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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Ensayo, #Autoayuda

El hombre que quería ser feliz (6 page)

Mi estudio tendría mucho éxito y alcanzaría cierto renombre. Las revistas se interesarían por mi trabajo y publicarían algunas de mis obras. Sería reconocido por mi talento. Sí, eso estaría bien. Mantendría tarifas razonables por mis trabajos, para permitir el acceso a mis servicios a una gran clientela. Aun con ello, no me costaría mucho doblar o triplicar mi sueldo de profesor. Por fin podría permitirme una casa, una hermosa mansión cuyos planos diseñaría yo mismo y que encargaría construir. Tendría un jardín para leer los fines de semana, tirado en una tumbona a la sombra de un tilo. Me tumbaría en la hierba y me echaría la siesta con el perfume de las chiribitas haciéndome cosquillas en la nariz. Y, por supuesto, estaría con una mujer a la que amase y que me amase. Eso por descontado. También aprendería a tocar el piano. Siempre he tenido ganas de tocar un instrumento. Esta vez, lo haría e interpretaría los nocturnos de Chopin al atardecer, en mi gran salón, mientras el fuego crepita en la chimenea. De vez en cuando, invitaría a mis amigos y tocaría para ellos. Mi felicidad sería contagiosa.

—Su pescado, señor.

—¿Eh? Perdón.

—¿Quiere limón o salsa picante?

—Limón, gracias.

El pescado estaba servido de una pieza en el plato. Tenía la impresión de que su ojo me contemplaba. Empecé a atormentarme por soñar en la felicidad mientras mataban a este pez para mí. Además, él se encargaba de recordármelo mirándome fijamente.

Estaba sorprendido de constatar que mi sueño no era muy exagerado. No necesitaba ser millonario para ser feliz, ni convertirme en una estrella del rock o en un famoso político. Sin embargo, este simple sueño y la felicidad que conllevaba me parecían inalcanzables. Incluso le llegué a reprochar al curandero el haberme entreabierto una puerta que daba a lo que podría haber sido mi vida. Una puerta que, una vez cerrada, me dejaría un regusto amargo, pues resultaría visible en mi conciencia el inmenso desfase entre sueño y realidad.

Me quedaba por cumplir la otra tarea que me había encomendado. Me preguntaba dónde podría conseguir acceso a Internet. Sin duda en un hotel, siempre que fuese lo suficientemente lujoso para estar equipado en condiciones. Pero corría el riesgo de que no me dejasen utilizarlo por no ser residente en él. Bueno, lo intentaré mañana. Probaré suerte en alguno de los lujosos complejos de la costa. Me inventaré una trola e intentaré salirme con la mía.

Al pescado parecía no gustarle mi idea. Seguía mirándome fijamente con su ojo acusador. Perdí el apetito y terminé pidiendo la cuenta y dejando mi plato casi intacto. Lo siento, amigo, has muerto para nada.

Fuera, me sumergí en el ambiente distendido de la calle. Me topé con Hans y Claudia ante la sala de ceremonias. Estaban comiendo de pie y a toda prisa una especie de bocadillo de aspecto poco apetitoso. Normal, ¿por qué darse un placer? Perdemos menos tiempo comiendo algo rápido y además es más barato. En resumen: más racional.

—Buenas tardes, Julian —dijeron al unísono.

—Hola a los dos. ¿Cuántos templos habéis visitado esta tarde?

—Digamos que hemos rentabilizado bastante bien nuestra jornada —respondió Hans.

—El concierto está a punto de empezar —anunció Claudia.

La sala de ceremonias era una especie de anfiteatro al aire libre. Estaba casi llena, así que nos sentamos al fondo, en la última fila, pero enfrente del escenario. Yo, como buen melómano, había tenido ya alguna experiencia previa con los
gamelanes
, una especie de enormes xilófonos de bambú que producen una gama limitada de sonidos poco sutiles. Esa noche no habría menos de ocho en el escenario y, desde que comenzó el concierto, me sorprendió la amplitud del sonido que se elevó en el anfiteatro. En un principio, parecía un estruendo ensordecedor, incluso cacofónico, pero pronto me pareció percibir una especie de coherencia de conjunto. Al final, terminé por reconocer que hay algo de cautivador en esta música, aunque resulte poco armónica para un occidental. En un momento dado, la repetición de las melodías te hipnotiza y te encuentras en otro estado, como transportado por los obsesivos sonidos que tienen una influencia en tu cerebro. Un fuerte olor a incienso se difundía por el anfiteatro, desde diferentes lugares, envolviendo al público. Pasaron diez o veinte minutos, puede que más, porque había perdido la noción del tiempo, hasta que aparecieron en escena las bailarinas, ricamente vestidas con sus sublimes trajes tradicionales, llenos de colorido y extremadamente refinados. Sus peinados eran muy sofisticados y consistían en un moño adornado con perlas y finas cintas. Sus pasos de danza eran precisos, delicados. Cada movimiento portaba en sí una feminidad y una gracia increíbles. De lejos, pude ver sus ojos medio en blanco y, de un solo golpe, lo entendí todo: estaban en trance, danzaban hipnotizadas. Era impresionante verlas en ese estado moviéndose perfecta y rítmicamente, al son de los
gamelanes
que les mantenían en trance y se lo comunicaban a los espectadores. Sus desplazamientos en el espacio estaban medidos, su coordinación era perfecta. Las manos desempeñaban un papel fundamental en el baile. Se movían con una serie de gestos delicados, muy codificados, cuya elegancia era pareja a su precisión. El público estaba cautivado, podía sentir cómo vibraba en armonía con las bailarinas. El olor a incienso nos hechizaba. Sólo Hans miraba de cuando en cuando su reloj. Claudia estaba subyugada por el espectáculo. Me dio la impresión de que se iba a poner a levitar, fenómeno que habría interesado a su científico marido. El ritmo se fue acelerando progresivamente, y el sonido ensordecedor de los
gamelanes
se amplificó, tomando posesión de mi cerebro y envolviendo mi alma, que ya no era del todo mía. El perfume del incienso habitaba mi cuerpo e impregnaba cada fibra de mi ser. Las luces de la escena se arremolinaban en mi cabeza, mientras cada célula de mi cuerpo vibraba al ritmo de la percusión.

9

R
esultaba difícil conducir de noche tras un concierto como ése. Por fortuna, me bastaba con seguir al vehículo de los holandeses sin pensar en mi itinerario. Sabía que podía confiar en Hans: había conservado intacto todo su juicio. Conduje maquinalmente, por eso la ruta se me hizo bastante larga. Atravesamos bosques, campos e innumerables pueblos en los que tenía que hacer un esfuerzo para concentrarme y no atropellar a los pocos peatones todavía presentes en las calles. Lo más duro era esquivar a los coches que circulaban en todos los sentidos, la mayoría de ellos con las luces apagadas. Los balineses creen en la reencarnación, y por eso no les da miedo la muerte. Esto les vuelve muy imprudentes, ya sea como peatones o al volante… Yo, como pobre mortal, tenía que redoblar la vigilancia.

Era casi medianoche cuando llegamos a la playa de Pemuteran. La noche era oscura, aunque algunos puntos de luz revelaban la presencia de gente en distintos lugares de la playa. La luna se asomaba por momentos, escapando del intento de las nubes por cubrirla, e iluminaba con su halo blanco y frío las pequeñas olas que lamían la arena. Los tres nos encontramos ante un funcionario que controlaba el acceso a la playa.

—Buenas noches. Venimos a ver las tortugas —dijo Hans.

—Buenas noches. Tienen derecho a acceder a la playa si respetan las siguientes normas: no deben acercarse a más de dos metros de las tortugas adultas; no hablen en voz alta y permanezcan siempre del lado de la costa; no están autorizados a andar en el espacio que separa a las tortugas del mar.

—De acuerdo.

—Que pasen una buena velada.

Pisamos la arena en silencio, aspirando el aire cálido de la noche, cargado de sutiles olores marinos. Distinguimos unos grandes bultos oscuros dispersos por la playa: tortugas de más de un metro y ciento veinte kilos cada una. Parecían inmóviles, como dormidas sobre la arena. La luz pálida que asomaba de cuando en cuando, como si se tratara de un faro celeste, les daba la apariencia de inquietantes seres prehistóricos. Nos quedamos contemplándolas en suspenso durante largo rato. Por nada del mundo habríamos perturbado su quietud. Se disponían a cumplir el acto más bello del mundo en un silencio religioso, apenas roto por el ínfimo chapoteo de las olas. Nos encontrábamos sumergidos en un universo de lentitud, inmersos en la calma, aletargados por nuestra fascinación ante este extraño momento, sintiendo el latir sordo de nuestros corazones sonando en lo más profundo de nuestro ser.

Todavía pasaron largos minutos sin que pronunciáramos ni una sola palabra. Después nos dirigimos hacia un grupo de gente reunida un poco más adelante. Pertenecían a una asociación de defensa del medio ambiente, desplazados al lugar para la ocasión. Protegían a las tortugas y vigilaban los huevos esperando que eclosionaran, puesto que, una vez puestos, eran abandonados por sus madres en la arena. Nos explicaron que llevaban un registro de nacimientos anuales para seguir las estadísticas de año en año. Durante siglos se había cazado a las tortugas, pero el gobierno, sensible a la gran amenaza de extinción de la especie, había terminado por prohibir su comercio. Desde entonces, los furtivos estaban en apogeo, y los funcionarios se esforzaban por vigilar las escasas playas en las que tenía lugar la corta temporada de puesta: una o dos noches al año.

Las tortugas que habían venido a desovar esta noche habían nacido allí, en esa misma playa, hacía más de cincuenta años. Durante todo ese tiempo habían viajado, recorriendo decenas de miles de kilómetros, y regresaban a dar vida al mismo lugar que les había visto nacer hacía ya medio siglo. Nadie sabe por qué, ningún científico ha encontrado una explicación. Es así, simplemente, y es muy conmovedor.

Estaba contemplando a estas tortugas silenciosas, guardianas de un secreto milenario, portadoras de una sabiduría desconocida. ¿Por qué regresaban a este lugar? ¿Cómo lo habían memorizado? ¿Qué les impulsaba a dirigirse a través de los océanos precisamente allí, al mismo lugar de su nacimiento? Tantas preguntas que quedarán sin respuesta.

Estuvimos casi tres horas esperando la eclosión de los huevos. Con los ojos como platos y el corazón en un puño contemplamos a los bebés recién nacidos dirigirse hacia el mar, recorriendo sin atisbo de duda los pocos metros que les separaban del agua. Sabíamos que la mayoría iba a morir en las siguientes horas, devorados por distintos depredadores, entre los que estaban los tiburones. Las que lograran penetrar mar adentro, en sus profundidades, tendrían más posibilidades de salir con vida. Estadísticamente, de todos los nacimientos de la noche, al final sólo unos pocos sobrevivirían.

—La vida es una lotería —dijo Claudia, disgustada.

—La vida es una carrera perpetua —replicó su marido—. Sólo sobreviven los más rápidos. Los que pierden el tiempo, mariposean o se entregan a los placeres, mueren. Siempre hay que mirar hacia delante.

Estaba atónito, tanto por las crías de tortuga como por lo que acababa de escuchar. Era extraordinario. En apenas unas pocas palabras, cada uno había resumido su visión de la vida. La última pieza del puzle holandés se colocó, dando sentido al conjunto de imágenes que había observado. Ahora entendí por qué Claudia aceptaba el papel de ama de casa impuesto por su marido: simplemente, a su número no le había tocado el premio. Cuando se ha perdido, se ha perdido, no hay nada que hacer. Cuando perdemos en el casino o en la lotería no discutimos ni argumentamos. Las cosas son como son, no sirve de nada querer cambiarlas. En cuanto a Hans, comprendí mejor su obsesión por la acción y su incapacidad para concederse unos instantes de relajación.

Me preguntaba si las tortugas tendrían también creencias sobre la vida, o si, por el contrario, la falta de creencias les permitía finalmente vivir más en armonía con ellas mismas.

Contemplaba a los bebés tortuga dirigirse serenamente hacia su elemento natural y me preguntaba cuál de ellos sobreviviría y regresaría allí, dentro de cincuenta años, cuando le llegara, a su vez, la edad de dar vida.

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E
l camino de regreso a mi playa discurrió sin problemas. Después me di mi chapuzón ritual nocturno, preguntándome cuál sería mi destino si fuera un bebé tortuga. Siendo por naturaleza presa fácil de las dudas, me pareció que la expresión «devorado por las dudas» habría venido como anillo al dedo en este contexto.

A la mañana siguiente, me desperté bastante temprano tras una noche muy corta. Quería tener tiempo para reunir los datos que el curandero me había pedido antes de ir a verle. Localicé en mi guía el complejo hotelero más cercano y subí al coche a toda prisa. Veinte minutos más tarde, pasaba al ralentí ante la entrada del Amankila, sin duda uno de los hoteles más hermosos del mundo, y también uno de los más privados. Tragué saliva al franquear la entrada del parking al volante de mi barato coche de alquiler. Me di cuenta de golpe de su incongruencia en ese lugar, acentuada por la suciedad de quince días de travesías todoterreno por las polvorientas carreteras de la isla. Ascendí lentamente la rampa bordeada de opulentos macizos de flores, esperando hacer el menor ruido posible, y aparqué lo más lejos que pude de la recepción. Tomé el hermoso sendero que se dirigía a ella, zigzagueando a través de un precioso jardín paisajístico de un refinamiento exquisito. Sobre un parterre bordeado de piedras, vi a dos empleados de rodillas. Armado cada uno con un par de tijeras, cortaban concienzudamente el césped. En lugares como éste, una vulgar máquina cortacésped estaría fuera de lugar, pues perturbaría el reposo de los clientes. Permanecí un instante desconcertado antes de retomar mi camino, intentando andar con naturalidad, fingiendo la indiferencia de quien está habituado a este tipo de sitios. Fue difícil mantener este registro cuando la belleza del lugar que se ofrecía ante mi vista casi me corta la respiración. Una sucesión de edificios de una sola planta y parcialmente sin paredes, construidos en estilo colonial contemporáneo con materiales selectos, maderas extrañas y hermosas piedras que ofrecían a la vista una agradable gama de tonos crema, se abría en dirección al mar. Frente a ellos había una fila de tres sublimes piscinas en cascada a tres niveles. La primera estaba llena hasta el borde de agua que caía silenciosamente sobre la segunda que, más abajo, vertía sus aguas en la tercera. En línea, a lo lejos, una caída vertiginosa sobre el mar, del mismo azul que las piscinas. Estaban tan mágicamente integradas en el paisaje que daba la sensación de que el propio mar había sido coloreado para hacer juego con ellas. Por encima, la inmensidad azul del cielo.

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