—Cierto, sobre todo si tenemos en cuenta que esto no se descubrió ayer. Hace ya dos mil años Jesucristo lo practicaba.
—¿Qué?
—Nunca se habla de ello, pero Jesucristo se apoyaba en las creencias de la gente para curarlos.
—¿Está de broma? ¿O es que está pensando en escribir la segunda parte de
El Código Da Vinci
?
Sin responder, se acercó a su pequeño cofre de madera de alcanforero y, para mi sorpresa, extrajo de su interior una Biblia.
—¡¿Es usted cristiano?!
—No, pero eso no me impide interesarme por la Biblia.
Pasó con tranquilidad las hojas y se puso a leerme un pasaje.
—Mire lo que Jesús respondió a unos ciegos que le estaban suplicando que les curase (Mateo 9, 28): «Jesús les dijo: “¿Creéis que puedo yo hacer esto?”. Respondiéronle: “Sí, Señor”. Entonces tocó sus ojos, diciendo: “Hágase en vosotros conforme a vuestra fe”».
—¿De verdad dijo eso?
—Léalo usted mismo —me propuso, tendiéndome la Biblia abierta—. Fíjese que Jesucristo no dijo: «Yo, Jesús Todopoderoso, tengo el poder de curaros». No, sólo les preguntó si creían que él tenía ese poder, para después decirles que obtendrían aquello en lo que creían. Es muy diferente.
No podía salir de mi asombro. Releí varias veces el pasaje del Evangelio según San Mateo. Era increíble. ¿Cómo había podido Jesús saber algo que en el siglo
XXI
casi nadie conocía? ¿Cómo pudo comprender hasta tal punto el funcionamiento de los seres humanos en lo más profundo de su ser? Debo reconocer que estaba conmocionado por lo que acababa de descubrir.
La voz del curandero me sacó de mis sueños:
—Un investigador americano ha llevado a cabo recientemente un experimento sobre la eficacia de todos los tratamientos utilizados hasta nuestros días para curar el cáncer, basándose en resultados extraídos de un grupo de enfermos. Ante la disparidad de los resultados obtenidos, decidió llevar su experimento más allá y descubrió que, en ese grupo, los enfermos que manifestaban mejorías habían seguido tratamientos muy distintos los unos de los otros. Sin embargo, todos tenían un elemento en común.
—¿Cuál?
—Todos los que se curaron estaban totalmente convencidos de antemano de que iban a sanar. Manifestaban una confianza total en sus médicos y en la elección del tratamiento. Para ellos, estaba claro que se iban a curar.
—Entonces, poco importa el tratamiento, lo que realmente cuenta es creer en él, ¿no es así?
—Podemos decir que sí.
—¡Qué locura! Pero el cáncer no es una enfermedad psicosomática, se puede constatar su presencia en el organismo con pruebas irrefutables.
—Todavía no se conocen bien todas las causas posibles del cáncer. Es cierto que existen motivos hereditarios o ambientales, que la contaminación y la alimentación influyen… Pero es probable que también haya, en ciertos casos, una dimensión psicológica todavía desconocida.
—¿Cómo es posible?
—Hace algunos años se dio un caso extraño que todavía nadie ha sabido explicar.
—¿El qué?
—Una mujer que tenía síntomas de un cáncer en la sangre, una leucemia, ingresó en urgencias en un hospital estadounidense. Inmediatamente, le hicieron un análisis de sangre que dio como resultado una formulación sanguínea propia de la leucemia. El protocolo del hospital exigía que se le realizara un contraanálisis para confirmar los resultados de la primera prueba. Sin embargo, la segunda toma de sangre reveló una formulación sanguínea completamente normal. Sorprendidos, los médicos solicitaron un tercer análisis que dio unos resultados similares a los del primero. Los médicos pensaron que el segundo análisis no se había hecho bien y que sus resultados eran erróneos. Para asegurarse del todo, ordenaron una cuarta toma de sangre. El problema es que de nuevo se confirmaron los resultados… ¡del segundo análisis! Estupor e incredulidad. Sólo más tarde supieron que la mujer padecía un trastorno de doble personalidad. Era capaz de cambiar su personalidad de un instante para otro, y estos cambios habían tenido lugar entre los distintos análisis. Una de sus personalidades estaba enferma de cáncer, pero la otra no.
—¡Pero si se trataba de la misma persona!
—Sí.
—Es alucinante.
—Es un misterio. Nunca se ha podido explicar.
Estaba impresionado, y de nuevo ilusionado ante la idea de que, el día que se investigara en esta dirección, se ampliaría de forma considerable el campo de lo posible en medicina.
—Para cerrar el capítulo sobre la salud —me dijo—, es interesante saber que la gente que cree en Dios y practica su religión, sea cual sea, de forma regular, tiene una esperanza de vida de un 29 por ciento superior al resto de los mortales.
—Qué quiere que le diga, ya nada me sorprende.
—Como le dije la última vez, no podemos juzgar una creencia, pero podemos interesarnos por sus efectos. En este caso, nada puede probar la existencia de Dios, pero sabemos que uno de los efectos de creer en Él es un alargamiento de la esperanza de vida.
—¡Vaya! Voy a tener que volver a ir a la iglesia los domingos.
—No estoy seguro de que eso surta ningún efecto. Es la creencia lo que cuenta, y no su comportamiento. Sin embargo, y esto los eclesiásticos lo saben bien, los ritos sustentan la creencia. Por cierto, ¿qué significa ese medallón que lleva?
—¿Esto? —dije, señalando la pequeña cruz hugonota que llevaba al cuello.
—Sí.
—Mi padre me la regaló «para darme buena suerte», según decía. Le tengo mucho cariño porque es un recuerdo suyo.
—Muchas personas creen con tanta fuerza en sus amuletos que no aceptarían salir sin ellos. Sin embargo, yo no los recomiendo.
Hoy también me iban a obsequiar con comida pegajosa. Con una sonrisa forzada, pensando en la forma de salir del aprieto sin ofender a nadie, vi llegar a la joven con el plato.
—Es muy amable por su parte, pero no querría abusar de su hospitalidad.
—Es un placer para nosotros ofrecerle esto —respondió ella, para mi angustia.
Me sentí obligado a aceptar.
—Bueno, comeré sólo un poquito, porque he desayunado fuerte esta mañana.
Me ofreció un plato, sirvió al maestro Samtyang y desapareció. Él había notado mi incomodidad y lucía una amplia sonrisa. Parecía que la situación le hacía mucha gracia.
—¿Por qué ha mentido otra vez?
No iba a negarlo y soltarle una sarta de embustes. Además, no habría servido para nada, porque este hombre leía todos mis pensamientos.
—Para no ofenderle si digo que no me gusta su comida y que odio comer a la balinesa porque luego ando por ahí con las manos pegajosas.
—Si yo no puedo entenderlo y me ofendo es mi problema, no el suyo.
—¿Perdón?
—No es el mensaje lo que puede ofender, sino la forma de transmitirlo, de formularlo. Si cuidamos la forma, por ejemplo agradeciendo al otro su intención positiva, no le ofenderemos. Y si se ofendiera, es que esa persona es particularmente susceptible, y entonces sería, en cierto modo, problema suyo, no de usted.
—¿Sabe? Creo que he reaccionado así porque es más fácil que decir la verdad.
—De este modo, usted se está engañando piadosamente. Cuando no les dice la verdad a los demás, les está ofreciendo la tentación de hacer caso omiso de sus argumentos, lo que le conducirá a mentir de nuevo. Esto es, por ejemplo, lo que le acaba de suceder: al final, se ha visto obligado a hacer algo contra su voluntad, como comer un plato que no le gusta… Se ve doblemente castigado.
—¿Doblemente?
—Sí, porque mentir es sobre todo perjudicial para usted mismo. Es como si generara una energía negativa que acumulamos en nuestro interior. Pruebe con la verdad, verá cómo es algo liberador y se sentirá mucho más ligero de un solo golpe.
Ligero era una palabra convincente, una deseable promesa justo cuando estábamos a punto de atiborrarnos a base de comida pastosa y pesada.
—Hablando de la verdad, no he realizado la tarea que me encomendó ayer: no he subido al monte Skouwo.
—No me sorprende saberlo.
—No tenía muchas ganas, así que no lo hice.
—¿Y qué efecto tiene decir la verdad, sencilla y llanamente?
—Reconozco que es agradable. Es una sensación dulce.
—Tanto mejor. ¿Ha hecho los otros deberes que le mandé?
—Sí, he puesto por escrito mi visión de una vida ideal y he anotado todo lo que me impide realizarla.
Saqué mis notas y le leí la descripción de la vida con la que soñaba. Él me escuchaba en silencio. Resultaba agradable sentir que alguien le prestaba atención a mis deseos sin hacer comentarios, sin interrumpirme para disuadirme o sugerirme otra cosa mejor según su punto de vista. Ya había escuchado a muchos saboteadores de sueños, esa gente que te dice: «Si yo estuviera en tu lugar, mejor me dedicaría a…», o todavía peor, esos que vaticinan las consecuencias negativas de tus ideas: «Ya verás, si haces eso, pasará…».
Cuando terminé, él simplemente me preguntó tras un silencio:
—¿Cómo sabe que esta vida le hará feliz?
—Es algo que puedo sentir. Me la he imaginado muchas veces, y cada vez que lo hago he tenido la misma sensación, la misma satisfacción. Además, cuando me imagino viviendo así, no tengo otros deseos.
—Y cuando se ve llevando esta vida, ¿hay algo que le parece que se perdería con respecto a su situación actual?
—No. Nada en absoluto.
—Perfecto. Antes de entrar en detalles, me gustaría sólo conocer sus impresiones sobre las causas por las cuales esta vida que usted describe no es la suya en este momento. ¿Qué ha podido provocar que su camino sea totalmente distinto a ese que le hubiera gustado seguir?
—Bueno, creo que, en general, no he tenido demasiada suerte. Para tener éxito en la vida hace falta suerte, y yo no soy alguien muy afortunado precisamente.
—Acaba de decir que usted no es una persona religiosa —dijo riendo—, ¡pero es usted supersticioso! Yo no creo en la suerte. Creo que a cada uno se le presentan durante su existencia un gran número de oportunidades de todo tipo. Algunos saben fijarse en ellas y aprovecharlas, otros no.
—Puede ser.
—Hay un experimento muy divertido que se llevó a cabo recientemente, si la memoria no me falla, en Europa. Consistía en someter a una prueba a unos voluntarios, algunos de los cuales se consideraban afortunados y otros no. A cada uno se le entregaba una revista y se le daban unos minutos para contar el número exacto de fotografías que aparecían publicadas en ella. Al cabo de unas páginas, en medio de la revista había un anuncio bien grande en el que se podía leer en enormes caracteres: «No pierdas el tiempo contando más fotos: en esta revista hay 46». Todas las personas que se consideraban afortunadas dejaron de leer al llegar a este mensaje. Cerraban la revista y le decían al investigador: «Hay 46 fotos». En su opinión, ¿qué hicieron las personas que se tenían por poco afortunadas?
—No sé. Supongo que pensarían que debía haber algún truco y seguirían contando hasta el final para estar seguros, antes de decir el número.
—No. Es cierto que siguieron contando hasta el final de la revista, pero cuando se les preguntó por qué no habían tenido en cuenta el anuncio, todos respondieron: «¿El anuncio? ¿Qué anuncio?». Ninguno de ellos lo había visto.
—Interesante, en efecto.
—Sí. Estoy seguro de que usted tiene tanta suerte como cualquier otra persona, pero quizás no le presta atención a las oportunidades que se le presentan.
—Es posible.
Me preguntaba qué oportunidades podría haber dejado pasar en mi vida, y cuál habría sido mi destino si hubiera sabido verlas y aprovecharlas.
—Bien, ahora retomemos los distintos elementos de su sueño.
—¡Vale! La pieza fundamental es poder trabajar por cuenta propia abriendo un estudio de fotografía de bodas.
—Muy bien. Ahora, dígame: ¿qué le impide hacerlo?
—Bueno, pues tengo miedo de no ser capaz, aunque es un proyecto que me atrae de verdad.
—¿Cómo sabe que no será capaz?
—Pues lo intuyo. Es algo tan distinto de mi profesión actual, de lo que estoy acostumbrado a hacer… Puede que sea un cambio demasiado importante y no esté preparado para asumirlo.
—Si se basa solamente en una intuición, no tendrá medios para comprobar si es la realidad o sólo una creencia limitadora.
—Puede ser.
—¿Sabe cómo solemos empezar a creer que no somos capaces de hacer algo?
—No.
—Cuando existe en algún lugar una pregunta, generalmente no formulada conscientemente, a la cual no sabemos cómo responder.
—No le sigo.
—Por ejemplo: si usted no sabe responder a la pregunta «¿Cómo puedo realizar este determinado proyecto?», entonces corre el riesgo de pensar: «No soy capaz de realizarlo», y esto es una creencia limitadora. Ahora, yo le pregunto: ¿cómo piensa actuar para que este proyecto salga adelante?
—No tengo ni idea.
—¡Lo ve! Como no ha sabido responder a esta pregunta, tiene la sensación de no ser capaz de realizar su sueño.
—Lo entiendo.
—Para poder responder, será necesario de entrada que se centre en los detalles concretos, puesto que mientras se conforme con una imagen global de su proyecto, lo percibirá como algo un poco abstracto y, por lo tanto, irrealizable.
—Es cierto, tengo emociones, pero no planes de acción concretos. Emociones positivas cuando sueño con los resultados, negativas cuando pienso en pasar a la acción.
—¡Eso mismo! Para desmitificar su proyecto ha de elaborar una lista de todo aquello que precisamente tiene que hacer para llevarlo a cabo y después anotar para cada tarea lo que sabe y lo que todavía no sabe hacer. A partir de ahí, sólo le quedará buscar la forma de adquirir las competencias que le faltan.
—Pues hay bastantes cosas que tendría que aprender y que a día de hoy me son totalmente ajenas. Por ejemplo, cómo administrar lo que es, en cierto modo, una pequeña empresa, y también unas ciertas competencias comerciales, puesto que será necesario que me dé a conocer y que venda mis servicios. El problema es que no tendré ni el tiempo ni los medios financieros necesarios para adquirir esta formación.
—Bueno, puede recurrir a su creatividad. No siempre es necesario apuntarse a un curso para aprender algo. Por ejemplo, de las personas de su entorno, ¿quién puede tener las competencias de las que usted carece y podría transmitírselas?