Read El discípulo de la Fuerza Oscura Online
Authors: Kevin J. Anderson
—Bueno, eso quiere decir que mis estudiantes están empezando a hacer progresos —dijo Luke asintiendo con la cabeza—. ¿Y qué hay de ti, Wedge? ¿Piensas pasar el resto de tu vida haciendo de camionero?
Wedge sonrió, y después arrojó el casco rampa arriba con un veloz giro de la muñeca haciéndolo desaparecer en el compartimiento de pilotaje. El casco rodó ruidosamente por el suelo.
—No. De hecho, he venido aquí porque tengo un nuevo trabajo y no tendré ocasión de volver a verte durante algún tiempo. El Consejo de la Nueva República piensa que la doctora Qwi Xux puede correr un cierto peligro de ser espiada. La almirante Daala sigue acechando en algún lugar del espacio con su flotilla de Destructores Estelares, y tengo el presentimiento de que empezará a destruir planetas al azar en cualquier momento lanzando ataques por sorpresa. Quizá intente recuperar a Qwi.
Luke asintió con expresión preocupada. Qwi Xux había sido la científico de mayor valía con que contaba la institución de investigación imperial de la que había escapado Han Solo..., con la ayuda de Qwi.
—E incluso suponiendo que la almirante Daala no quiera recuperar a la doctora Xux, estoy seguro de que habrá alguien más que quiera contar con sus servicios.
—Sí —dijo Wedge—, y por eso me han nombrado escolta y guardaespaldas personal suyo. El Consejo todavía no ha decidido qué hacer con el
Triturador de Soles
capturado por Han. —Wedge suspiró—. Lo que te he contado sólo es una pequeña parte de lo que ha estado ocurriendo últimamente en Coruscant, desde luego.
Luke volvió la mirada hacia Gantoris y Streen, que continuaban vaciando la bodega de carga y atravesaban el claro para depositar las cajas y bultos en la fría penumbra del hangar vacío. Un instante después Erredós salió del templo con un zumbido de servomotores, seguido por dos estudiantes.
—Oyéndote hablar se diría que ahora necesitáis a los nuevos Caballeros Jedi más que nunca, ¿verdad? —preguntó Luke.
Wedge se mostró totalmente de acuerdo con él.
—Más de lo que te puedes llegar a imaginar...
Leia Organa Solo estaba empezando a desear llegar al final del largo viaje en el caza B expandido mientras permanecía inmóvil y en silencio al lado del almirante Ackbar. Los dos estaban sentados en la pequeña cabina que olía a metal mientras la nave avanzaba a toda velocidad por el hiperespacio.
Ser Ministra de Estado mantenía a Leia en un estado de actividad incesante que la obligaba a ir de un acontecimiento diplomático a una recepción en una embajada, y de allí a remediar una emergencia política. Leia saltaba obedientemente de un punto a otro de la galaxia apagando incendios y ayudando a Mon Mothma a mantener unida una frágil alianza en el vacío que había dejado la caída del Imperio.
Leia ya había repasado docenas de veces los hologramas de referencia básica del planeta Vórtice, pero no lograba concentrarse en el Concierto de los Vientos al que se disponía a asistir. Los deberes diplomáticos la mantenían alejada de Coruscant durante un tiempo excesivo, y Leia aprovechaba los momentos de tranquilidad para pensar en su esposo Han y en Jacen y Jaina, sus gemelos. Llevaba demasiado tiempo sin sostener en los brazos al pequeño Anakin, quien seguía viviendo en el aislamiento protector de Anoth, el planeta secreto.
Parecía como si cada vez que Leia intentaba pasar una semana, un día o incluso una hora a solas con su familia, hubiera algo que la interrumpía. Leia se enfurecía cada vez que eso ocurría, pero no podía mostrar sus auténticos sentimientos porque las exigencias de la política la obligaban a llevar una máscara de impasibilidad.
Cuando era más joven, Leia había dedicado toda su vida a la Rebelión. Había trabajado entre bastidores en su calidad de princesa de Alderaan y como hija del senador Bail Organa, y se había enfrentado a Darth Vader y al Imperio, y más recientemente, al Gran Almirante Thrawn. Pero de eso ya hacía mucho tiempo, y últimamente había empezado a sentirse desgarrada entre sus deberes como Ministra de Estado y sus deberes como esposa de Han Solo y madre de tres hijos. Una vez más, Leia acababa de permitir que la Nueva República tuviera preferencia sobre su familia.
El almirante Ackbar movió con fluidez sus manos de anfibio, manipulando varias palancas de control en su asiento de la cabina de pilotaje al lado de Leia.
—Vamos a salir del hiperespacio —dijo con su voz ronca y gutural.
El alienígena de piel color rosa salmón parecía estar muy cómodo y a gusto dentro de su uniforme blanco. Ackbar hizo girar sus gigantescos ojos vidriosos de un lado a otro como si quisiera abarcar hasta el último detalle de su nave. Leia no le había visto dar muestras de la más mínima inquietud ni una sola vez durante todas las horas que había durado su viaje.
Ackbar y el resto de habitantes del planeta acuático Calamari habían sufrido mucho bajo la bota de hierro del Imperio. Habían aprendido a guardar silencio sin dejar de prestar atención a cada detalle, y también habían aprendido a tomar sus propias decisiones y cómo actuar después para llevarlas a la práctica. Ackbar había sido un leal miembro de la Rebelión, y había jugado un papel decisivo en el proceso de desarrollo de los cazas B que habían hecho tantos estragos entre los escuadrones de los cazas TIE imperiales.
Leia le observó pilotar el caza modificado, un aparato de aspecto no muy maniobrable, y pensó que Ackbar parecía formar parte de aquella nave que daba la impresión de ser toda alas y torretas turboláser instaladas alrededor de una carlinga doble. La dotación de calamarianos de Ackbar, unos alienígenas parecidos a peces que obedecían diligentemente las órdenes de Terpfen, su astromecánico jefe, había expandido el antiguo monoplaza convirtiéndolo en la lanzadera diplomática personal de Ackbar y había añadido un asiento de pasaje.
Leia volvió la mirada hacia la cúpula de las ventanillas de la carlinga y vio cómo los nudos multicolores del hiperespacio se disipaban y eran sustituidos por un panorama tachonado de estrellas. Los motores subluminícos entraron en acción, y el caza B avanzó a toda velocidad hacia el planeta Vórtice.
La tela del uniforme de gala de Leia se le pegaba a la piel con un roce desagradablemente húmedo, y trató de ajustar los pliegues para estar un poco más cómoda. Ackbar seguía concentrado en la maniobra de aproximación al planeta, y Leia sacó su cuaderno de datos de un bolsillo y colocó la delgada placa plateada sobre su regazo.
—Es precioso —dijo mientras contemplaba el planeta que se extendía por debajo de ellos.
La bola azul y gris metálico flotaba en el espacio, un orbe solitario carente de lunas. Su atmósfera mostraba los complejos bordados de muchos bancos de nubes y sistemas de tormentas, y también se podían distinguir las espirales de nubes lanzadas a toda velocidad que se arremolinaban formando huracanes terriblemente potentes.
Leia no había olvidado los datos astronómicos referentes al planeta que le habían proporcionado. La pronunciada inclinación del eje planetario producía severos cambios estacionales. Al comienzo del invierno, los gases atmosféricos que se congelaban daban como resultado la rápida formación de un enorme casquete polar. La repentina caída en la presión causaba inmensas corrientes de aire en un efecto muy parecido al de un torrente que se precipitara por un desagüe, y las nubes y el vapor salían disparados en dirección sur con la potencia de un ariete para llenar la zona vacía en la que se había solidificado la atmósfera.
Los vors, humanoides de huesos huecos con un conjunto de alas tan delicadas que parecían hechas de encaje en la espalda, pasaban la estación de las tormentas en el suelo, refugiados en moradas semisubterráneas que asomaban de la superficie formando promontorios redondeados. Pero los vors también conmemoraban la llegada de los vientos, y lo hacían con una celebración cultural que había llegado a ser conocida en toda la galaxia.
Leia decidió repasar los detalles una vez más antes de que descendieran y empezara la recepción diplomática, y rozó los iconos incrustados en el marco de mármol sintético de su cuaderno de datos. La Ministra de Estado de la Nueva República no podía permitirse el lujo de dar ningún traspiés político.
Una imagen traslúcida apareció entre un centelleo iridiscente y fue aumentando de tamaño y emergiendo de la pantalla plateada hasta convertirse en una proyección miniaturizada de la Catedral de los Vientos. Los vors habían construido una enorme estructura etérea que había desafiado los vendavales huracanados que hacían estragos a través de su atmósfera y había resistido los terribles vientos tempestuosos durante siglos. Delicada e increíblemente compleja, la Catedral de los Vientos brotaba del suelo como un castillo hecho con cristales delgados como cáscaras de huevo. Miles de pasarelas serpenteaban a través de las cámaras huecas, las torretas y los pináculos. La luz del sol caía sobre la estructura con un sinfín de destellos, reflejando los campos ondulantes de pastizales agitados por el viento que se extendían sobre las llanuras circundantes.
Al comienzo de la estación de las tormentas, las ráfagas de viento entraban por millares de aberturas de distintos tamaños practicadas en los delicados muros y creaban una música melancólica e impregnada de ecos al deslizarse por conductos de varios diámetros.
La música del viento nunca llegaba a repetirse del todo, y los vors sólo permitían que su catedral la crease una vez al año. Durante el concierto, miles de vors entraban volando en los pináculos y conductos del viento o trepaban hasta ellos, abriendo y cerrando las válvulas atmosféricas para dar forma a la música igual que si fuese una escultura, una obra de arte creada por los sistemas climatológicos del planeta de las tormentas y la raza que lo habitaba.
Leia fue pasando archivos en el cuaderno holográfico. La música de los vientos llevaba décadas sin ser oída, y no había sonado desde que el senador Palpatine anunció la instauración de su Nuevo Orden y se autodeclaró Emperador. Los vors se habían opuesto a los excesos imperiales, y habían sellado los orificios de su catedral negándose a permitir que creara música para nadie.
Pero aquella estación de los vientos los vors habían invitado a representantes de la Nueva República a que vinieran a escuchar la música.
Ackbar abrió un canal de comunicaciones y acercó su rostro de pez al receptor vocal. Leia vio cómo las diminutas protuberancias sensoras que rodeaban su boca se iban moviendo mientras hablaba.
—Pista de descenso de la Catedral de Vórtice, aquí el almirante Ackbar —dijo el calamariano—. Estamos en órbita, y nos aproximamos a su posición.
La voz de un vor surgió de la rejilla, un seco canturreo que hacía pensar en dos ramitas frotándose la una con la otra.
—Lanzadera de la Nueva República, estamos transmitiendo coordenadas de descenso que toman en consideración la fuerza del viento y los sistemas de tormenta que se hallan en su trayectoria de bajada. Nuestras turbulencias atmosféricas son totalmente impredecibles y bastante peligrosas. Le rogamos que siga las instrucciones con toda exactitud.
—Entendido. —Ackbar se reclinó en su asiento. Sus grandes omóplatos rozaron los surcos acolchados del respaldo, y cruzó las tiras del arnés de seguridad sobre su pecho—. Será mejor que te pongas el arnés, Leia —dijo—. Creo que vamos a tener un descenso un poquito movido.
Leia apagó su holocuaderno y lo guardó en el compartimiento lateral de su asiento. Después se puso el arnés, sintiéndose aprisionada por las tiras, y tragó una honda bocanada del aire reciclado que olía a rancio. La sombra casi imperceptible de olor a pescado que flotaba en la atmósfera de la carlinga indicaba que el calamariano estaba un poco preocupado.
Ackbar guió su caza B hacia la atmósfera repleta de torbellinos del planeta Vórtice, yendo directamente hacia los sistemas de tormentas sin apartar la mirada de ellos ni un instante.
Ackbar sabía que los humanos eran incapaces de leer expresiones en los rostros calamarianos, y esperaba que Leia no se diera cuenta de lo nervioso que le ponía tener que volar a través de una climatología tan infernal.
Leia no sabía que Ackbar se había ofrecido como voluntario para aquella misión porque pilotar la nave que transportaría a una personalidad tan destacada como la Ministra de Estado era una tarea tan delicada que sólo confiaba en él mismo para llevarla a cabo, y no había ningún vehículo que le inspirase más confianza que su caza B personal.
Ackbar hizo girar sus ojos marrones hacia adelante para observar las capas de nubes que se estaban aproximando rápidamente a ellos. La nave se abrió paso a través de los estratos exteriores de atmósfera, y entró velozmente en las turbulencias. Los afilados bordes de las alas del caza hendieron el aire y dejaron una estela de viento detrás de ellas. Los bordes de las alas no tardaron en ponerse de un color rojo cereza debido a la fricción causada por el veloz descenso.
Ackbar sujetaba firmemente los controles con sus manos-aletas, concentrado al máximo para reaccionar deprisa, tomar decisiones en fracciones de segundo y asegurarse de que todo funcionaba correctamente. Aquel descenso no era de los que permitían errores. Movió su ojo derecho hacia abajo para examinar las coordenadas de descenso que había transmitido el técnico vor.
La nave empezó a vibrar y temblar. Ackbar sintió que el estómago le daba un vuelco cuando una corriente de aire ascendente surgió de la nada y los arrastró varios centenares de metros hacia arriba, dejándolos caer después en un pronunciado picado hasta que el calamariano consiguió recuperar el control del aparato. Los puños impalpables de las nubes golpeaban las mirillas de transpariacero, dejando regueros de humedad condensada que se desplegaban rápidamente hasta evaporarse.
Ackbar hizo un barrido de los paneles de control con su ojo izquierdo y verificó las lecturas. No había ninguna luz roja. Su ojo derecho retrocedió un poco para lanzar una rápida mirada de soslayo a Leia, que permanecía rígidamente inmóvil y silenciosa, unida a su asiento por las tiras negras del arnés. Sus ojos oscuros parecían casi tan enormes como los de un habitante de Mon Calamari, pero había ido apretando los labios hasta que formaron una delgada línea blanca. Parecía un poco asustada, pero tenía una confianza tan grande en las capacidades como piloto de Ackbar que no se atrevía a dejarlo traslucir. Hasta el momento Leia no había dicho ni una palabra por temor a que eso pudiera distraerle.