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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Ensayo, #Autoayuda

El hombre que quería ser feliz (10 page)

—¿Me deja probarlo? —me obligué a pedirle.

—¡Oh! ¡Pero será usted pícaro! —dijo con los ojos brillantes y luciendo una sonrisa glotona.

Leí en su mirada que dejarme posar los labios sobre el helado que ella lamía equivalía casi a besarla en plena boca.

—Entonces, ¿sí o no?

—Pues claro que sí, cariño mío —respondió ella, acercándose a mí y contemplándome golosa.

—No, si… Estaba de broma, estaba de broma —dije, forzando una carcajada.

—No tengas miedo, puedes probar. Venga.

—No, gracias, lo dije por decir… Sólo por decir… Hala, hasta pronto. ¡Que le aproveche!

La dejé plantada, incrédula, en medio de la acera, con la mano paralizada, como cataléptica, sujetando su cucurucho cuyo helado se derretía deslizándose lentamente por sus dedos hinchados y regordetes.

Otro fracaso, y esta vez con daños colaterales. Estaba rojo como una amapola y me dolía pensar que seguramente había herido los sentimientos de una persona. Aceleré el paso y tomé el primer camino que encontré a mi izquierda. Pisé la tierra batida durante unos instantes intentando recobrar el ánimo. Me preguntaba cual sería mi próxima petición, hasta que vi en un portal de madera una pancarta que anunciaba: «Pringga Juwita». Me acerqué y a través de la densa vegetación pude ver los bungalows de un hotel oculto tras los árboles. Me aproximé a dos turistas que salían por la puerta.

—Discúlpenme —les dije—, ¿se alojan ustedes aquí?

—Sí.

—Verán, yo estoy en un hotel en el este de la isla. Mi coche ha tenido una avería y no me lo van a reparar hasta mañana. No tengo nada de dinero y no puedo pagarme un hotel. Sé que lo que les pido suena un poco raro, pero ¿podría pasar la noche en su habitación? No me gustaría dormir a la intemperie.

Se miraron durante un instante, sorprendidos, y luego uno me dijo:

—¿Su coche se ha averiado?

—Sí.

—¿No le ha pedido al mecánico que le alojara?

—No.

—Aquí la gente es muy hospitalaria. Él podrá acogerle en su casa o recomendarle a algún vecino. A mí no me importaría, pero nuestra habitación es bastante pequeña. ¿Quiere que pregunte en el hotel? Llevamos aquí ya ocho días y nos empiezan a conocer bien. Sé que está lleno, pero seguro que conocen a alguien que pueda acoger a un amigo de sus clientes.

—No, ya me las arreglaré, muy amables.

—Como quiera.

—Gracias de todos modos.

—Buena suerte.

—Gracias. Adiós.

¡Qué mala sangre! ¿No podrían haber dicho sencillamente que no? Al verles desaparecer por la esquina de la calle, empecé a tener la impresión de que esto iba a resultar más complicado de lo que había pensado.

Otro turista salió del hotel en ese momento. Me disponía a repetir mi petición, pero sus andares felinos, su estilo en el vestir, sus delicados rasgos y el pendiente que llevaba me detuvieron en seco. Me entró miedo a que aceptara mi proposición…

Di media vuelta y regresé a la calle principal, que seguía llena de gente. Debía encontrar algo para pedir que fuese tan exagerado que los demás se vieran obligados a rechazarlo. Vamos a ver, vamos a ver… ¡Dinero! Sí, eso es, el dinero. La gente, cuando se le toca el bolsillo, se pone a la defensiva y se vuelve más expeditiva.

Pasé ante la puerta de la oficina postal y me dirigí a la primera persona que salía, una mujer de unos cincuenta años con el pelo gris muy cortito y aspecto un poco masculino. La típica señora que no parece tener ningún reparo para decirte que no. La presa ideal. Me gustó a primera vista.

—Perdone que le moleste, pero tengo que realizar una importante llamada al extranjero y no tengo dinero. ¿Tendría la bondad de darme quinientas rupias para que pueda utilizar la cabina de la oficina postal?

—¿Tiene que realizar una llamada urgente? —me preguntó con un tono que denotaba bastante autoridad.

—Sí.

—¿A dónde tiene que llamar? —Me miraba directamente a los ojos frunciendo el ceño.

—A los Estados Unidos.

—¿Hablará mucho tiempo?

Tenía la sensación de estar siendo sometido a un interrogatorio policial.

—Sí, cinco minutos, puede que seis.

—Sígame a mi hotel —me ordenó—. Está aquí al lado. Yo utilizo la cabina del hotel con una tarjeta de prepago que sale tirada de precio. Le dejaré usarla durante tres minutos, no más. Le estaré cronometrando.

—Por desgracia, no será suficiente. ¿No acepta dejarme seis minutos?

No me reconocía a mí mismo. Nunca antes habría tenido la caradura de pedir algo así, sobre todo a una señora que había tenido ya la extrema gentileza de regalar tres minutos de su tarjeta telefónica a un desconocido para echarle una mano.

—Estoy segura de que tres minutos le bastarán. ¡Vamos! —dijo ella, tirando de mí—. Tiene que aprender a ir al grano, resulta muy útil en la vida.

Estaba claro que todo el mundo quería darme consejos sobre mi vida.

—No, si… No quisiera molestarla yendo hasta su hotel. No se preocupe, ya me las arreglaré.

—No me molesta —afirmó autoritaria, siguiendo hacia adelante y mostrándome el camino.

—Pero seguro que usted necesita hacer llamadas. No quiero malgastar el crédito de su tarjeta.

—Venga, deje de plantearse cuestiones metafísicas. Si supusiera un problema para mí, no se lo habría propuesto.

Diez minutos más tarde estaba llamando al número de mi propia casa y manteniendo un acalorado diálogo con mi contestador automático. Al cabo de dos minutos, colgué.

—Tenía razón, con dos minutos me ha bastado.

—¡Perfecto! ¿Se solucionan las cosas? —preguntó, con un tono de inspector de fin de obra.

—Sí, no sé cómo agradecérselo.

—En ese caso, no lo haga.

—Bueno, pues… adiós. ¡Que disfrute de lo que le queda de vacaciones!

—Adiós, y recuerde: en la vida, hay que saber ir directamente al grano.

Se quedó contemplando cómo me alejaba y, cuando me giré diez metros más adelante, la vi sonreír, visiblemente satisfecha de ella misma… y muy lejos de saber que había obrado justo al contrario de lo que yo necesitaba.

Entré abatido en el primer café que encontré para darme un respiro. A este ritmo, iba a necesitar una semana para reunir cinco «noes». Resultaba deprimente. En cuanto franqueé la puerta, la tranquilidad del Yogi's produjo un brutal contraste con mi desánimo y al instante me envolvió una sensación de bienestar. Iluminación atenuada por elegantes persianas venecianas de madera, sillones bajos, música de Shaaban Yahya sonando suave, clientes charlando en voz baja: el lugar ideal para reposar unos minutos y recuperarme.

Pedí un té helado y me dejé caer en un sillón, esperando a que la tensión acumulada amainara poco a poco. Permanecí con los párpados cerrados durante algunos instantes y liberé el aire contenido en mis pulmones en un largo y silencioso suspiro. Me dio la impresión de que había olvidado renovarlo desde hacía más de una hora. El nuevo aire que inspiré me refrescó la nariz y la dulzura de sus perfumes a té e incienso me alivió, tal era la sensación de bienestar que insuflaba en mí al recorrer mis bronquios hasta sus más ínfimas ramificaciones. Permanecí durante un momento así, como en estado de ingravidez, vaciando mi mente.

Cuando abrí los ojos vi, como una aparición, a una joven sentada en un puf a unos metros de mí. Habría jurado que no estaba allí cuando entré, a no ser que ya estuviera instalada y que mi atormentado espíritu no se hubiera percatado de su presencia antes de relajarse un poco. Era muy delgada, y su estrecha espalda, que yo veía de perfil, tenía un acentuado arqueo natural. El largo pelo castaño estaba recogido en la nuca, mostrándola lo suficiente como para que yo pudiera percibir su delicadeza. Se encontraba absorta en la lectura de un libro que reposaba sobre la mesita baja y su mano derecha daba vueltas maquinalmente a la cucharilla de una taza de té humeante. La observé durante largo rato, admirando su gracia natural. Interrumpió la lectura para llevarse la taza a los labios, unos bonitos labios gruesos que me recordaron a las frambuesas. Dejó la taza girando delicadamente la cabeza en dirección a mí y su mirada se posó sobre la mía como si, consciente de mi presencia, hubiera esperado al momento preciso para prestarme atención. Su mirada se cruzó con la mía y no la apartó durante un tiempo que me pareció una eternidad. Mi mirada estaba tan atrapada por la suya que no me atrevía ni a pestañear. Tenía la sensación de que la distancia que nos separaba disminuía, como cuando accionamos el zoom de una cámara, y todo lo que se encontraba a nuestro alrededor se hubiera vuelto borroso o estuviera desapareciendo. Estaba rodeado por la nada, enfrentado al ojo de un tornado de belleza que me aspiraba, absorbiéndome como un agujero negro. La música ambiente me parecía lejana y, al mismo tiempo, era como si proviniese de mi propio interior. La muchacha no sonreía, su rostro permanecía estático. Sólo su delicada nariz se movía un poco al ritmo de su respiración. Habría resultado inútil intentar adivinar sus pensamientos, comprender lo que significaba esa mirada. Lo que estábamos viviendo iba más allá del pensamiento, del lenguaje, de la comprensión. Su alma le hablaba a la mía, que le respondía. Era algo que sólo les incumbía a ellas, y no habría servido de mucho buscarle sentido a un fenómeno que nos desbordaba. Además, no tenía ganas ni necesidad de nada. Ya no era yo, estaba al otro lado de mí. Quizás había alcanzado, por unos instantes, esa dimensión donde los seres se reúnen y se comunican sin hablar.

Viví una distorsión del tiempo tan grande que más tarde fui incapaz de saber cuánto había durado aquello. El contacto fue interrumpido por un camarero que me trajo la cuenta entablando conversación. Mientras respondía, sacaba el dinero, pagaba y recogía el cambio… ella ya no estaba allí. Había desaparecido del mismo modo que se presentó. Sentí que era inútil intentar buscarla, salir fuera a todo correr, preguntar a los presentes. Conocerla, presentarme, hablar con ella…, todo eso no habría hecho más que bajar al plano terrestre lo que acabábamos de vivir en un nivel más espiritual. Y no se puede añadir nada a la perfección sin estropearla, alejarse de ella y finalmente perderla. De todos modos, la perfección no puede servir de cimiento para una relación, porque no es posible construir nada encima de ella. La vida es cualquier cosa menos perfección.

Me quedé un rato más en el Yogi's antes de recordar mi tarea. Salí y me pasé la hora siguiente dirigiéndome a distintas personas para formular diversas demandas, yendo cada vez más lejos en lo inaceptable. Sin embargo, no fui capaz de conseguir un «no» franco y convincente, bien porque los demás accedían parcialmente a mis demandas, bien porque intentaban encontrar una forma indirecta de responder a la necesidad que yo les planteaba. Terminé el día bastante contrariado, yo que había empezado con la firme intención de llevar a buen puerto esta tarea. Felizmente, el tipo que vi aparecer de repente al final de la calle iba a salvar mi honra e impedir que volviera a casa con las manos vacías.

—¡Hans! ¡Hans! —le llamé desde la distancia—. Hans, ¿puedes prestarme dinero?

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R
egresé al bungalow saboreando esta cómoda victoria. Era la primera vez en mi vida que había sentido cómo me invadía un gran placer al ver un rostro arrugarse, una mirada helarse, un ceño fruncirse hasta formar una profunda arruga sobre la nariz, unos labios apretarse.

Me pareció que la escena se desarrollaba a cámara lenta, muy, muy despacio, permitiéndome disfrutar de cada milésima de segundo, secuencia a secuencia. Me acuerdo de cada imagen como si hubiera sucedido ayer: vuelvo a verle abriendo la boca, y a escuchar cómo, en el instante preciso en el que la lengua se despegaba del paladar, su aliento proyectó un sonido seco que chasqueó en el aire como un látigo, formando el mágico adverbio del rechazo, esa palabra que llevaba toda la tarde intentando conseguir. Me hubiera gustado grabar la escena para visionarla más tarde una y otra vez.

Estuve a punto de alzar los brazos y levantar la mirada al cielo cayendo de rodillas, como hacen los campeones de tenis cuando ganan el punto de partido que les da la victoria en la final de un torneo del Grand Slam. Habría sido capaz de lanzarme a su cuello y besarle agradecido. Me contenté con sonreír y contemplarle en silencio, esperando el placer de verle justificar su postura con una excusa falsa o cualquier moralina barata. Cuando le dije que era una broma y que no necesitaba el dinero se rio con la risa forzada de quien se ve aliviado pero conserva la crispación provocada por la demanda inicial.

Espoleado por mi victoria, conseguí un segundo punto acto seguido al llamar a la agencia de viajes de Kuta, donde me dijeron claramente que no, que era imposible cambiar la fecha de mi billete de avión sin pagar una penalización de seiscientos dólares. Nunca había recibido de tan buen humor una noticia tan mala.

Con el entusiasmo del momento, se me ocurrió probar a llamar a mi antiguo jefe. No tuve en cuenta el desfase horario y me dio la sensación de que le había levantado de la cama. Por la voz parecía dormido, y mostraba el punto de inquietud que tenemos cuando el teléfono suena en medio de la noche y nos preguntamos qué terrible noticia puede justificar que nos arranquen del sueño a una hora como esa. Le hablé de mi proyecto con entusiasmo, sin prestar atención al contraste entre mi ilusión y su somnolencia. Me escuchó sin pronunciar palabra y, cuando le pregunté si aceptaría dedicarme un poco de su tiempo para transmitirme algunos aspectos de su buen hacer, estuvo de acuerdo, sin duda aliviado porque no le llamaran para anunciarle que su abuela había fallecido o que habían volado su escuela en un atentado terrorista.

Dos de cinco constituía un resultado honroso para un neófito, así que confiado y sereno regresé a mi playa y dediqué el final de la tarde a mi segunda tarea: imaginarme dentro de la piel de un fotógrafo, realizando una introspección para escuchar mis sensaciones sobre esta nueva identidad profesional.

Mi baño nocturno fue un delicioso momento de abandono, distensión y felicidad tras una jornada agotadora pero victoriosa.

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E
ntonces, ¿le ha resultado tan fácil como se imaginaba reunir «noes»?

—Doy fe de que no, lo confieso.

Sonrió mientras se sentaba sobre la esterilla en la posición del loto. Yo le contemplaba feliz de poder estar de nuevo ante él. Me gustaba su rostro sereno e imperturbable. La cara de alguien que ya no espera nada más de la vida, que no ambiciona nada y no tiene deseos particulares. Alguien que se contenta con ser y que ofrece este estado a los demás, como un modelo que podemos seguir si así lo deseamos.

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