Para mí empezaba una nueva vida. De ahora en adelante, sería
mi
vida, fruto de mis decisiones, de mis elecciones, de mi voluntad. Adiós a las dudas, a la indecisión, al miedo a ser juzgado, a no ser capaz, a no ser amado. Viviría cada instante a conciencia, de acuerdo conmigo mismo y con mis valores. Sería altruista, pero conservando en mente que el primer regalo a hacer a los demás es mi equilibrio. Aceptaría las dificultades como pruebas a superar, regalos que me ofrece la vida para aprender lo necesario con el fin de evolucionar. Ya no volvería a ser víctima de los acontecimientos, sino actor de un juego en el que las reglas se descubren una tras otra, y cuya finalidad siempre se reservará una parte de misterio.
El descenso fue rápido, y di un pequeño rodeo para sentarme a la orilla de un lago que se extendía al pie de la montaña sobre el cual reinaba el templo de la diosa de las Aguas. Un lugar mágico, de inaudita belleza. El sol, que caía sobre el lago desierto, desapareció pronto para sumergir el paisaje en un ambiente fantasmagórico. Una vasta extensión de agua oscura dominada por la sombra gigantesca del monte Skouwo. No se veía ni una señal de asentamientos, ni un alma. El silencio era absoluto. El templo negro con el tejado en pagoda se destacaba como una sombra chinesca sobre el reflejo blanco de las nubes en la superficie del lago. Me quedé sentado durante un largo rato, bebiendo de la serenidad del lugar, llenándome de calma y de belleza.
Volví de noche a mi bungalow, concentrándome en la carretera para evitar a los numerosos conductores balineses que circulaban sin luces. Llegué fatigado y ligero a la vez. Me acerqué a la orilla del mar. La luna creciente bañaba mi playa creando una atmósfera liviana. Ni un alma. Las familias de pescadores hacía rato que se habían marchado.
Me quité toda la ropa y entré desnudo en el agua tibia. Nadé en silencio, relajado y libre, sintiendo el agua colarse por mi cuerpo. Tenía la impresión de ondear con el lento movimiento de las olas y de fundirme con el océano. Tomé una gran bocanada de aire y me sumergí en el agua, buceando dulcemente hacia el fondo. Agarré una piedra que reposaba sobre la arena. Su peso me permitió permanecer entre dos aguas, ni atraído hacia la superficie ni atrapado por el fondo. Estaba en posición fetal, con las rodillas contra el pecho mientras sujetaba la piedra entre mis brazos. Me quedé en esta postura, en un momento de ingravidez, sumergido en esas aguas tibias y dulces, sintiendo el sonido sordo y quedo de las olas en la superficie, como pulsaciones regulares y reconfortantes.
M
e desperté sobre la arena. El sol ya estaba alto, y no recordaba haberme quedado dormido en la playa. Sin embargo, llevaba puesta la ropa, signo de que no me habían arrastrado las olas a la orilla durante mi baño nocturno. Me levanté y me estiré, llenando los pulmones con el aire puro proveniente de alta mar. Me sentía un hombre nuevo.
Las canoas de los pescadores ya estaban de regreso, iluminadas por la luz horizontal de la mañana. Di algunos pasos por la orilla, esculpiendo con mis pies huellas sobre la arena condenadas a ser borradas por la próxima ola en un dulce murmullo de espuma. A lo lejos, una embarcación surcaba las aguas, llevando a cientos de pasajeros a descubrir las Célebes, Java o Borneo.
Vi a una niña sola en la playa, seguramente la hija de alguno de los raros turistas que habían descubierto este lugar. Tendría unos cinco o seis años. Provista de un palito, dibujaba aplicadamente algo sobre la arena. No me vio acercarme y, cuando estuve a su altura, me lanzó una rápida sonrisa, sin abandonar su obra más que durante un segundo.
—¿Qué es? —le pregunté.
—Un barco, ¿qué va a ser? —respondió ella con tono ofuscado, mientras seguía dibujando.
—¿Te gustan los barcos?
—Sí. Antes quería ser capitana de barco.
—¿Y has cambiado de opinión?
—Sí, porque es muy difícil para mí —dijo esto con cierto tono de pena.
—¿Cómo lo sabes?
—Mi abuelo me lo ha dicho. Dice que es un trabajo para los hombres, no para las chicas.
Le dio los últimos retoques a su dibujo, con un aire de tristeza en el rostro que me rompió el corazón.
—¿Cómo te llamas?
—Andy.
—Escucha, Andy, mírame.
Dejó su palito y se giró hacia mí. Me puse de rodillas en la arena para quedar a su altura.
—Estoy seguro de que tu abuelo te quiere mucho y desea lo mejor para ti. Pero te voy a decir una cosa. Es un secreto que vas a guardar para siempre contigo, ¿vale?
—Sí.
—Andy, no dejes nunca que nadie te diga lo que no puedes hacer. Sólo tú puedes elegir cómo será tu vida.
Me miró a los ojos y permaneció concentrada por un momento. Después, su expresión seria se fue borrando progresivamente para dejar aparecer una sonrisa que iluminó todo su rostro. Se alejó con paso seguro, con la mirada perdida en alta mar, donde el barco trazaba su ruta en el horizonte.
LAURENT GOUNELLE
, especialista en desarrollo personal, lleva más de catorce años recorriendo el planeta para conversar con los mejores especialistas en todo lo que atañe a la psicología y a las distintas formas de mejorar nuestra vida. Gounelle sabe extraer lo más relevante de cada cultura y adaptarlo en libros asequibles, reconfortantes y que permiten al lector replantearse si realmente lleva la vida que quiere llevar. Su primera novela,
El hombre que quería ser feliz
, se convirtió rápidamente en un bestseller internacional.