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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Ensayo, #Autoayuda

El hombre que quería ser feliz (11 page)

—La gente que le tiene miedo al rechazo —continuó— está muy lejos de darse cuenta de que es muy raro que los demás te dejen de lado. Incluso resulta difícil conseguirlo. Las personas, por lo general, son más proclives a ayudarte, a no decepcionarte, a ir en el sentido de lo que esperas de ellos. Precisamente, cuando tememos que nos rechacen es cuando terminan haciéndolo, siguiendo el mecanismo de las creencias que ahora usted ha aprendido a identificar.

—Es cierto.

—Cuando aprendemos a acudir a los demás para pedirles lo que necesitamos, todo un universo de posibilidades se nos ofrece. La vida consiste en abrirse a los demás, no en encerrarse sobre uno mismo. Todo lo que nos permite conectar con el otro es positivo.

Recordaba mi conexión con Hans de la víspera… Después de todo, por lo menos había pasado un buen rato y, a fin de cuentas, debo reconocer que era más digno de compasión que de desprecio.

—Creo que tiene razón, en efecto.

—Bien. ¿Se puso en la piel de esa persona en la que le gustaría convertirse?

—Pues fíjese, justamente quería hablarle de eso: tengo un problema con este tema.

—Está bien que sea consciente de ello antes de lanzarse de cabeza al proyecto.

—Sí, claro, porque una vez puestos…

—¿Qué es lo que le plantea este problema?

—Pues cuando me imagino en la piel de un fotógrafo, es decir, de un artista, no me encuentro muy a gusto con la idea.

—¿Qué es lo que le incomoda exactamente? —preguntó con un tono que invitaba a la confidencia.

—Bueno, yo provengo de…, ¿cómo decirlo?, una familia que sólo valora las profesiones intelectuales. Mis padres me educaron para que fuera a la universidad. Puedo afirmar que no tuve elección. En mi familia se te respeta si eres científico o profesor, así son las cosas. El resto de trabajos son considerados poco serios. Así que, imagínese un fotógrafo…

—Tienen derecho a opinar así, y usted tiene derecho a hacer lo que le venga en gana con su vida.

—Por supuesto, y está claro que, a mi edad, no tengo que rendirles cuentas, pero les causará una tremenda conmoción. Temo que se entristezcan.

—¿Están tristes hoy, al ver que no se siente realizado con su trabajo? ¿Han venido a reconfortarle y darle ánimos?

—No, la verdad es que no.

—Si su familia le quiere, ¿qué cree usted que preferirán: que sea un profesor desgraciado o un fotógrafo alegre?

—Hombre, visto de ese modo…

—Así es como hay que verlo. Si queremos a las personas sólo cuando se comportan conforme a nuestros ideales, no es amor verdadero. Por este motivo considero que no tiene nada que temer de parte de aquellos que le aman. Incluso en el seno de una familia unida, cada uno debe vivir su vida. Está bien tener en cuenta el efecto de lo que hacemos sobre los demás para no hacerles daño, pero no podemos tener siempre presentes sus deseos, y todavía menos la forma en la que van a apreciar nuestras acciones. Cada uno es responsable de sus propios méritos. Usted no es responsable de las opiniones del prójimo.

Estaba claro que tenía razón, pero había algo que seguía preocupándome.

—De hecho, me pregunto en qué medida mi familia no me ha «contaminado»: incluso aunque este proyecto me entusiasma, no me siento cómodo ante el hecho de abandonar el campo de los científicos para entrar en el de los artistas.

—Creo que no es oportuno hablar en términos de campos, y mucho menos en términos de pertenencia a un determinado campo. Aquí no se trata de que usted abandone un campo para integrarse en otro, sino de realizar un proyecto al que lleva tiempo dando vueltas.

Permanecí pensativo, bastante tocado por sus palabras. Creo que él sintió que estaba un poco bloqueado por la situación.

—Venga conmigo —dijo, incorporándose lentamente.

Al ver cómo se movía, me di cuenta por primera vez de su avanzada edad, una impresión que desaparecía cuando se expresaba, dada la precisión y la serenidad con las que manejaba la palabra.

Me levanté y le seguí. Rodeó los distintos edificios que constituían el
campan
y tomó un sendero que serpenteaba entre la vegetación, una vegetación tan densa que no se podían distinguir los límites del jardín. Caminamos durante varios minutos en silencio, uno detrás del otro. Luego el camino se volvió más ancho y pude andar a su lado. Aquí y allá aparecían minúsculas parcelas cultivadas, cuidadas con mimo. Probablemente se trataba de plantas medicinales, algunas de las cuales lucían microscópicas flores amarillas o azules. Tras atravesar un bosquecillo de gigantescos y frondosos bambúes de color verde que nos sumergió en la penumbra y nos rodeó de humedad, el sendero desembocó de golpe en una cornisa que caía en un vertiginoso picado sobre el valle. Sabía que el pueblo estaba encaramado en un alto, pero no me imaginaba que un extremo del jardín del maestro Samtyang dominara hasta tal punto el valle que se extendía a lo largo de varios kilómetros desde un corte de doscientos o trescientos metros. Esta panorámica desde la altura —estábamos como suspendidos sobre el vacío— contrastaba fuertemente con el resto del jardín, donde la densidad de la vegetación impedía cualquier vista despejada. Nos sentamos uno al lado del otro sobre una roca, balanceando los pies en el vacío, y nos quedamos en silencio durante unos minutos, contemplando este grandioso paisaje que me hacía sentir muy pequeñito.

El curandero terminó por romper el silencio con su voz pausada y reconfortante:

—¿Qué ve en los arrozales?

—Veo a una cuadrilla de trabajadores realizando sus actividades en los campos.

—No, no son una cuadrilla de trabajadores.

—Una cuadrilla de campesinos, si lo prefiere.

—No, no son ni una cuadrilla ni un grupo.

Vaya, parece que le ha dado por jugar con las palabras, me dije.

—¿Sabe cuántos seres humanos hay en la tierra?

—Entre seis y siete mil millones.

—¿Y sabe de cuántos genes se compone cada ser humano?

—No sé, ¿de varios miles?

—Un poquito menos de treinta mil. Y entre los seis mil millones de seres humanos, no encontrará a dos que tengan los mismos genes. ¡Ni tan siquiera dos! ¿Se da cuenta? Entre seis mil millones de personas, no hay un par que sean idénticos.

—Sí, cada uno de nosotros es único.

—¡Exacto! Aunque algunos desempeñen la misma profesión, en el mismo lugar y en el mismo momento, no les podemos considerar como una cuadrilla o un grupo porque, sean cuales sean los puntos que puedan tener en común, siempre habrá más elementos que les diferencien que puntos comunes ligados a su profesión.

—Comprendo lo que quiere decir.

—A veces, tenemos tendencia a razonar por categorías, a considerar a las personas como si fueran todas parecidas dentro de un grupo cuando, de hecho, en estos campos de aquí abajo hay decenas de individuos y cada uno tiene una identidad propia, una historia propia, una personalidad específica y unos gustos particulares. Más de la mitad de ellos viven en el pueblo y les conozco. Incluso desde el punto de vista de su motivación para dedicarse a este trabajo, encontramos diferencias: uno lo hace porque le encanta estar en contacto con el agua, mientras su vecino, porque no ha tenido elección; un tercero porque le proporciona un poco más de dinero que su anterior trabajo, y un cuarto por ayudar a su padre; el quinto porque le gusta cuidar plantas y verlas crecer; el sexto se dedica a esto porque es tradición en su familia y jamás ha pensado en hacer otra cosa… Cuando razonamos por grupos, por conjuntos o por campos, nos abstraemos de las particularidades, del valor y del aporte de cada individuo, y caemos fácilmente en el simplismo y la generalización. Hablamos de los obreros, los funcionarios, los científicos, los agricultores, los artistas, los inmigrantes, los burgueses, las amas de casa… Construimos teorías que sirven a nuestras creencias. Pero no solamente la mayoría de estas teorías son falsas, sino que obligan a la gente a convertirse en eso que la teoría dice que son.

—Lo entiendo.

—Damos un gran paso en la vida cuando dejamos de generalizar al pensar en los demás y consideramos a cada uno individualmente, incluso aunque, por supuesto, forme parte de un todo que le supera: la humanidad o, más aún, el universo.

Contemplé a lo lejos el valle que se extendía a lo largo de kilómetros. Frente a nosotros, al otro lado del vacío, el relieve formaba otra colina, casi una montaña, que se elevaba más o menos lo mismo que la nuestra, separada por varios cientos de metros, formando de este modo una especie de inmenso cañón en el fondo del cual se perdía el valle. Algunas nubes quedaban por debajo de nuestro nivel, mientras que otras estaban por encima de nuestras cabezas, dándonos la impresión de encontrarnos flotando entre dos mundos. Una ligera brisa soplaba constante, haciendo más soportable el calor y trayéndonos oleadas de efluvios, olores lejanos que no habría sabido identificar.

—Bueno, volvamos a lo nuestro.

—De mil amores.

—Al realizar su proyecto, puesto que es algo que usted desea de todo corazón, no se unirá a una categoría de gente. Será simplemente usted mismo, expresando su talento de acuerdo a sus valores.

—Es cierto, debo tener eso en mente.

—Sí.

—¿Sabe? Ya le he comentado por encima este proyecto a un par de personas de mi entorno, y debo decirle que me han desanimado un poco.

—¿Por qué?

—Una me ha dicho que seguramente ese campo estará ya saturado y que no conseguiría hacerme un sitio en ese mundo, desembarcando en él así, sin diplomas ni contactos. La otra objetó que no se montaba un negocio como ése de la noche a la mañana, arrancando sin clientela, y que no tenía casi ninguna posibilidad de éxito.

—Todas las personas que tienen en mente un negocio se encuentran con este problema.

—¿Qué quiere decir?

—Cuando le hable de un proyecto a la gente que está a su alrededor, recibirá tres tipos de reacciones: las neutras, las de ánimo y las negativas que tienden a hacerle tirar la toalla.

—Está claro.

—Es fundamental que se aleje de las personas que sienta que podrían desanimarle. En todo caso, no les hable nunca de su proyecto.

—Sí, pero en cierto modo puede resultar útil que alguien te abra los ojos cuando has tomado una dirección equivocada.

—Para eso, diríjase solamente a gente con experiencia en el campo que a usted le interesa. Pero no hay que confiar en personas que podrían querer desanimarle sólo para responder a sus propias necesidades psicológicas. Por ejemplo, hay gente que se siente mejor cuando a usted le va mal, y hacen todo lo posible porque las cosas no le salgan bien. Hay otros que detestarían verle realizar sus sueños, puesto que eso les recordaría su falta de valentía para afrontar los suyos. También hay gente que se siente revalorizada al verle pasando dificultades, porque esto les da la ocasión de prestarle su ayuda. A estas personas, sus proyectos les resultan un fastidio y harán todo lo posible por disuadirle. No sirve de nada enfadarse con esta gente, porque actúan de forma inconsciente, pero es preferible no confiarles sus planes. Le harán perder la confianza que usted tiene en sí mismo. ¿Recuerda que ayer hablábamos del bebé que aprende a andar y no se desanima nunca, por mucho que fracase constantemente?

—Sí.

—Si el niño persevera y al final termina por lograrlo, es sobre todo porque ningún padre del mundo duda de la capacidad de su hijo para andar, y nadie le desanima en sus tentativas. Sin embargo, en cuanto se convierta en un adulto, muchos serán los que intentarán disuadirle de conseguir sus sueños.

—Seguro.

—Por eso conviene que se aleje de esas personas, o que no les cuente sus proyectos. De lo contrario, se unirá a los millones de personas que no llevan la vida que les gustaría.

—Le entiendo.

—Por el contrario, resulta muy positivo tener en su entorno a una o dos personas que crean en usted.

—¿Que crean en mí?

—Cuando uno se lanza a un proyecto que representa un cierto reto, por ejemplo cuando aspiramos a cambiar de profesión, pasamos forzosamente por altos y bajos. Creemos en nuestra idea y estamos muy animados, pero después, de un solo golpe, dudamos y no estamos convencidos, no nos sentimos capaces, tenemos miedo al cambio y a lo desconocido. Si estamos solos en esos momentos, es muy probable que terminemos tirando la toalla y abandonando. Pero si en su entorno hay una persona que cree en usted y confía en su capacidad para sacar adelante el proyecto y se lo hace sentir cuando la ve, desaparecerán sus dudas y sus miedos se esfumarán como por arte de magia. La confianza en usted que esta persona manifiesta se volverá contagiosa, le infundirá fuerzas para triunfar y le dará la energía que mueve montañas. Somos quince veces más fuertes cuando no estamos solos con nuestros proyectos. Pero entiéndame bien: no es necesario que esta persona le ayude o le dé consejos, no. Lo que cuenta, ante todo, es que crea en usted. Además, le sorprenderá ver la cantidad de personas célebres que se han beneficiado de un apoyo inicial como éste.

—No estoy seguro de tener a alguien así a mano…

—En ese caso, piense en otras personas un poco más alejadas. Un abuelo o un amigo de la infancia, aunque no lo vea demasiado a menudo. Si no encuentra a nadie, puede pensar en una persona ya desaparecida que le haya animado mientras estaba viva. Piense en ella y dígase: «Sé que, allá donde esté, si me viera montar este negocio creería en mí». En cuanto tenga dudas, recuerde a este ser querido y visualícelo animándolo, porque él sabe que usted lo va a lograr.

—Vale, entonces elegiré a mi abuela. Siempre vi en sus ojos que estaba orgullosa de mí. Cuando sacaba malas notas en la escuela, mis padres me echaban la bronca, pero ella me decía: «No pasa nada, sé que la próxima vez lo harás mejor».

—Es una buena ilustración. También hay gente que cree en Dios y obtiene de Él la fuerza para actuar. Napoleón, por ejemplo, estaba convencido de que tenía buena estrella. En la mayoría de sus campañas, incluso aunque estuvieran mal planteadas, estaba seguro de que iba a ganar con la ayuda de esta buena estrella. Esto le animó enormemente y le proporcionó un coraje muchas veces determinante.

—Cuando era pequeño, tenía una amiga que adoraba a su gato. Decía que podía ver en su mirada que la apoyaba en todas las circunstancias. Sus padres eran bastante severos y fríos. Cuando se ponía triste, no eran de esos que andan consolando. Pero ella tenía a su gato. Se ponía a acariciarle y le contaba sus penas. Él la miraba a los ojos ronroneando con su mirada profunda y comprensiva, y le devolvía la confianza en sí misma.

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