridas, requirió la ayuda de varios de los clientes de la taberna, y con una destreza maravillosa extrajo una de las pesadas balas. La otra había atravesado limpiamente el cuerpo de Greene.
Durante toda la noche, el doctor permaneció junto al herido, velando su inquieto sueño y vigilando que no se produjese la temida hemorragia.
Al amanecer llegó Beatriz, acompañada de varios criados que traían finas sábanas de hilo, comida suficiente para alimentar a un regimiento y que el doctor rechazó sonriente, encargando que se cuidara mucho la limpieza y que se le avisara al menor síntoma de hemorragia.
Cuidando al herido quedaron varios criados. Beatriz regresó al rancho antes de que se levantara su padre.
Cuando don César supo lo ocurrido, su reacción fue inmediata:
—Hay que traerlo aquí —declaró—. No puede permanecer en la posada.
El doctor García Oviedo, que fue llamado para decidir sobre lo prudente o imprudente del traslado, movió la cabeza. —No sé —dijo—. Yo no lo recomendaría. Sin embargo, allí tampoco está bien. Quizá si lo trajeran en una camilla, con mucho cuidado…
—No se preocupe, doctor; mis peones lo traerán como si fuese un vaso de agua lleno hasta los bordes. Y ahora, dígame doctor, ¿cree que fue Telesforo quien le hirió?
El cirujano encogióse de hombros.
—Carece de lógica que Telesforo hiciese una cosa semejante; pero ese Lukas Starr lo puso fuera de sí. Tal vez quisiese matar a Lukas Starr y en vez de ello hirió a Greene.
—Eso demuestra lo prudente que es no entrometerse en los asuntos ajenos —declaró el joven Echagüe, interviniendo en la conversación, que había estado escuchando desde uno de los sillones—. Si Greene no hubiera querido hacer de redentor, nadie le habría metido un par de balas en el cuerpo.
—Haz el favor de callar —interrumpió don César.
Su hijo encogióse de hombros y volvió a su asiento.
—Como quieras, papá; pero no puedes negarme que tengo razón.
—¿Qué dicen los testigos? —preguntó don César.
El cirujano movió la cabeza.
—Sus declaraciones son contradictorias. Casi todos los norteamericanos que estaban en el local afirman que vieron a Cárdenas sacar la pistola y disparar sobre Greene. En cambio, los californiano declaran que Cárdenas no llevaba ningún arma encima y que el disparo lo hizo uno de los hombres de Lukas, que se encontraba detrás de Telesforo mientras éste discutía con Starr.
—Entonces…, quizás el cómplice de Starr trató de matar a su jefe —sugirió don César.
—Eres ingenuo, papá… —dijo, desde el sillón, César—. Lo más lógico es suponer que quisieran matar a Greene y cargarle las culpas a Cárdenas.
—Pero ¿cómo iban a suponer que el señor Greene llegaría tan oportunamente para sus planes? —preguntó el médico.
César de Echagüe encogióse de hombros. Durante unos momentos su atención pareció vagar por el limbo. Luego volviendo a la tierra, contestó:
—Con que alguien que le viera llegar avisase a Lukas, había bastante. Si Greene se hospedaba en la Posada Internacional, era lógico que pasara por la taberna que ocupa toda la planta baja. Y oyendo discutir a un californiano a quien se amenaza con despojar de lo que es suyo también era lógico suponer que un hombre que tanto admira a los que llevamos sangre californiana en las venas acudiera en defensa de la víctima propiciatoria.
—Entonces…, eso sería un plan preconcebido —gruñó el doctor García Oviedo—. No me parece mal supuesto, señor Echagüe. Creo que ha dado usted en el clavo, aunque no comprendo quién puede haber tramado una cosa semejante.
—Yo sospecharía de ese Starr, y si alguien le apoya… ¿Quién le apoya, papá?
—Es amigo del general Clarke —replicó, casi contra su voluntad, don César.
—Entonces yo sospecharía del general Clarke. Por cierto, ¿qué ha sido de nuestro buen Telesforo?
—Está detenido y mañana o pasado le juzgarán.
—¿Por qué no le han juzgado ya? —preguntó César.
—Porque esperan a que el señor Greene muera o se cure.
—¿Para pedirle pena de muerte o no? —inquirió el joven.
—No; en realidad, de todas formas, lo condenarán a muerte; pero si el señor Greene muriese, lo fusilarían, y si no muere, lo ahorcarán.
—¿Y por qué la diferencia?
—No sé. Dicen que si se trata de un asesinato, interviene el fuero militar, y si sólo es un atentado contra un representante del Gobierno, interviene el fuero civil. En el primer caso lo fusilan los soldados. En el segundo, lo ahorcan unos cuantos paisanos que se ofrezcan voluntariamente.
—Pero si lo juzgan civilmente, el juez, que es californiano, no le condenará.
—No, de todas formas lo juzgará un tribunal militar; pero si se trata sólo de un intento de asesinato, el tribunal militar, después de condenarlo a muerte, se lo cederá al sheriff de Los Ángeles para que se encargue de eliminarlo.
—No lo entiendo —suspiró el joven—. Debe de ser una cosa muy lógica. Pero si pensáis traer aquí a mi futuro cuñado quizá fuera conveniente que os hicierais rodear por un grupo bastante numeroso de jinetes. Pudiera ser que mientras vosotros lleváis al herido como si fuera uní copa llena de agua, a alguien se le desboque a tiempo el caballo y se precipite encima de la camilla y el vaso de agua se vierta por completo y, además, se rompa.
El doctor miró, asombrado, al joven. Luego se volvió al dueño de la casa y declaró:
—Usted, don César, podrá creer que su hijo es tonto; pero yo opino que, de todos los californianos, es el más sagaz.
Ahogando un bostezo, César de Echagüe, replicó:
—No pierda el tiempo tratando de convencer a papá, doctor. Él cree firmemente que soy algo así como un mulato en una familia de rubios. Si no fuese porque no puede dudar de mamá y porque me parezco al abuelo, declararía que no soy hijo suyo.
—¡Calla! —ordenó don César—. No aumentes con tu desvergüenza el dolor que me produce el ver cómo te portas. Espero que, al menos, acompañarás a tu hermana a recoger al señor Greene.
—Es una tontería que me moleste pero, si crees que de esa forma puedo hacer algo, iré con Beatriz.
Poniéndose en pie, se desperezó y llamó:
—¡Julián!
El criado entró al momento.
—Oye —pidió César—. ¿Ha llegado ya el caballo de que me hablaste?
Julián dirigió una inquieta mirada hacia don César.
—Sí, señorito —murmuró—. Llegó esta mañana.
—¿Y crees que no le habrá picado ninguna mosca mala?
—Sigue tan manso como puede serlo un animal tan viejo.
—¿De qué caballo hablas? —preguntó don César.
—De Lucero, mi amo.
—¿Y qué vas a hacer con él?
—Niño César lo quiere montar.
El anciano volvióse hacia su hijo.
—¿Es que deseas aumentar mi ridículo presentándote en el pueblo montado en semejante animal?
César de Echagüe encogióse cansadamente de hombros.
—Yo preferiría ir en carretilla; pero Julián me dijo que Lucero aún estaba vivo y que ni pinchado por todas las espuelas del mundo es capaz de arrancar al trote. Tratándose de ir en busca del señor Greene es conveniente que todos montemos caballos mansos.
—¡Pero montar el caballo que ya era viejo cuando tu hermana aprendió a cabalgar…! En fin: —don César encogióse también de hombros—. No vale la pena discutir contigo.
—Déjele —aconsejó el médico—. Al fin y al cabo es preferible que le vean montando a Lucero que tendido en una carreta llena de paja.
Suspirando muy hondo, César replicó:
—Ése era mi ideal; pero lo han echado por tierra. Anda, Julián, ponle a Lucero una silla bien cómoda y dale de comer; no vaya a suceder que por llegar antes a la cuadra se le ocurra emprender el trote.
El general Clarke fumaba un negro, largo y retorcido cigarro, más parecido a un sarmiento untado de brea que a un producto de las vegas virginianas.
Frente a él, acomodado en un sillón, con los pies sobre el escritorio, Lukas Starr fumaba un cigarro hermano del que convertía en maloliente humo el general.
—Salió bien la cosa; pero no todo lo bien que debía haber salido —decía Clarke.
Starr lanzó al techo una columna de apestoso humo.
—Mi hombre disparó perfectamente. El doctor dijo que fue un milagro que una de las dos balas no perforase el corazón.
—Pero el milagro se ha producido —refunfuñó Clarke—. Y Greene sigue con vida. Hay que hacer algo. Por eso te llamé, en vez de confiar en Charlie MacAdams.