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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Ensayo, #Autoayuda

El hombre que quería ser feliz (15 page)

El camarero tomó nota de lo que querían.

—Un Blue Lagoon —pidió Kate.

—Un agua con gas —dijo Doris.

—¿Qué quieres beber? —le preguntó Dick a Jenz.

—Me da lo mismo.

—¡Decídete!

—Bueno, tomaré lo mismo que tú.

—Dos cervezas —pidió Dick, y luego, satisfecho de cómo le había ido ese día, les contó a los demás—: Había unas olas cojonudas hoy, ha estado muy guapo. Por fin un día que el tiempo no nos jode —dijo.

—Ha sido hermoso ver cómo se desencadenaban los elementos —añadió Doris.

—Pues sí —comentó Jenz.

—¡Oh, no! Hoy ha sido un día horrible —dijo Kate—. Un par de tíos no han parado de intentar ligar conmigo. Estaba harta, no me han dejado en paz.

—Tendrías que hacer surf —le aconsejó Dick—. En el agua, los tíos no miran más que a las olas.

—¡Eso sí que no! Nada de surf, que os estáis cayendo todo el rato y podría hacerme daño en las tetas si me caigo de morros.

En la mesa vecina, la mirada del surfista adolescente subió de la minifalda al escote.

Doris había decidido no entrar en la lucha. Con la sensibilidad a flor de piel, era de ese tipo de personas a las que les gusta que les quieran como son, hasta el punto de que había podido desarrollar la creencia de que si hacía un esfuerzo por agradar, ya no la querrían por lo que era, sino por lo que había hecho.

—¿Sabéis por qué los hombres eyaculan a sacudidas? —soltó Kate de repente, creando un silencio medio incómodo, medio atento.

Dick apreciaba visiblemente la pregunta y esperaba la respuesta. El rostro de Doris reflejaba su desprecio ante tamaña vulgaridad. Jenz sonreía con cara de santurrón.

—Para que a las mujeres les dé tiempo a ir tragando —añadió Kate, sosteniendo la mirada de Dick.

Jenz rio tontamente; Dick, con voz pastosa. Doris estaba aterrada.

El surfista adolescente no daba crédito a lo que veía. No se imaginaba que existieran mujeres así. Estaba con la boca abierta. No apartaba la vista de Kate, devorándola con la mirada. Debía pensar que era una bomba en la cama. Yo no estaba tan seguro. A mi entender, estaba mucho más interesada en el impacto que tenía sobre los hombres que en los hombres mismos.

¿Qué podía hacer que una muchacha jugara a provocar hasta tal punto que se atreviera a contar chistes obscenos en público? ¿Qué andaba buscando? ¿Qué debía de pensar de ella misma y de los demás? Sin duda tenía una necesidad visceral de seducir, de despertar el deseo sexual en los otros. Empecé a percibir algunas creencias posibles: «Seduzco, luego existo», o incluso «Sólo tengo valor si consigo atraer a los hombres». En todo caso, me parecía que su agresiva seducción no era una elección de verdad, que respondía a una necesidad de la que era esclava.

Me estaba acostumbrando a escuchar a la gente para entretenerme intentado adivinar cuáles serían sus creencias. Sin embargo, cuanto más descubría, más triste me ponía al constatar que los seres humanos no son libres. Esta falta de libertad no tiene por origen un terrible dictador, sino sólo lo que cada uno cree sobre sí mismo, los demás y el mundo.

Sobre la arena, los padres organizaban juegos de playa para sus hijos. Les observé durante unos instantes y me sorprendió escucharles cómo empujaban a su prole a competir con los demás. No bastaba con que hicieran bien sus actividades, tenían que superar a sus pequeños compañeros, ser mejores que ellos. ¿Qué podían creer estos padres?, ¿que sólo tenemos valor cuando superamos a los demás?, ¿que nuestro resultado sólo cuenta cuando es mejor que el del vecino? Yo tenía más bien la sensación de que la única competición importante es la que mantenemos con nosotros mismos. Superarse es mejor que superar. El sabio me había dicho que no se puede juzgar una creencia, sólo interesarse por sus efectos. ¿Cuáles podían ser en un caso parecido? ¿Un estímulo? Ciertamente. La motivación de progresar. ¿Pero qué efecto tenía en nuestra relación con los demás? ¿Podemos vivir una amistad o un amor, cuando se nos acostumbra a compararnos con los demás? ¿Qué sentimos en presencia de la gente? ¿Vacilamos entre sentimientos de superioridad e inferioridad? ¿Indiferencia y deferencia?

¿Compasión y celos? Estos padres se encontraban lejos de imaginar lo que estaban inculcando en sus hijos, que iba a condicionar de forma duradera su vida en sociedad. Sus motivaciones, comportamientos y emociones estarían marcados por determinadas creencias grabadas en su conciencia durante la edad en la que absorbemos los modelos que nos propone el exterior.

Y por cierto, ¿cómo habrían desarrollado estos padres sus propias creencias? ¿Las habían recibido a su vez de sus padres, o se habían enfrentado a personas competitivas y, al sentirse humillados, querían que sus hijos se encontraran en la posición de quienes les habían dominado? En ese caso, ¿dónde estaba la elección? ¿No estarían sometiéndose más bien al modelo del ofensor?

Otra mesa cercana encontró ocupante. Un señor sabelotodo charlaba con una mujer que le hacía creer hábilmente que admiraba su erudición, cuando, manifiestamente, ocultaba su aburrimiento. En cada tema, él se esforzaba en desplegar sus conocimientos. Incluso le reprochaba sus imprecisiones cuando ella se expresaba, lo cual era raro dado el escaso espacio que él le dejaba. Me preguntaba quién sería más digno de compasión en esta situación, tan imperiosa me pareció la necesidad que él tenía de demostrar lo que sabía. Era algo vital para él. ¿Creía que existía sólo por su sabiduría? ¿O le daba miedo pasar por un idiota o un inculto? ¿O quizá creía que no podría ser amado por alguien que no percibiera su erudición? ¿Se encontraba entonces obligado a mostrarla constantemente?

El punto común entre todas estas personas era la poca libertad de la que parecían disfrutar. Eran prisioneros de sus propias creencias, las cuales restringían su capacidad de elección, dictando sus conductas. Cada vez era más consciente de esta realidad. Me bastaba con observar y escuchar durante unos instantes a unos desconocidos para percibir las creencias que podían sostener sus actitudes.

Era como David Vincent en
Los Invasores
. Él reconocía a los extraterrestres porque tenían el meñique rígido. Estaban por todas partes e invadían el planeta. Mi propio planeta estaba invadido por creencias. Se encontraban en todos los sitios y dirigían el comportamiento de la gente.

18

R
egresé al coche, no muy disgustado por tener que abandonar Kuta, sus bares y su ambiente superficial. Llegué a mi bungalow en medio de una noche oscura y cálida, y mi baño ritual me sentó divinamente.

La mañana del sábado se me hizo interminable.

La pasé en la playa, observando el extraño ir y venir de los pescadores, a la sombra de una palmera. Esperaba la llegada de la tarde con impaciencia. Me preguntaba cuál sería esa famosa «enseñanza final» que el sabio se reservaba para nuestro último encuentro. De hecho, me costaba creer que esta entrevista sería la última. Me había acostumbrado a nuestras citas y en cada una de ellas había conseguido descubrir cosas sobre mí mismo, así que me resultaba difícil admitir que su ciclo iba a terminar.

¿Por qué decidí, en aquella primera ocasión, ir a visitar al curandero? ¿Qué extraño azar me había llevado a oír hablar de él y a ir a verle, aunque de entrada consideraba que no le necesitaba? ¡Qué extraña, la vida! A veces hay pequeñas decisiones que tienen consecuencias increíbles sobre el curso de tu existencia. Años más tarde, te preguntas cómo habrían sido las cosas si, en su momento, en lugar de haber elegido una cosa hubieras optado por otra. ¿Cuántas ocasiones de este tipo habría dejado pasar sin ni tan siquiera saberlo? ¿Cuántas veces, en las miles de pequeñas bifurcaciones que me había encontrado en la vida, había optado desafortunadamente por el camino insulso cuando el otro sendero podría haber resultado maravilloso?

Tomé un rápido almuerzo muy temprano. Quería acudir a la cita con el sabio al comienzo de la tarde para así poder disponer de más tiempo con él. Mi motivación de sacar el máximo provecho a este encuentro se veía acentuada por el hecho de que se trataba del último, pero también, había que reconocerlo, en razón a lo que me había costado. Además, el azar quiso que llegase a las cercanías de su
campan
precisamente a la misma hora en la que debería estar despegando mi avión. El jardín estaba tal y como lo había visto el primer día, simple y hermoso, con sus perfumes delicados de flores del fin del mundo. Avancé sin ver a nadie en los alrededores. El
campan
en el que solía recibirme estaba vacío. Ni un sonido en los alrededores. Quizás me había presentado demasiado pronto. Me di una vuelta: ni un alma. Me senté en un murete cerca de la entrada y esperé. El silencio del lugar sólo se veía profanado por el murmullo de las hojas y los ruiditos característicos de un
gecko
escondido sin duda en alguna viga. Tal calma era propicia para la serenidad y, por primera vez, me dije que quizá no estaba hecho para vivir en una gran ciudad. Pasaron veinte minutos antes de que viera aparecer a la joven del moño. Me acerqué a ella, que se adelantó a mi pregunta:

—El maestro Samtyang no está disponible hoy —dijo.

—Sí, ya sé que estaba ocupado por la mañana, pero tenía previsto recibirme esta tarde. Puede que no se lo haya dicho. ¿Podría avisarle de que estoy aquí?

—Pero si no está aquí.

—Bueno, seguro que se ha retrasado. En ese caso, le esperaré en el
campan
—dije, amagando un movimiento.

—No, hoy ya no volverá. Cuando salió me dijo que regresaría mañana.

—Debe tratarse de un error —afirmé—. Le aseguro que tengo una cita con él, es imposible que la haya olvidado.

—No la ha olvidado, pero no está aquí, y no le podrá ver.

Se expresaba con la misma naturalidad de siempre, sin tener en cuenta mi angustia.

—¿Cómo? ¿Qué es eso de que no la ha olvidado? —dije, sintiendo la cólera crecer en mi interior.

—No la ha olvidado. De hecho, me dijo que usted vendría esta tarde.

—¿Qué significa toda esta historia? —exploté—. He cambiado mi billete de avión porque él me lo pidió, lo he hecho expresamente para encontrarme con él. Tengo que verle. ¿Dónde está?

—No lo sé.

La situación superaba mi entendimiento. Tenía la impresión de estar viviendo una pesadilla.

—¿Le ha pedido que me diga algo?

—¿No ha visto la nota que le ha dejado?

—¿Dónde?

—En el
campan
.

Me dirigí hacia allí corriendo, disgustado por el devenir de los acontecimientos. ¿Por qué me había hecho esta jugada? Sabía cuánto me había costado cambiar el billete. ¿Qué excusa iba a poner?

La nota estaba posada sobre el cofre de madera de alcanforero. Un papel amarillento, doblado en cuatro. Me precipité sobre él y lo desplegué. Reconocí su letra ligera y sinuosa.

La decepción, el desasosiego y quizás hasta la cólera que debe de sentir al afrontar la lectura de este mensaje acompañarán su transición a una nueva dimensión de su ser, un ser que ya no me necesita para proseguir su evolución.

Al tomar la decisión de venir hoy, ha realizado el aprendizaje final que necesitaba, desarrollando una capacidad de la que carecía antes de hoy y que le hacía mucha falta poseer: la capacidad de tomar una decisión que le cueste, y por lo tanto de renunciar a algo. En otras palabras, de hacer un sacrificio para avanzar en su vida. A partir de ahora ya la tiene. De este modo, el último obstáculo para alcanzar su plenitud estalla en pedazos. Ahora dispone de una fuerza que le acompañará toda su vida. A veces, el camino que lleva a la felicidad nos obliga a renunciar a las comodidades para seguir las exigencias de nuestra voluntad en lo más profundo de nuestro ser.

Buen viaje,

Samtyang

Permanecí en silencio durante un buen rato. Pasé de la cólera a la estupefacción, de la estupefacción a la duda, de la duda a la comprensión, de la comprensión a la aceptación, de la aceptación al reconocimiento, del reconocimiento a la admiración.

Este hombre había tenido el valor de imponerme una prueba, sabiendo que se lo echaría en cara y que puede que incluso no se lo perdonara. Lo hizo porque sabía que para evolucionar no bastaba con comprender, ni incluso con aceptar, una idea. Era necesario vivir una experiencia intensa, que me implicara personalmente, y esto era lo que me había ofrecido.

Con su ausencia, había renunciado de golpe a recibir mi despedida, mi agradecimiento y mi reconocimiento por todo lo que me había dado. Y, por medio de este acto, demostraba eso mismo que me había enseñado, amplificando de este modo la fuerza de su mensaje. Una obra maestra.

Me quedé solo un buen rato, impregnándome por última vez de la atmósfera tan particular de ese lugar cargado de sentido. Después me llevé las manos al cuello y me quité la cadena con la cruz hugonota que llevaba. La cogí con cuidado y la deposité en la pequeña hucha de la estantería.

19

V
olví a la carretera y, tras un breve alto en un pueblo para llenar mi mochila de provisiones, conduje hacia el norte a toda velocidad. Media hora más tarde aparqué, me até bien los cordones de las zapatillas, me eché la mochila al hombro y cogí el sendero. Al cabo de unos minutos de marcha, ya sentía la fuerza del calor y el sudor empezaba a chorrear por mi frente. Alcé la vista, haciendo visera con la mano para protegerme los ojos del sol. Dominándome con toda su altura, como un gigante mito lógico, inmóvil e inmutable, allí estaba el monte Skouwo.

La ascensión me costó más de cuatro horas. Cuatro horas de esfuerzos y, en algunos momentos, de sufrimiento. La subida era a ratos muy empinada, y a veces me faltaba el aliento. En ocasiones, el sendero rodeaba los flancos de la montaña suavizándose la pendiente y aprovechaba para recuperarme aspirando el aire perfumado de olores a arbustos tropicales cuyos nombres ignoraba. Cuanto más ascendía, más impresionantes se volvían las vistas.

Llegué a la cima agotado, vacío de energía, pero lleno de una satisfacción intensa. Había conseguido superar mi pereza, movilizar mi coraje y mis fuerzas, llegar hasta el final con una decisión y ahora me sentía todopoderoso, en pie en lo alto del monte Skouwo, como un capitán sobre la proa de su navío, dominando kilómetros de tierras, de arrozales y bosques, con el viento silbando en mis oídos, embriagándome con sus perfumes de aventura.

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