—Veo que prefiere la lucha, señor Greene —sonrió Clarke—. No me importa. Tengo mis ideas y sé que la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos me apoyan.
—Quizá —sonrió Greene—; pero le prevengo que en el momento en que estalle la rebelión enviaré un informe a Washington recordando que ya advertí al Congreso y a usted de lo que sucedería si la revisión de los títulos de propiedad se llevaba a cabo como se pretende. De esa forma el Gobierno sabrá a quién debe acusar de las muertes que se produzcan.
—Puede hacerlo, señor Greene; pero tenga cuidado. Si una voz norteamericana se levanta para incitar a los residentes españoles y mejicanos contra la Unión, no vacilaré en acallar esa voz con la descarga de un piquete de ejecución.
—¿Me amenaza con el plomo, si no acepto el oro de la complicidad?
Clarke se encogió de hombros.
—No amenazo, señor Greene. Me limito a prevenir. Simplemente prevenir. Con ello no creo perjudicar a mi patria.
—Perfectamente, general… Puede seguir por el camino emprendido. Llegará lejos. La historia de California ennoblecerá a fray Junípero Serra, al padre Kino, a Gálvez, a Felipe de Nevé, a Alvarado, a cuantos han hecho algo por esa tierra; pero del general Clarke sólo hablarán para ponerlo en la picota, para presentarlo como…
—Como un hombre práctico, señor Greene. Los idealistas no han hecho nunca nada.
—Es verdad. Los hombres prácticos se alejaron de Colón cuando quiso llegar a las Indias. Los hombres prácticos midieron las fuerzas de Inglaterra y las de nuestro primer presidente, y optaron por la todopoderosa Inglaterra, dejando a Washington con un puñado de idealistas. Tiene usted razón. A los idealistas se les desprecia. En cambio, el mundo está lleno de monumentos levantados a los hombres prácticos como usted.
Y volviendo violentamente la espalda, Edmonds Greene abandonó la estancia, seguido por una mirada cargada de odio que le dirigió el general Clarke, el héroe de la toma del Pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles.
Al quedar solo, Clarke paseó nerviosamente por la estancia, meditando lo que debía hacer y sin tomar ninguna decisión definitiva.
Por fin dio una voz y entró su asistente, Charlie MacAdams, que había encontrado en el servicio de las armas un refugio contra la enfurecida Ley, a la cual MacAdams violó excesivas veces.
—A sus órdenes, mi general —saludó.
—Oye, Charlie —contestó Clarke—. Tenemos que hablar. Sé que eres un canalla y que mereces la horca. ¿No es cierto?
Charlie MacAdams sonrió ampliamente.
—Sí, mi genera! —replicó.
—Sospecho que debería castigarte.
—Desde luego, mi general —admitió MacAdams, acentuando su sonrisa.
—Pero no lo haré —prosiguió Clarke.
—Gracias, mi general.
—Sin embargo, debes hacer algo por mí. Es justo que pagues un favor con otro favor.
—Desde luego, mi general.
Esta vez la sonrisa de Charlie MacAdams expresó claramente que las palabras de Clarke no le sorprendían. Al fin y al cabo, MacAdams también asistió a la toma del pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles y, por decirlo vulgarmente, «sabía de qué pie cojeaba» su jefe.
—Hace un momento —empezó Clarke— ha salido de aquí el señor Edmonds Greene. ¿Le profesas alguna simpatía?
—Ninguna, mi general.
—Le han enviado a California para que ponga un poco de orden y termine con lo que en Washington llaman despojo de los californianos.
—Una pretensión muy injusta —declaró MacAdams.
—Y reñida con la buena lógica.
—Desde luego, mi general.
—Yo he tratado de convencerle de que debía dejar las cosas tal como están. Precisamente estamos examinando la petición de registro de los Echagüe.
—Propietarios de un rancho de mil acres —sonrió MacAdams.
—En efecto. El rancho de San Antonio. El mayor de esta región. Un verdadero imperio. No se puede tolerar que por el simple hecho de que un César de Echagüe acompañara a los capitanes Rivera y Moncada en la fundación de Los Ángeles, se le premiase con la mejor tierra de estos lugares. Precisamente esa tierra, o mejor dicho, ese rancho, lo reclama un buen amigo mío, Lukas Starr, que, por cierto, te conoce. No sé si sus títulos de propiedad son lo bastante claros; pero, desde luego, no lo son mucho más los que presenta el viejo Echagüe, hijo del César de Echagüe de quien te he hablado. Sospecho que el señor Greene, que profesa una amistad excesiva a los Echagüe, se opondrá con toda su fuerza a que la tierra de San Antonio vuelva a sus legítimos dueños, o sea los norteamericanos que la han conquistado. Sería una verdadera lástima que por la interferencia de ese Greene se estropeara el negocio de mi amigo Starr…
—Puede ocurrir un afortunado accidente… —insinuó MacAdams—. No sería el primero que ha resuelto una situación que parecía imposible de resolver.
—¿Un accidente? —repitió Clarke. Se frotó la barbilla y repitió otra vez—: Un accidente. Sí…, puede ocurrir un desgraciado accidente al señor Greene. Un accidente que todos lamentaríamos… Sí, lo lamentaríamos de tal forma que te ruego encarecidamente… No, no te lo ruego, Charlie, te lo ordeno.
—¿Qué ordena, mi general?
—Que reúnas una guardia secreta, o sea un grupo de hombres audaces, hábiles tiradores, decididos, que no pierdan de vista al señor Greene y le protejan de todo mal. No quiero que sobre mi conciencia pese el dolor y el remordimiento de un accidente del que haya sido víctima nuestro querido señor Greene. ¿Comprendes?
—Desde luego. Creo que con unos diez hombres habrá bastante.
—Si son de confianza, sí.
—Hará falta dinero. Unos doscientos o trescientos dólares para cada uno.
—¿Tendrás bastante con tres mil dólares? —preguntó Clarke.
—Yo pondría cinco mil.
—Cuatro mil es más que suficiente.
—De momento, tal vez —sonrió MacAdams.
—Toma.
Clarke abrió un cajón, y de una caja de acero que abrió con una llave sacó ochenta monedas de oro de cincuenta dólares. Tendiéndoselas a MacAdams, advirtió:
—Si al señor Greene le ocurriera cualquier desgracia, no te presentes a mí.
—Puede estar tranquilo, mi general —replicó MacAdams—. Si algo le ocurre al señor Greene, no será, precisamente, un accidente.
—Te advierto que si al señor Greene le ocurriese algo sería implacable con aquel sobre quien recayera alguna culpa.
—Sólo algún californiano podría tener interés en hacer daño al representante del Gobierno de Washington.
—Efectivamente. Sólo un californiano, gente desagradecida e inútil, podría matar al señor Edmonds Greene.
—En cuyo caso…
—Las autoridades militares serían implacables. Un juicio sumarísimo y la horca ante el pueblo.
—Mi general tiene razón. Sólo mostrándonos implacables con estos cochinos californianos podremos imponer nuestra sacrosanta Justicia.
—La Justicia que los Padres de la Patria crearon para todo el pueblo de los Estados Unidos.
Por un momento los dos hombres sonrieron. Luego, el general indicó:
—Puedes retirarte, Charlie.
—A sus órdenes, mi general.
Volvió Clarke a quedar solo y volvió a pasear, pensativo, por la estancia. Al fin se sentó a su mesa de trabajo, abrió un cajón, sacó papel de cartas y, humedeciendo la pluma de ave en el tintero, empezó a escribir.
Pueblo de los Ángeles, 15 de diciembre de 1851.
Al Excelentísimo señor Secretario de la Guerra.
Creo un deber advertir a Vuecencia que la llegada del señor Edmonds Greene, delegado por el Gobierno en este territorio, ha sido acogida muy desfavorablemente por la población indígena, especialmente por la de raza blanca. Temo que pueda ocurrirle algún accidente y he dado orden a mis soldados de proteger a dicho señor Greene. Sin embargo, como el delegado del Gobierno insiste en pasear por los barrios indígenas para estudiar los verdaderos motivos de queja que contra nuestra paternal dominación pudieran tener los habitantes de esta población, el peligro a que se expone es constante y quizá ni la guardia que le he concedido sin que él lo supiera podrá salvarle, ya que, por tratarse de un paso dado en secreto y sin la conformidad del señor Edmonds Greene, los vigilantes tienen que ir apartados de él, pues, de lo contrario, si llegase a saber que le protejo, me haría retirar los hombres que cuidan de su seguridad. Las calles están llenas de descontentos, miembros del antiguo ejército californiano, y un disparo a quemarropa o una puñalada a traición podrían terminar con la vida de nuestro querido señor Greene. De todas formas haré lo imposible por protegerle y espero que mis medidas serán coronadas por el deseado éxito…
La carta continuó largamente, tratando de otros y variados asuntos; pero lo principal de ella estaba al principio.
En las orillas del río Porciúncula, un numeroso grupo de gente aguardaba. No era un desembarcadero ideal; pero resultaba el mejor de que podía disponerse en Los Ángeles. El buque esperado había sido visto al amanecer y no tardaría mucho en llegar. Procedía de La Paz y traía, como pasajero más importante, al tercer César de Echagüe. En la familia de los Echagüe, el nombre de César había figurado siempre; pero como esto había ocurrido en la dinastía española, en California se llamaba al nieto del fundador el tercer Echagüe. Al fin y al cabo era el tercero de la dinastía californiana, y allí nadie tenía en cuenta que la familia Echagüe hubiese adquirido títulos de nobleza en la batalla de Calatañazor. Sólo se sabía que los Echagüe eran muy nobles, cosa que se advertía con sólo mirar al viejo César, erguido, firme y recio como una espada toledana. En cambio, los que recordaban al César tercero movían la cabeza y pronosticaban muchos males para la casa de Echagüe.
—La culpa la tuvo su madre —solían decir los mejor intencionados—. Quería una hija, y hasta que la tuvo trató a su hijo como a una niña. Y luego, también.
Cesar de Echagüe había horrorizado a todo el mundo con sus largas melenas, con su sonrisa tímida, con el cuidado que ponía en no pisar los infinitos charcos de agua y fango que se interponían en su camino. Había sido un niño desesperante. Al fin, el viejo César lo envió a Méjico y de allí a Cuba, para que aprendiese a ser hombre. A los veinticinco años, después de larga ausencia, César de Echagüe volvía con los suyos. ¿Cómo? Desde don César hasta el último peón, todos se hacían esta pregunta. Pero la curiosidad principal estaba en Edmonds Greene, novio casi desconocido de Beatriz de Echagüe, hermana del César que iba a llegar, dieciocho años llenos de sol, de belleza y de ese encanto que las españolas arrebataron a las moras y que, a su vez, cedieron a las mejicanas. Acostumbrado a las pálidas misses de Washington y Nueva York, no resulta extraño que Edmonds Greene se sintiese atraído por Beatriz. Tampoco es extraño que en unas tierras donde los yanquis eran tenidos por el exponente máximo de la incultura e incorrección, Greene destacara lo suficiente para que Beatriz se fijara en él. Y como se vivían tiempos de grandes cambios y, además, Greene habíase demostrado un gran amigo de los californianos, cuyo idioma hablaba a la perfección, tampoco tiene nada de extraño que el viejo don César consintiera un noviazgo que treinta años antes se hubiera considerado incorrecto y deshonroso. El único pero que opuso fue el de la religión; pero al saber que por su permanencia en Alicante y luego en Malta, Edmonds profesaba la religión católica, el caballero se dio por satisfecho.
Otra de las personas que esperaban llenas de curiosidad era Leonor de Acevedo.
Los Acevedo sólo eran superados en riqueza y poderío por los Echagüe. Leonor era hija única y, por lo tanto, heredera del patrimonio de sus padres. Éstos decidieron, desde que se convencieron de que no podían esperar otro heredero mejor, que Leonor y César se unieran. Al hacerlo se unían dos sangres a cuál más noble, dos fortunas a cuál mayor, y se aseguraba a los futuros Echagüe Acevedo una fortuna inmensa, que admitiría infinitas divisiones.
Leonor de Acevedo era casi alta, de cabello negrísimo, epidermis levemente bronceada, ojos grandes y expresivos, boca pequeña, nariz fina, rostro ovalado y brazos perfectamente formados. Lo demás, oculto por el rico traje, debía de corresponder, forzosamente, a la belleza que se dejaba al descubierto.
Educada a la antigua, Leonor no soñaba ni remotamente en desobedecer a sus padres. El autor de sus días había muerto unos años antes. Su madre era enérgica…, tan enérgica que se impuso a la Comisión que debía reconocer la legalidad de los títulos de propiedad de los hacendados, y no sólo obtuvo el reconocimiento de sus tierras, sino que incluso las aumentó en varios acres más, ya que al hacer la demanda, temiendo que cercenaran en algo sus fincas, declaró poseer más de lo que tenia. Claro que malas lenguas afirmaban que la pasión del general Clarke por la bella Leonor no era ajena a la sumisión de los comisionados. No obstante, era indudable que la energía de la madre pesó mucho en la Comisión.
A pesar de que Leonor, como decimos, no soñaba en desobedecer las últimas órdenes de su padre, y su madre tampoco se lo hubiera permitido, su curiosidad por ver en qué se había convertido el joven César era muy grande y muy justificada. Cuando César y ella jugaban juntos se profesaban un odio tan mortal que difícilmente se puede imaginar. Leonor era una muchacha para quien la audacia era el ideal supremo. «No subas a ese árbol», le había dicho una tarde su madre, al verla ante una vieja higuera. Diez minutos después Leonor caía de lo alto de la higuera, al partirse una rama que ella había juzgado bastante fuerte. No se abrió la cabeza porque ese Ángel de la Guarda que indudablemente protege a los niños debió de tomarla en brazos. Habíase peleado con todos los muchachos de su edad, y aún mayores; tiró a una acequia al que debía ser su novio, le insultó por su cobardía, lo despreció infinidad de veces por preferir la lectura a la acción, los sueños a las realidades. Cuando marchó hacia La Paz le había dicho: «¡Ojalá se hunda el barco y se te coman los caimanes!». No estaba muy segura de si los caimanes eran peces de mar o de río; pero, en cambio, estaba convencidísima de que deseaba el total exterminio de César de Echagüe.
Pero César, como esos seres débiles que hallan la fuerza en su propia debilidad —recordemos, si no, la fábula de la caña y el roble—, había sobrevivido a la travesía, a la revolución con que fue recibido en Méjico, a la travesía del Caribe, a las fiebres cubanas y a su propia estupidez. Y ahora, dentro de unos minutos, iba a desembarcar.