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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Ensayo, #Autoayuda

El hombre que quería ser feliz

 

Cuando, por curiosidad, el protagonista de esta novela decide acudir a un curandero antes de finalizar sus vacaciones en Bali, está lejos de sospechar que padece «infelicidad». Se inicia entonces una larga y fructífera conversación con el curandero en la que Julian verá derrumbarse, uno a uno, los pilares que sostienen su vida.

Como muchos occidentales, Julian ha llevado siempre una vida muy ajetreada aparentemente feliz y exitosa, pero que esconde en realidad un poso de amargura que amenaza con arruinar su vida. A lo largo de sus repetidos encuentros con el curandero, Julian deberá descubrir cómo liberarse de lo que le impide ser realmente feliz y decidirá tomar, por fin, las riendas de su vida. Una reflexión, en forma de parábola, acerca del auténtico sentido de la felicidad.

Laurent Gounelle

El hombre que quería ser feliz

ePUB v1.1

Enylu & Mística
2.05.13

Título original:
L'homme qui voulait être heureux

Laurent Gounelle, 2008.

Traducción: Álvaro Abella Villar

Diseño/retoque portada: Enylu & Mística

Nº Páginas: 121

Editor original: Enylu & Mística (v1.1)

Corrección de erratas: Mapita

ePub base v2.1

Para Zoé, mi amor.

«Somos lo que pensamos. Con

nuestros pensamientos, construi-

mos el mundo.»

B
UDA

1

N
o quería marcharme de Bali sin ir a verle. No sé por qué, pues yo no estaba enfermo. Es más, siempre he gozado de una excelente salud. Me informé acerca de sus honorarios ya que, a punto de finalizar mis vacaciones, tenía la cartera casi vacía y me daba reparo consultar mi cuenta bancaria desde el extranjero. Quienes le conocían me aconsejaron: «Sólo tienes que darle la voluntad. Se lo puedes dejar en una pequeña hucha que tiene sobre una estantería». Bueno, esto me tranquilizó, aunque me angustiaba un poco la idea de dejar un miserable billetito a alguien que, según contaban, había curado al primer ministro de Japón.

Fue difícil encontrar su casa, perdida en un pueblito a varios kilómetros de Ubud, en el centro de la isla. Desconozco el motivo, pero en este país casi no existen los carteles indicadores. Uno puede leer un mapa cuando tiene puntos de referencia, de lo contrario el mapa resulta tan inútil como un teléfono móvil en una zona sin cobertura. Por supuesto, siempre me quedaba recurrir a la salida más fácil: preguntar a alguien. Por muy hombre que sea, esto nunca me ha planteado ningún problema. A veces me parece que la mayoría de los tíos tienen la impresión de perder su virilidad si se ven obligados a rebajarse a ello. Por este motivo, prefieren refugiarse en un silencio que viene a significar: «Yo sé llegar», y fingen orientarse hasta que se encuentran completamente perdidos y su mujer les reprocha: «¡Te lo dije! Tendríamos que haber preguntado».

El problema en Bali es que la gente es tan amable que siempre te dicen que sí. En serio. Si le sueltas a una muchacha: «Me parece que eres muy bonita», te contemplará con una bella sonrisa y responderá: «Sí». Cuando preguntas por una dirección, es tal el deseo que tienen de ayudarte que les resulta insoportable admitir que no pueden hacerlo. Entonces, señalan en una dirección, elegida sin duda al azar.

Por este motivo, estaba un poco molesto cuando por fin llegué ante la puerta del jardín.

No sé por qué, me había imaginado una lujosa mansión, como las que se ven a menudo en Bali, con estanques cubiertos de flores de loto a la acogedora sombra de los frangipanes que exhiben sus enormes flores blancas cuyo perfume es tan embriagador que resulta casi impúdico. En lugar de una mansión, me encontraba ante una sucesión de
campanes
, una especie de casetas sin paredes intercomunicadas entre sí. Al igual que el jardín, eran de una gran simplicidad, bastante sobrias, pero no por ello daban sensación de pobreza.

Una joven vino a recibirme, envuelta en su
sarong
, el cabello negro recogido en un moño, la tez tostada, una naricita regular y los ojos sin rasgar, un detalle que siempre me ha sorprendido de esta población oculta en el corazón de Asia.

—Buenos días, ¿qué desea? —me preguntó, expresándose de entrada en un inglés bastante rudimentario. Supongo que mi metro ochenta y mi pelo rubio no dejan lugar a dudas sobre mis orígenes occidentales.

—Quiero ver al señor… esto… al maestro… Samtyang.

—Ahora viene —me informó antes de desaparecer entre los arbustos y la sucesión de pequeñas columnas que sostenían los techos de los
campanes
.

Me quedé un poco con cara de tonto, de pie, esperando a que «SU excelencia» se dignara venir a recibir a un humilde visitante como yo. Al cabo de cinco minutos, que se me hicieron lo suficientemente largos como para empezar a preguntarme sobre la pertinencia de mi presencia en ese lugar, vi acercarse a un hombre de, por lo menos, setenta años, puede incluso que ochenta. Lo primero que me vino a la mente fue que, si le hubiera visto con la mano extendida en la calle, le habría dado cincuenta rupias. Por norma general, sólo les doy limosna a los ancianos. Me parece que si a sus años están mendigando es porque realmente no les queda otra opción. El hombre que avanzaba con lentitud hacia mí no vestía harapos, es cierto, pero su vestimenta era de una sobriedad conmovedora, minimalista e intemporal.

Me avergüenza reconocer que mi primera reacción fue pensar que me había equivocado de persona. Éste no podía ser el curandero cuya reputación se extendía más allá de los mares. A no ser que su don fuera parejo a su falta de discernimiento y que aceptara cobrar al primer ministro de Japón en cacahuetes. También puede que se tratara de un genio del marketing, y fuera consciente de que se dirigía a una clientela de occidentales crédulos, ávidos de estereotipos, como el del curandero que lleva una vida de asceta, con total desapego por las cosas materiales, pero que al final de cada sesión acepta una generosa contribución.

Me saludó y me dio la bienvenida con sencillez, expresándose con mucha dulzura en un buen inglés. La luminosidad de su mirada contrastaba con las arrugas de su piel curtida. Tenía una deformación en su oreja derecha, como si el lóbulo hubiera sido parcialmente seccionado.

Me invitó a seguirle al interior del primer
campan
: un techo sostenido por cuatro pequeñas columnas, adosado a una antigua pared a lo largo de la cual estaba la famosa estantería. En el suelo, una esterilla y un cofre de madera de alcanforero. Éste, que estaba abierto, rebosaba de documentos, entre los cuales había unas planchas que representaban el interior del cuerpo humano. En otro con texto, me hubiera muerto de risa de lo alejadas que estaban esas representaciones de los conocimientos médicos actuales.

Me descalcé antes de entrar, como exigen las tradiciones balinesas. El anciano me preguntó de qué sufría, lo que me devolvió de golpe a la razón de mi presencia allí. Qué buscaba, mejor dicho, puesto que no estaba enfermo. Le iba a hacer perder el tiempo a un hombre cuya honestidad, por no decir integridad, comenzaba a percibir, aunque todavía no tenía ninguna prueba de su competencia. Simplemente, tenía ganas de que alguien estudiara mi caso, se interesara por mí, me hablara de «MÍ» y, quién sabe, quizá descubriera que había un medio para que las cosas me fueran todavía mejor. También puede ser que estuviera obedeciendo a una especie de intuición… A fin de cuentas, me habían dicho que se trataba de un hombre extraordinario, y simplemente tenía ganas de conocerle.

—Vengo a hacerme un chequeo —le confesé, sonrojándome al pensar que no estaba pasando la revisión médica anual de la empresa y que esta solicitud quedaba fuera de lugar.

—Túmbese aquí —me dijo, señalando la esterilla y sin manifestar ninguna reacción ante la futilidad de mi petición.

2

D
e este modo comenzó la primera —y espero que sea la última— sesión de tortura a la que me he visto sometido en mi vida. Todo había empezado con normalidad: tumbado boca arriba, relajado, confiado y un poco divertido, le dejé que palpara con dulzura diversas zonas de mi cuerpo. Para empezar, la cabeza; después, la nuca; luego, a lo largo de ambos brazos hasta llegar a las últimas falanges de los dedos; siguieron distintas zonas, aparentemente muy precisas, del torso; después, el vientre. Me alivió constatar que pasó directamente del vientre a la parte alta de los muslos. Las rodillas, los gemelos, los talones, las plantas de los pies: lo palpaba todo, y esto no me molestaba demasiado.

Finalmente, llegó a los dedos de los pies.

3

N
o sabía que se podía hacer sufrir hasta tal punto a una persona nada más que pellizcando con el pulgar y el índice su dedo meñique del pie izquierdo. Grité y me retorcí en todas las direcciones sobre la esterilla. Quien nos viera desde lejos, diría que se trataba de un pescador intentando ensartar en su anzuelo a un gusano de un metro ochenta. Reconozco que soy un poco delicado por naturaleza, pero el dolor que estaba sintiendo sobrepasaba en intensidad a todo lo que había conocido hasta entonces.

—Le duele —me dijo.

No era broma. Dejé escapar un «SÍ» entre dos gemidos. No tenía fuerzas ni para gritar. Mi sufrimiento no parecía afectarle y conservaba una especie de neutralidad condescendiente. Su rostro expresaba incluso una cierta bondad, que contrastaba con el trato que me estaba inflingiendo.

—Usted es infeliz —dijo, como quien realiza un diagnóstico.

En ese preciso instante sí lo era, y mucho. No sabía si debía echarme a llorar o a reír ante esta situación en la que me había metido. Creo que hice ambas cosas a la vez. Siempre se me ha dado bien meterme en embrollos como éste. ¡Con lo bien que habría podido pasar el día tirado en la playa, charlando con los pescadores y contemplando a las hermosas balinesas!

—El dolor que usted siente en este punto exacto es el síntoma de un malestar más general. Si ejerciera la misma presión en el mismo lugar en cualquier otra persona, no le haría tanto daño —afirmó.

Con estas palabras, soltó por fin mi pie y me sentí de golpe el hombre más feliz del mundo.

—¿A qué se dedica?

—Soy profesor.

Me estuvo escrutando por un instante y después se alejó, con aire ensimismado, como preocupado. Tuve la sensación de haber dicho algo que no debía, o de haber cometido una tontería. Se quedó mirando vagamente hacia una buganvilla en flor que había a pocos pasos de allí. Parecía absorto en sus pensamientos. ¿Qué se supone que tenía que hacer yo? ¿Irme? ¿Toser para recordarle mi presencia? Me sacó de mis cavilaciones volviendo hacia mí. Se sentó en el suelo y me habló mirándome directamente a los ojos.

—¿Qué es lo que no funciona en su vida? Parece que goza de una buena salud. ¿Qué le pasa, entonces? ¿El trabajo? ¿Los amores? ¿Su familia?

Era una pregunta directa y sus ojos me contemplaban fijamente sin dejarme ninguna escapatoria, aunque su voz y su mirada fueran condescendientes. Me sentía obligado a responder, desnudando mi alma ante un hombre a quien una hora antes no conocía.

—Pues no lo sé. Sí, podría ser más feliz. Como todo el mundo, ¿no?

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