Read El hombre que quería ser feliz Online

Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Ensayo, #Autoayuda

El hombre que quería ser feliz (12 page)

—Es muy posible. Los animales suelen manifestar un amor incondicional por sus dueños, y este afecto puede ayudarles considerablemente. ¿Sabe? Se están empezando a llevar a cabo experimentos científicos sobre el amor, y se han descubierto cosas extraordinarias. En una universidad americana científicos que cultivaban células cancerígenas en una placa de Petri tuvieron la idea de traer a estudiantes (en Estados Unidos se les suele utilizar como cobayas) al laboratorio. Se les reunió alrededor de la placa y se les pidió que «enviaran amor» a las células cancerígenas. Los estudiantes lo hicieron y los investigadores comprobaron científicamente que las células sufrían una regresión. No han sido capaces de explicar el fenómeno, ni tampoco de decir cómo lo hicieron los estudiantes para «enviar amor», pero el resultado está ahí, indiscutible: las células han sufrido una regresión.

—¡Qué locura!

—Sí. El amor tiene sin lugar a dudas numerosos efectos que estamos comenzando a descubrir. Sin embargo, la mayoría de los científicos no son muy aficionados a este tipo de experimentos porque detestan poner en evidencia fenómenos que no son capaces de explicar. Hay que reconocer que es frustrante, si nos ponemos en su lugar. Yo, que ahora estoy solo en mi vida, estoy convencido de que el amor es la solución a la mayoría de los problemas que los seres humanos tienen en su existencia. Puede parecer una idea simple y convencional, y sin embargo casi nadie la pone en práctica, porque es muy difícil amar.

—Digamos que hay gente a la que no apetece mucho amar. A veces, tengo la sensación de que hay algunos que hacen todo lo posible para que no se les quiera.

—Hay gente que es mala porque no se aman a sí mismos. Otros son dañinos para los demás porque han sufrido mucho y se lo quieren hacer pagar a la Tierra entera. A algunos les han defraudado en algún momento de su vida y creen protegerse con una actitud desagradable. Otros se han llevado tal decepción con algunas personas que cierran su corazón diciéndose que, si ya no esperan nada de los demás, en el futuro nadie les volverá a defraudar. Los hay que son egoístas porque están convencidos de que todo el mundo lo es, y creen que serán más felices si se ponen por delante de los demás. El punto común entre toda esta gente es que, si les amas, les sorprendes, porque es algo que no se lo esperan. La mayoría no se lo creerá al principio, tan extraño les parecerá todo. Pero si perseveras y se lo demuestras, por ejemplo con actos gratuitos, puedes conmocionar su forma de ver el mundo y, por consiguiente, sus relaciones contigo.

—Quiero pensar así, pero no resulta fácil acercarse a ese tipo de personas teniendo sentimientos positivos hacia ellos.

—Le será más sencillo si sabe que otro rasgo común en toda esta gente es que, a pesar de todo, siempre existe una intención positiva detrás de cada uno de sus actos. Ellos creen que lo que hacen es lo mejor que se puede hacer, o incluso la única cosa posible. Por eso, aunque su proceder es criticable, lo que motiva su comportamiento es bastante comprensible. Para poder amar a una persona así, distíngala de sus actos. Dígase que, a pesar de su actitud detestable, en alguna parte en lo más profundo de ella, quizás muy enterrado y sin que ella misma lo sepa, existe algo bueno. Si consigue percibir y valorar este elemento positivo, ayudará a esta persona a entrar en contacto con esta pequeña parte de sí misma. ¿Sabe qué? El amor es la mejor forma de conseguir un cambio en los demás. Si se dirige a alguien reprochándole su conducta, le está incitando a parapetarse en sus posturas y a no escuchar sus argumentos. Al sentirse rechazado, se opondrá a las ideas que usted le ofrece. Si, por el contrario, se dirige a él convencido de que, incluso si lo que hace o dice es desastroso, en el fondo es una buena persona y hay una intención positiva en su proceder, conseguirá que se sosiegue y se abra a lo que usted le quiere transmitir. Es la única forma de ofrecerle una posibilidad de cambiar.

—Esto me recuerda un suceso que escuché en la radio hace varios años. Pasó en Francia. Una joven fue seguida hasta su casa por un violador en serie. En cuanto abrió la puerta, el hombre se coló dentro, encerrándose con ella en el apartamento. Él iba armado y a la muchacha, no teniendo nada con lo que defenderse y sin poder gritar ante la amenaza del arma, se le ocurrió probar a hablar con él. Forzó una conversación, intentando en vano que él se expresara. Esto desestabilizó un poco al agresor, pues no se esperaba una actitud así por parte de su víctima. La chica siguió hablando, haciendo las preguntas y las respuestas, ocultando bien que mal el terror que se apoderaba de ella. En un momento dado, como último recurso, tuvo una acertada intuición y le dijo: «Pues no entiendo por qué haces estas cosas cuando se puede ver que eres buena persona». Más tarde relató a la prensa que el asaltante había empezado a sollozar y, entre lágrimas, le contó las miserias de su existencia, mientras ella se esforzaba por escucharle y seguía disimulando su pavor. Al final, terminó por conseguir que se marchara por su propia voluntad.

Aquello sobre lo que enfocamos nuestra atención tiene tendencia a tomar más amplitud, a dilatarse. Si apunta el proyector sobre las virtudes de una persona, por ínfimas que éstas sean, se acentuarán y se desarrollarán hasta convertirse en dominantes. De ahí la importancia de tener en su entorno a gente que crea en usted, en sus aptitudes y en sus capacidades.

16

—¿
H
ay otro aspecto de este negocio que le frene, o por el cual no se sienta del todo cómodo con usted mismo cuando se imagina llevándolo a cabo?

—Sí, hay una última cosa.

—¿Cuál es?

—En mi sueño ganaba dinero, el suficiente para poderme pagar una casa con jardín. Sin embargo, en la realidad, no me siento muy cómodo con esta idea. No sé si estoy hecho para ello, ni si me apetece mucho en el fondo. Vamos, que hay algo que me entristece en este punto.

—¡Ya hemos llegado!

—¿Perdón?

—¿Sabía que tarde o temprano llegaríamos a este punto?

—¿Por qué?

—El dinero cristaliza todas las ilusiones, todos los proyectos, los miedos, los odios, las envidias, los celos, los complejos de inferioridad y superioridad y otras muchas cosas. Habría sido muy extraño que no hubiéramos departido juntos sobre el vil metal.

—Vaya, no sabía que una palabra tan pequeña ocultara tantas cosas.

—Bien, dígame: ¿qué es lo que le preocupa con respecto al dinero?

Seguía hablando con su tono agradable, pero pude percibir además un punto de diversión, como si ya hubiera tratado esta cuestión tantas veces que no esperara verse sorprendido por el problema que me disponía a relatarle, cualquiera que fuese.

—Digamos que me encuentro un poco dividido a este respecto. Es como si una parte de mí quisiera ganar dinero y la otra no, como si le pareciese algo sucio.

—Entonces, la cuestión es cómo reconciliar ambas partes en usted, ¿no?

—Es divertido formularlo así, pero podríamos decir que sí, en efecto.

—Entonces, dígame, para empezar, qué quiere esta parte de usted que desea ganar dinero.

—Pienso que el dinero me podría ofrecer una cierta libertad. Tengo la sensación de que cuanto más ricos somos, menos dependemos de los demás. En consecuencia, nos volvemos más libres en nuestro tiempo y actividades, sin tener que rendir cuentas a nadie.

—Bien, en esto no está del todo equivocado. ¿Qué más?

—Bueno, me proporciona un cierto bienestar material. Tengo la debilidad de pensar que resulta más fácil ser feliz en una bella y tranquila mansión que en un sórdido apartamento de dos habitaciones orientado al norte en un barrio ruidoso y contaminado.

—No hay nada de malo en buscar algo de bienestar material, y es cierto que puede facilitar las cosas. Para ser más precisos: el bienestar material no da la felicidad, pero su ausencia puede alterar o dificultar la misma.

—Sí, es algo evidente.

—Sin embargo, quiero insistir sobre el hecho de que lo material no puede proporcionar la felicidad. Mucha gente está de acuerdo con esta idea e incluso la defiende en voz alta, cuando, sin embargo, en el fondo de ellos mismos y de forma inconsciente, creen que poseer cosas materiales les hará felices. Quieren denunciar el comportamiento de los que exhiben su riqueza cuando su proceder está en realidad teñido de celos porque una parte de ellos mismos les envidia y les considera más felices. Esta creencia está muy extendida, incluso entre los que afirman lo contrario.

—Sí, es posible.

Pensé en una amiga que tengo que critica violentamente a los ricos y que no se fía de aquellos que sólo piensan en lo material. Resulta evidente que su falta de indiferencia hacia estas personas demuestra el eco que su dinero produce en ella, y que probablemente no es poco.

—De hecho, es esta propia creencia la que nos hace infelices, puesto que empuja a la gente a una carrera sin final: deseamos un objeto, un coche, ropa o cualquier otra cosa, y empezamos a creer que poseer estos bienes nos colmará. Los codiciamos, los queremos y, finalmente, cuando los adquirimos, los olvidamos muy rápido para echarle el ojo a otra cosa que, seguro, nos llenará si la poseemos. Este camino no tiene final. La gente no sabe que si montara en un Ferrari, viviera en una casa como las de Hollywood y viajara en
jet
privado, terminaría por convencerse de que la posesión del yate que todavía no tiene es lo que le hará feliz. Por supuesto, los que están lejos de poder circular en Ferrari se ofuscan y se dicen que se contentarían con ser sólo un poco más ricos de lo que son. No piden una casa de cine, no, sólo un apartamento un poco más grande, y están seguros de que así se sentirán satisfechos y no necesitarán nada más. Ahí es donde se equivocan. Sea cual sea el nivel material al que aspiremos, siempre queremos más cuando lo alcanzamos. Es una auténtica carrera sin final.

Sus palabras causaban un efecto especial en mí, pues me recordaban las Navidades de mi infancia. Siempre escribía emocionado la carta a Papá Noel con la lista de juguetes que deseaba recibir. Durante semanas pensaba en ellos, aguardando impaciente el día en que por fin los poseería. Mi excitación llegaba a su cima el día de Nochebuena. Mis ojos no se apartaban del abeto a cuyos pies me imaginaba la felicidad de la jornada siguiente. Me acostaba sintiendo que la noche que me esperaba sería interminable, y por la mañana temprano descubría agradecido la hora en mi despertador. ¡El gran día había llegado! En cuanto empujaba la puerta del salón y descubría los paquetes envueltos con papel de colores bajo el arbolito iluminado, una alegría inmensa me invadía. Los desenvolvía, jadeando de emoción, y luego pasaba todo el día jugando con lo que me habían traído, arreglándomelas siempre para escaparme de la interminable sobremesa familiar, dejando a los adultos con sus aburridas conversaciones. Pero recuerdo que, al acercarse la tarde, cuando el sol caía en el horizonte, mi alegría se iba agotando poco a poco. Mis nuevos juguetes ya no provocaban en mí la misma sensación de alegría. Llegaba a echar de menos la excitación de la víspera, me hubiera gustado revivirla. Recuerdo que un año me dije que el soñar con los juguetes me hacía más feliz que los juguetes mismos. La espera resultaba más gozosa que el desenlace.

Se lo conté al sabio, quien me dijo sonriente:

—La mayor mentira que le cuentan los padres a sus hijos no es la existencia de Papá Noel, sino la promesa tácita de que sus regalos les harán felices.

Contemplé a los campesinos en el valle, preguntándome si sus tradiciones también les llevarían, una vez por año, a intentar traer algo de alegría a sus hijos cubriéndoles de regalos materiales.

—Me acaba de contar —retomó él— las razones que motivan a esta parte de su persona deseosa de ganar dinero. Hábleme ahora de esa otra parte que se opone a esta idea.

—Creo que el dinero en sí me repugna un poco. A veces tengo la impresión de que no hay otra cosa que cuente en este vil mundo. Es como si el dinero se hubiera convertido en el centro de las preocupaciones de la gente.

—Estamos asistiendo a una cierta deriva, en efecto, y es una pena, porque el dinero es, con todo, un bonito invento.

—¿Por qué dice eso?

—Muchas veces nos olvidamos de que el dinero, en su origen, no es más que un medio para facilitar los intercambios entre los seres humanos. Intercambios de bienes, pero también de competencias, servicios y consejos. Antes del dinero, existía el trueque. Quien necesitaba algo se veía obligado a encontrar a alguien que estuviera interesado en lo que él tenía para ofrecer a cambio, y esto no siempre resultaba sencillo. Sin embargo, la invención del dinero permitió valorar cada bien y cada servicio, y el dinero que recibía quien los prestaba le ofrecía la posibilidad de adquirir libremente otros bienes o servicios. No hay nada de malo en esto. En cierto modo, podríamos afirmar que cuanto más dinero circule, más intercambios habrá entre los humanos y mejor irán las cosas.

—Visto así, es fabuloso.

—Así es como debería ser. Poner a disposición de los demás lo que uno es capaz de hacer, el fruto de su trabajo, de sus habilidades, y obtener algo a cambio con lo que adquirir lo que los demás saben hacer y uno no. El dinero no es, por lo tanto, algo que debamos acumular, sino utilizar. Si todos partiéramos de este principio, el paro no existiría, puesto que no hay límites a los servicios que los seres humanos pueden ofrecerse mutuamente. Bastaría con favorecer la creatividad de la gente y animarles a poner en práctica sus proyectos.

—Pero entonces, ¿por qué en nuestros días el dinero se ha convertido en algo sucio?

—Para entenderlo, primero hay que sopesar la importancia de dos cuestiones: cómo ganamos el dinero, y cómo lo gastamos. El dinero es sano si proviene de la puesta en práctica de nuestras facultades cuando damos lo mejor de nosotros mismos. Entonces genera una auténtica satisfacción a quien lo gana. Pero si se obtiene abusando de los demás, por ejemplo de los clientes o colaboradores, entonces genera lo que podríamos llamar simbólicamente una energía negativa. Los chamanes lo denominan la «Húcha», y esta «Húcha» corrompe a todo el mundo, pervierte las mentes y, al final, hace infeliz tanto al explotado como al explotador. Este último puede tener la sensación de que ha ganado algo, pero acumula en él esta «Húcha» que le impedirá ser feliz. Esto se puede leer en el rostro cuando envejecemos, sin importar la riqueza que hayamos amasado. Por el contrario, quien gana el dinero dando lo mejor de sí mismo y respetando a los demás, es capaz de enriquecerse y desarrollarse.

Other books

East, West by Salman Rushdie
The Windermere Witness by Rebecca Tope
Heat of the Moment by Lauren Barnholdt
The Fairy Godmother by Mercedes Lackey
The Grey Tier by Unknown
Showdown in West Texas by Amanda Stevens
Burned Deep by Calista Fox
Apophis by Eliza Lentzski
The Demon Side by Heaven Liegh Eldeen