El hombre que quería ser feliz (9 page)

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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Ensayo, #Autoayuda

—Bueno, mi director posee algunas, pero evidentemente no puedo pedírselo.

—¿Quién más, entonces?

—Mi anterior director, el del centro donde trabajaba antes.

—Perfecto. Puede pedirle que le ayude.

—No…

—¿Qué se lo impide?

—Tengo ese sentimiento.

—¿Por qué?

—No lo sé. No me apetece molestarle con mis asuntos.

—¿Y cómo sabe que le va a molestar? —me preguntó sorprendido, como si acabara de anunciarle que yo era un adivino capaz de saber lo que las personas iban a pensar antes de que lo hicieran.

—Seguro que no tiene ganas de perder el tiempo ayudando a alguien que ni siquiera es un amigo cercano o un miembro de su familia.

—¿Usted no ayudaría a una persona que viniera a pedirle consejo sobre su profesión?

—Sí, claro que sí.

Me miró fijamente a los ojos.

—Entonces, ¿de qué tiene miedo? —me dijo con una infinita dulzura.

Una vez más, tuve la sensación de que ponía el dedo ahí donde hacía más falta, con tanta precisión que no necesitaba presionar muy fuerte para conseguir que surtiera efecto. La palabra «miedo» tuvo un eco particular en mí. Durante unos instantes, resonó como un gong en mi caja torácica, un gong cuyas vibraciones descendían por lo más profundo de los meandros de mi personalidad y que, al regresar a la superficie, me mostraban algo que entonces me pareció una evidencia.

—Tengo miedo de que me mande con viento fresco, por eso prefiero no correr el riesgo.

Sólo de pensarlo, sentía la vergüenza que me daría que mi antiguo jefe me mandara a freír espárragos.

—Su temor proviene de una confusión. Es fruto de la mezcla entre el rechazo de una petición y el rechazo de una persona. El que se rechace algo que usted pide no significa que no se le aprecie o no se le tenga en consideración.

—Es posible.

—Además, usted no puede estar seguro de que su reacción vaya a ser negativa. Nunca podemos saber de antemano cómo van a responder las personas. Sólo preguntándoselo podrá tenerlo claro.

—Puede ser, pero es que no soy tan masoquista.

—La mayor parte de nuestros miedos son creaciones de nuestra mente. Probablemente no se dé cuenta, pero saber acudir a los demás para pedirles algo es fundamental. Todas las personas que triunfan en esta vida poseen esta cualidad.

—Puede que yo posea otras que compensan mi falta de ésta.

—Es muy importante que la adquiera. No conseguirá mucho en esta vida si no sabe acudir a los demás y pedirles apoyo, ayuda, consejos, contactos… Antes de que nos separemos dentro de poco, le voy a confiar una tarea para que reflexione sobre este punto.

Acepté rezando para que no se tratara de escalar otra montaña o atravesar a nado un estrecho marino esquivando tiburones.

—A propósito de lo que debo aprender para poner en marcha mi proyecto, hay una cosa que podría plantearme un problema.

—¿De qué se trata?

—Es imposible ocuparse uno solo de un estudio de fotografía, sobre todo porque cuando uno sale a trabajar sobre el terreno, no hay nadie para atender a los clientes y responder al teléfono. Tendría que contratar a una o dos personas, y ahí es donde todo se iría al garete.

—¿Qué quiere decir?

—Pues mire, si existe algo que me da miedo, es el hecho de tener que dirigir a gente.

—¿Cómo lo sabe? —me preguntó, con una pizca de malicia.

—Un día, mi director se tuvo que ausentar del trabajo, y me pidió que le reemplazara para que, en caso de que hiciera falta, hubiera un responsable presente en el centro. Como si lo hubiese hecho a propósito, hizo falta. Uno de mis compañeros docentes se puso enfermo y tuve que repartir a sus alumnos en los otros grupos. Pero cada clase tenía sus propios horarios y hacía falta que los alumnos que entregaba a cada profesor se quedaran hasta la hora prevista en su clase original. Algunos profesores protestaron, pues se negaban a hacer horas extra sin previo aviso. Me vi obligado a negociar con ellos uno a uno, pero fue en vano. Todo terminó en una pesadilla: acabé por reunir a todos los alumnos en mi clase, que se quedó pequeña para acoger a tanta gente. Algunos de los niños se pusieron a llorar. Ya no supe qué hacer, la situación se me había ido de las manos. Al día siguiente, pude leer el descontento en el rostro del director. Me prometí a mí mismo que nunca más volvería a probar la experiencia de dirigir a la gente.

—¿Se encuentra con problemas en este terreno en una ocasión y ya saca como conclusión que no está hecho para ello?

—No fueron problemas, fue un fracaso.

—¿Nunca ha probado a volverlo a intentar?

—Me cuido mucho de ello.

—¿Ha visto alguna vez a un bebé aprendiendo a andar?

—Le agradezco la comparación.

—Tenemos muchísimo que aprender de los bebés. Mire a un niño que aprende a andar. ¿Cree que lo consigue de buenas a primeras? Intenta ponerse en pie y… ¡plof! Se cae. Es un fracaso amargo, pero lo vuelve a intentar de inmediato. Se incorpora de nuevo y… ¡otra vez se cae! Un bebé se cae una media de dos mil veces antes de aprender a andar —sonrió y añadió—: Si todos los bebés fueran como usted, las ciudades estarían llenas de gente arrastrándose a cuatro patas.

—Vale, me está intentando decir que una vez más he sido derrotado por una pequeña creencia limitante que tiene su origen en un fracaso.

—Sí, y sin lugar a dudas necesita obtener una formación en dirección.

—Y como le he dicho, esto me costará tiempo y dinero, y no dispongo ni de lo uno ni de lo otro.

—No creo que le cueste mucho más que unas vacaciones en Bali.

—No me gusta tocar mis vacaciones ni mis fines de semana. Para mí, son sagrados.

—Sólo usted puede decidir lo que es más importante para usted: cumplir sus sueños o disfrutar de sus vacaciones —dijo él con un tono totalmente neutro que me dejaba libre para opinar.

—¡Quiero que se cumplan mis sueños, pero me molestaría tener que pasar sin mis vacaciones!

—Dice que realizar este sueño le haría feliz. ¿Las vacaciones le hacen feliz?

—Bueno, no diría tanto. Más bien, diría que me proporcionan placer y que estoy acostumbrado a ellas.

—Hay circunstancias en las que nos vemos obligados a tomar una decisión, a renunciar a cosas por las que tenemos un gran aprecio para concentrarnos en algo que nos interesa más —dijo él de la forma más simple.

—Odio tener que renunciar a lo que sea.

—Si nunca renuncia a nada, se abstiene de escoger, y cuando uno se abstiene de escoger, se abstiene de llevar la vida que desearía.

Lo dijo dulcemente, con una mirada llena de bondad. Yo, que siempre había tenido la impresión de que evitar tomar decisiones me ahorraba sufrimientos, ahora tenía la sensación de que de este modo había estado contribuyendo a mi propia infelicidad.

—Entiéndame —continuó él—, no estoy intentando convencerle para que renuncie a sus vacaciones. Sólo me gustaría que se diera cuenta de que uno no puede cumplir los sueños de su vida si no está dispuesto a realizar un esfuerzo y, en caso de que sea necesario, determinados sacrificios.

Eso, evidentemente, parecía sensato, y sin embargo uno no se volvía capaz de realizar esfuerzos o sacrificios sólo deseándolo… Tenía incluso la sensación de que ciertas personas nacen así, dotadas de esta aptitud. Éste no era mi caso, claramente.

—Seguir nuestro camino para poder realizarnos plenamente es, a veces, como subir una montaña: cuando nunca lo hemos hecho, no sabemos que el esfuerzo que entraña acentúa la satisfacción que sentimos al llegar a la cima. Cuanto mayor sea el esfuerzo, más intensa será la felicidad y más tiempo se quedará grabada en nosotros.

Lo pillé a la primera, y le agradecí por haberse abstenido de realizar comentarios explícitos sobre mis «novillos» ante la ascensión del monte Skouwo.

—Tendré que encontrar la forma —dijo, como si estuviera hablando consigo mismo— de hacerle comprender los conceptos de elección, esfuerzo y sacrificio.

La verdad es que tenía por lo menos la suerte de que este hombre se interesara por mí hasta el punto de reflexionar sobre el modo de evitar mi falta de compromiso, y lo hacía para permitirme, a pesar de todo, aprender lo que tenía que aprender.

—Vamos a dejarlo aquí por hoy —anunció—. Pero de aquí a mañana, me gustaría que se proyectara en su pensamiento varios meses adelante, imaginándose que ha terminado por adquirir todas las competencias que le faltan en el momento actual. Quiero que se meta en la piel de un fotógrafo y que me diga cómo se siente.

—De acuerdo.

—Una última cosa: le había prometido que le iba a encomendar una tarea con el fin de desembarazarse de ese miedo a acudir a los demás para pedirles ayuda, ese temor a verse rechazado.

—Sí.

—Pues bien: mañana volveremos a vernos. Antes de que esto suceda, tiene que dirigirse a personas que usted elija y pedirles cualquier cosa, no importa lo que sea, pero siempre con un objetivo en mente.

—¿Cuál?

—Obtener una respuesta negativa de su parte.

—¿Cómo?

—Me ha oído bien. Tiene que arreglárselas para que las personas a las que se dirija rechacen su petición. Más exactamente, debe conducirles a decirle claramente «no». Tienen que pronunciar esta palabra. Su misión es obtener cinco «noes» de aquí a mañana.

—Bueno, no creo que resulte demasiado difícil.

—Bien, pues que se divierta. Le espero mañana por la mañana —dijo, comenzando un movimiento de retirada.

—Sólo una cosa. El sábado me marcho de Bali.

—¿Tan pronto? Tenía previsto que nos viéramos todavía tres o cuatro veces más.

—Mañana y el viernes no hay problema, pero el sábado mi vuelo sale por la tarde. ¿Podríamos vernos por la mañana?

—El sábado por la mañana no es fácil verme.

—Vaya, qué pena. ¡Qué mala suerte!

—Si insiste en que nos veamos una última vez el sábado, no tiene más que cambiar su billete de avión y marcharse el domingo —dijo como si fuera tan sencillo.

—No es tan fácil. El tipo de billete que tengo tiene unas penalizaciones por cambio de fecha bastante elevadas. Además, el lunes empiezo a trabajar y el vuelo es tan largo que tendría que ir del aeropuerto directamente a clase. Preferiría evitar…

—Mañana veremos si le quedan cosas importantes por descubrir y si realmente es necesario que nos veamos el sábado.

13

D
e golpe, fui consciente del poco tiempo que me quedaba antes de mi regreso, por lo que me entraron ganas de pasar a la acción sobre el terreno. En aquella sesión me di cuenta de que las tareas que el sabio me encargaba entre entrevista y entrevista no eran baladíes, así que me entregué en cuerpo y alma a cumplir las que me había encomendado durante la última sesión.

Es cierto que no me entusiasmaba mucho la idea de hacer algo que odiaba: dirigirme a los demás para pedirles que hicieran algo por mí. Sin embargo, sentía curiosidad por ver qué me iba a aportar esta tarea, puesto que, y de esto estaba ya bien convencido, todo lo que hacía el curandero tenía sentido.

Por lo tanto, me fui a Ubud, pues necesitaba un lugar donde pudiera encontrar a occidentales. Intentarlo con balineses habría sido una pérdida de tiempo, esa gente no sabe decir no. ¿Con qué iba a comenzar? Tenía que formular mis peticiones de modo que me las rechazaran. Vamos, que debía arreglármelas para conseguir un resultado que, normalmente, me cuidaba muchísimo de evitar. Así pues, iba a escuchar por cinco veces el «no» incontestable de personas que iban a pasar de mí. ¡Genial!

La calle principal estaba bastante animada aquella tarde. Perfecto, podría disimular con más facilidad las pequeñas situaciones vergonzosas por las que iba a pasar.

—¡Taxi! ¡Taxi!

Los balineses intentaban atraer a los turistas por todas partes. Uno de ellos se dirigió a mí.

—No tengo dinero. ¿Podría llevarme a Kuta gratis? —me adelanté a su propuesta entre risas.

—Son cincuenta mil rupias, puede pagarme al volver —dijo con una gran sonrisa.

—No, no tengo dinero. ¿No podría hacerlo gratis para mí?

—Bueno, parece usted simpático. Se lo dejo en treinta mil rupias.

—No, gratis. Como un regalo.

—De acuerdo, veinte mil rupias.

—No, no quiero.

—Mire, vamos a Kuta y negociamos el precio en el camino, seguro que nos ponemos de acuerdo. Venga, monte.

—No, no pasa nada. Ya iré de otro modo —cada vez me encontraba más incómodo.

—Pero monte, hombre, le digo que llegaremos a un acuerdo.

—No pasa nada. Gracias, muchas gracias.

—Venga, vamos.

—No, gracias, he cambiado de idea. Ya no quiero ir a Kuta. Adiós.

Se quedó mirando cómo me alejaba, divertido, con cara de estar pensando: «¡Mira que son raros estos occidentales!».

Bueno, primer intento fallido. Había escuchado cinco veces la palabra «no», pero era yo quien la había pronunciado. De todos modos, ¿por qué me había dirigido a un balinés si había decidido que era inútil? Sin duda por que me resultaba más fácil: los habitantes de esta isla son tan dulces y amables que me sentía más cómodo tratando con ellos que con mis compatriotas o vecinos. Tenía que rendirme ante la evidencia: me daba tanto miedo ser rechazado que prefería aumentar la dificultad del ejercicio a afrontar mis temores. Pero al final debía reunir fuerzas, plantarle cara a mi ansiedad, conseguir lo más rápido posible mis cinco «noes» y salir corriendo a refugiarme en mi playa desierta.

Miré a mi alrededor. Había numerosos paseantes que iban y venían por las estrechas aceras de la calle principal. Algunos salían de las galerías de arte mientras que otros entraban en los hermosos cafés de diseño postcolonial sabiamente estudiado por los occidentales. Todos caminaban teniendo cuidado de no pisar las ofrendas diseminadas por el suelo.

Tenía que tirarme a la piscina, arriesgarme a pedirle algo al primero que pasase. Apareció ante mí una norteamericana gordita, rubia, con una falda turquesa y una camisa de color rosa chillón que mostraba un profundo escote por el que asomaba su enorme pecho. Salía de una heladería con un gigantesco cucurucho rebosante de helado en la mano.

—¡Magnífico helado! —le dije.

—Suculento —respondió ella, con los ojos brillando de deleite.

Sus gruesos y rollizos labios relucían, humedecidos por restos de helado que sobrepasaban sus contornos.

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