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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Ensayo, #Autoayuda

El hombre que quería ser feliz (3 page)

—Es increíble.

—Asusta un poco, es cierto.

Estaba muy trastornado por lo que estaba aprendiendo. Todas estas ideas quedaban como suspendidas en el aire. Permanecimos unos instantes sin decir nada. Una brisa ligera me trajo los sutiles aromas de las plantas tropicales que crecían en libertad cerca del
campan
. A lo lejos, un lagarto
gecko
hizo su sonido característico.

—Hay una cosa que me sorprende.

—Dígame.

—No quiero ofenderle, pero ¿dónde tiene acceso a este tipo de información? Me refiero a los experimentos científicos realizados en Estados Unidos.

—Espero que acepte que me reserve un cierto misterio respecto a mi persona.

No iba a insistir, pero me habría encantado saberlo. Me costaba trabajo imaginar que el
campan
de al lado tuviera conexión a Internet. Ni tan siguiera estaba seguro de que la aldea tuviera teléfono. Pero, sobre todo, no me imaginaba a mi curandero entrando en foros de ciencia. Me resultaba más fácil verle meditando durante horas en la postura del loto a la sombra de los mangles.

—Decía que existen otros orígenes para lo que uno puede creer sobre sí mismo.

—Sí. Están las conclusiones que, sin ser conscientes de ello, sacamos de determinadas experiencias que vivimos.

—Ya sabe que me gustan los ejemplos.

—Bueno, le daré un ejemplo un poco caricaturesco para ilustrarlo mejor. Imagínese a un bebé cuyos padres no prestan mucha atención a lo que hace. ¿Que llora?, no se mueven. ¿Que grita?, silencio sepulcral. ¿Que se ríe?, ninguna reacción. Podemos suponer que en él se va a desarrollar progresivamente el sentimiento de que no tiene ningún tipo de impacto sobre el mundo que le rodea, que no puede obtener nada de los demás. Está claro que no va a reflexionar conscientemente sobre ello; especialmente a su edad. No es más que un sentimiento, una sensación, algo de lo que se impregna. Ahora, para simplificar al máximo el proceso, suponiendo que no viva otras experiencias que vayan en el sentido contrario, podemos imaginar que, una vez que se convierta en adulto, será una persona fatalista. Nunca acudirá a los demás para encontrar lo que anda buscando, no intentará cambiar las cosas. Si un amigo le ve un día en apuros, en el campo profesional por ejemplo, sólo podrá constatar su pasividad. Por mucho que intente convencerle para que reaccione, que llame a las puertas adecuadas, que tome las riendas de la situación, que mueva sus contactos, no servirá de nada. Además, este amigo probablemente va a juzgarle con severidad, cuando su actitud no es más que el resultado de la convicción profunda, enterrada en él, de que no tiene ningún impacto sobre el mundo que le rodea y no puede obtener nada de los demás. Ni tan siquiera será consciente de esta creencia. Para él, las cosas son así. Es la realidad, su realidad.

—Tranquilíceme: no existen casos como éste ni padres así, ¿verdad?

—Sólo era un ejemplo. Podemos imaginar lo contrario: unos padres que sobrerreaccionan a la mínima expresión de su hijo. Si llora, acuden. Si sonríe, se maravillan. Si ríe, se extasían. El niño, sin lugar a dudas, desarrollará el sentimiento de que ejerce una influencia sobre su entorno. Dando un enorme atajo, podemos suponer que a la edad adulta se convertirá en un proactivo, o incluso en un seductor. Estará convencido del efecto que posee sobre los demás y nunca dudará en acudir a ellos para obtener lo que quiere. Pero tampoco será consciente de lo que cree. Para él, no se tratará más que de una evidencia: produce un efecto sobre las personas. Así de simple. No sabrá que, en origen, una creencia se instaló en su mente a raíz de las experiencias que vivió en su infancia.

La joven que me había recibido entró en el
campan
y nos sirvió té y unas golosinas, por llamar de algún modo a esa especie de pasta húmeda, dulce y pegajosa que hay que comer con los dedos respetando las tradiciones balinesas. Un proverbio de esta tierra dice que comer con la ayuda de cubiertos es como hacer el amor utilizando un intérprete. Hay que tomar la comida con las manos e introducirla en la boca empujándola con el pulgar. Esto exige un poco de práctica, si no queremos encontrarnos en la misma situación que un bebé sin babero.

—Entonces, empezamos a creer cosas sobre nosotros mismos a partir de lo que los demás nos dicen o de lo que deducimos inconscientemente de determinadas experiencias vividas, ¿no es así?

—Sí.

—¿Y esto sucede solamente durante la infancia?

—No. Digamos que durante ella se forjan la mayoría de las creencias que tenemos sobre nosotros mismos. Sin embargo, también podemos desarrollarlas más adelante, incluso en la etapa adulta. Pero, en este caso, se tratará del resultado de experiencias muy fuertes en el plano emocional.

—¿Por ejemplo?

—Imagínese que la primera vez que usted habla en público resulta un chasco total. Farfulla, se piensa las palabras antes de decirlas, su voz se le atraganta, su boca está seca como si se hubiera pasado tres días sin beber en medio del desierto… En el auditorio se puede escuchar hasta el vuelo de las moscas. Ve que la gente siente lástima de usted. Algunos manifiestan una ligera sonrisa burlona. Daría todo el dinero que tiene, e incluso sus ingresos del próximo año, con tal de estar en otro sitio y no vivir ese momento. Siente vergüenza y no hay nada que pueda hacer. En un caso como éste, puede que empiece a creer que no está hecho para hablar en público. En realidad, sólo ha fallado una vez, ese día, ante ese público, hablando sobre ese tema. Sin embargo, su cerebro ha generalizado la experiencia sacando una conclusión definitiva.

Me acababa de terminar las golosinas y tenía los dedos pegajosos. Dudaba entre relamerlos o limpiarlos en la esterilla. Incapaz de decidirme, me quedé con las manos extendidas en el aire. Probablemente estaba desarrollando la creencia de que no estaba hecho para comer al estilo balinés.

—Mañana, cuando regrese, descubriremos juntos otras creencias que le impiden ser feliz —me dijo con amabilidad.

—No sabía que iba a volver mañana.

—¿No intentará hacerme creer que sus quebraderos de cabeza se limitan a sus dudas acerca de su aspecto físico? Tiene otros problemas más serios, y los abordaremos juntos.

—Es usted un poco duro.

—No se ayuda a la gente diciéndoles lo que quieren escuchar —respondió sonriente.

—¿Sabe? Creía que usted no era más que un curandero que se ocupaba de enfermedades y dolores.

—Ustedes, en Occidente, suelen separar el cuerpo del espíritu. Aquí, pensamos que ambos están íntimamente ligados y forman un todo coherente. Tendremos ocasión de volver a hablar de esto.

—Sólo tengo una última pregunta. Me siento mejor cuando estas cosas están claras, aunque me moleste hablar de ello: ¿cuánto le debo por su ayuda, por el tiempo que me dedica?

Me miró atentamente y me dijo:

—Sé que en su profesión transmite cosas a los demás. Me basta con que se comprometa a no guardarse para usted solo las cosas que va a descubrir.

—Le doy mi palabra.

Al salir, introduje un billete en la pequeña hucha de la estantería.

—Por su intervención en los dedos de los pies.

5

L
a carretera que lleva a Ubud es especialmente hermosa. A la ida no me había fijado en ella, preocupado como estaba por encontrar el camino. Muy sinuosa, atraviesa en algunos tramos pequeños campos bordeados de plataneros salvajes, entrecortados aquí y allá por arroyos. Esta región ondulada del centro de la isla se ve permanentemente sometida a las alternancias de sol y lluvia, una lluvia cálida que exalta los aromas de la naturaleza. Este clima propicia la explosión de una exuberante vegetación tropical.

Al dar una curva, vi a tres balineses a la linde de un campo, a pocos metros de la carretera. Debían de tener entre veinte y treinta años, el cuerpo esbelto e… iban completamente desnudos. Me sorprendió su inesperada aparición. No tenía conocimiento de esta falta de pudor en la cultura balinesa.

¿Vendrían de darse un baño tras una jornada de trabajo en los campos? Caminaban serenamente, uno al lado del otro. Cuando llegué a su altura, nuestras miradas se cruzaron. No logré interpretar la extraña expresión que leí en ellas. ¿Estaban sorprendidos por cruzarse conmigo en esta carretera tan poco frecuentada? ¿Se habían dado cuenta de mi desconcierto ante su desnudez?

Mi ruta continuaba y, en las proximidades de Ubud, atravesaba pequeñas aldeas. Las viviendas denotaban cierta pobreza, aunque las calles estaban cuidadas, limpias y llenas de flores. Ante cada puerta se podían ver, dispuestas permanentemente en el suelo, ofrendas constituidas por flores o algunos manjares recogidos en fragmentos de hojas de platanero entrelazadas. Estas ofrendas se renovaban con regularidad a lo largo del día.

Los balineses viven en lo sagrado. Su religión no descansa en una práctica codificada a una hora fija o determinados días de la semana. No, ellos están en contacto directo con los dioses. Parecen embebidos con su fe, habitados por ella constantemente. Siempre tranquilos, dulces, sonrientes, son, sin lugar a dudas, junto a los mauricianos, el pueblo más gentil de la tierra. Constantemente de buen humor, da la impresión de que nada les puede desestabilizar. Aceptan todo lo que les sobreviene con la misma serenidad.

Bali hace pensar a todos los que la visitan en el paraíso. ¡Cuánto se sorprenderían al conocer que esta palabra no existe en balinés! El paraíso es el elemento natural de los balineses, por eso no tienen un término para designarlo, al igual que los peces no deben de tener una expresión para referirse al agua que los rodea.

Recordaba mi visita al curandero y todavía me sentía fascinado por nuestra conversación. Ese hombre tenía un aura particular, una energía que emanaba de forma natural de su persona. Estaba bastante entusiasmado por lo que me había hecho descubrir, aunque sus declaraciones a veces me hubieran desconcertado. Nunca me habría imaginado encontrarme un día en la otra punta del mundo escuchando a un sabio anciano balinés hablándome sobre las tetas y el trasero de Nicole Kidman.

A la salida de Ubud, torcí hacia el este para regresar a mi casa. El día había sido rico en emociones y sentía la necesidad de quedarme un poco a solas para asimilar todo lo que había descubierto. Me quedaba menos de una hora para llegar al pequeño pueblo de pescadores de la costa este donde había alquilado un bungalow plantado al borde de una hermosa playa salvaje de arena gris. Por suerte, los turistas preferían las extensiones de arena blanca del sur de la isla y eran muy pocos los que me cruzaba por «mi» playa. Sólo una pareja de holandeses había elegido, como yo, alojarse apartados del mundanal ruido. No eran desagradables y me los encontraba raramente. Mi bungalow pertenecía a una familia que vivía más lejos, en las tierras del interior. Lo había alquilado durante un mes por una suma bastante aceptable para mí y muy suculenta para ellos. Me encantan las situaciones en las que todo el mundo sale ganando. Por la mañana la playa estaba desierta. A mediodía venían a jugar en ella algunos niños del pueblo. Los únicos que pasaban eran los pescadores, a los que a veces escuchaba salir al mar en sus canoas a las cinco de la mañana. Una vez les acompañé, a pesar de que, sin hablar balinés, me resultó bastante difícil hacerme entender y conseguir que me aceptaran.

Aquél es uno de mis recuerdos más bonitos de Bali. Salimos antes del alba. No me sentía muy seguro a bordo de aquella inestable canoa, sentado a ras del agua, sin ver prácticamente nada en la oscuridad de una noche sin luna. Pero los pescadores conocían su oficio y ese día experimenté lo que es la confianza, una confianza ciega en este caso. El chapoteo del agua y la brisa fresca que rozaba mi rostro constituían casi los únicos elementos que mis sentidos en vilo podían captar. Tres cuartos de hora más tarde, vi el sol aparecer lentamente en el horizonte, como un proyector iluminando una escena a ras de suelo, dando vida de repente a un decorado grandioso, inmenso, mágico. Descubrí al mismo tiempo la inmensidad del mar, la enormidad del cielo y la pequeñez de la canoa que parecía flotar por arte de magia sobre un abismo sin fondo, como una cerilla posada sobre el océano. Descubrí también las sonrisas de los pescadores y, de repente, me sentí feliz sin saber por qué.

En el trayecto de vuelta, vimos algunos delfines cerca de la canoa y manifesté mi deseo de darme un baño junto a ellos, con la actitud idiota del occidental que ha visitado muchos parques de atracciones. Los balineses me lo impidieron, haciéndome entender, bien que mal, que los delfines nadando en la superficie podían ser seguidos en la profundidad por tiburones que persiguieran el mismo banco de peces. El argumento bastó para convencerme y me conformé con admirar visualmente estas bellezas de la naturaleza, con sus movimientos libres, sus destinos libres, sus vidas libres.

Hice un alto en el camino para tomarme en un tenderete de comidas un
nasi goreng
, plato típico a base de arroz, como casi toda la cocina balinesa. Al cabo de cuatro semanas, sólo con ver el arroz perdía el apetito. Llegué a mi bungalow a la puesta del sol, momento ideal para dar un paseo por la playa sin cruzarse con un alma. Me descalcé y me dirigí hacia la arena directamente. Como había pensado, el lugar estaba desierto y me di un largo paseo a la orilla del mar con los pantalones remangados.

Rápidamente, mi mente vagabunda me llevó de nuevo a mi encuentro con el curandero y reflexioné acerca de todo lo que me había hecho descubrir. Así pues, nosotros los humanos habíamos desarrollado creencias sobre nosotros mismos en razón de la influencia de personas de nuestro entorno o de conclusiones extraídas inconscientemente de nuestras experiencias. No tenía problemas en aceptarlo, pero, en este caso, ¿hasta dónde se extienden estas creencias? Habíamos visto que uno se puede sentir guapo o feo, inteligente o estúpido, interesante o aburrido. Podíamos creer en nuestra capacidad de influencia o, por el contrario, sentirnos incapaces de conseguir nada de los demás. ¿En qué otros ámbitos podríamos desarrollar creencias? Comprendía que pudiéramos creer en un determinado número de cosas y que las creencias tuvieran un efecto sobre nuestra vida, pero ¿hasta dónde? Me preguntaba cómo mis propias creencias habrían influenciado el curso de mi existencia y en qué otras cosas habría podido creer, en función del azar de mis encuentros y experiencias, que hubieran dado una dirección distinta a mi vida.

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