El Maquiavelo de León (17 page)

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Authors: José García Abad

Tags: #Política

Los demás deben pedir audiencia o poco menos, según el grado de confianza con el presidente o la categoría del ministerio. La mayoría se ve obligada a aprovechar el cafelito o el pincho de tortilla con los que se abren y se cierran los consejos de ministros, o su comparecencia en las cámaras o en otros lugares públicos.

Cuando llegó a Moncloa, hacía consejos de ministros muy deliberativos, pero luego se fue confiando en su capacidad para resolverlo todo, para entrar en todo, para decidir sobre todo, y el debate prácticamente desapareció del Consejo de Ministros; la única opinión emitida era la suya. La falta de relieve de los ministros, el mal funcionamiento de la comisión delegada de Asuntos Económicos y la reducción de la de subsecretarios a una mera coordinación técnica de lo que viene de los ministerios, así como la inclinación del presidente a intervenir en el nombramiento de subsecretarios y directores generales, ha convertido el gobierno, que tiene reconocimiento constitucional como un órgano con vida propia, en el organillo de José Luís Rodríguez Zapatero. Al presidente no le interesa la formación de equipos. Se vale él para todo.

Los ministros disponen, eso sí, de la posibilidad de dirigirse a María Teresa Fernández de la Vega. Cada día Zapatero despacha con ella al término de la jornada. Eso lo saben todos y nadie quiere dejar de hablar con ella. Puede ser lo más práctico, pues Teresa, como la llaman los que no la designan como «vice», disfruta entrando en todos los jardines. Los ministros, aunque se quejan de que interfiere en exceso en sus responsabilidades, recurren a ella con frecuencia.

Quienes buscan aprovechar las oportunidades aludidas para trasladar una propuesta directamente al presidente, plantearle un problema o pedirle determinado apoyo, se encuentran con un Zapatero que escucha atentamente y que les despide con un golpecito en la espalda y un «ya hablaremos» o un «ya veremos». Naturalmente, rara es la vez en que se ven o hablan. Rara es la vez que el presidente cumple con su palabra.

Zapatero atribuye poca importancia a sus ministros, con excepción de los señalados, a quienes según dice Carlos Solchaga, trata como a secretarios. Preguntado por el significado de su frase desmiente la interpretación que se ha dado de sus palabras:

—Yo no me refería a que los ministros fueran secretarios en el sentido de que fueran auxiliares que le llevan la cartera, sino en el que tiene este término en las repúblicas presidencialistas como Estados Unidos, donde los ministros no son ministros propiamente dichos, sino secretarios. En esas repúblicas presidencialistas los secretarios, aun cuando tengan a veces un peso importante porque han sido antes gobernadores, representantes o senadores, son, cuando aceptan el cargo de secretario de Estado, de Defensa o de Agricultura, altos funcionarios. La política la hacen el presidente de Estados Unidos y «las casas», es decir el Congreso y el Senado. En España, sin embargo, el ejecutivo es un órgano colegiado de decisión colectiva. Hay un
Prime Minister
, es verdad, que es el que elige, nombra y separa, pero una vez que estás allí eres un ministro del Reino de España.

En cuanto hombre de partido, Solchaga le atribuye notables aciertos:

—Hay que reconocerle que siempre ha tenido una capacidad verdaderamente notable para manejar situaciones de potencial conflicto de intereses. La prueba es que el partido, no solamente ahora que tiene el cemento del poder para unirlo, sino también en el periodo 2000-2004, fue aquietándose, quizá un poco arrepentido por la experiencia del cuatrienio anterior, con la historia de Pepe Borrell y de Joaquín Almunia y la salida de Felipe.

No concede Zapatero mucha relevancia a los ministros y vicepresidentes por tres posibles razones: la primera sería porque estima que el único que hace política es él y que, por tanto, el cometido de los ministros, con escasas excepciones, es auxiliar. La segunda está relacionada con la anterior, y es que a los ministros, salvo las excepciones aludidas, los elige de forma caprichosa o para efectos decorativos o de
marketing
. Queda una tercera explicación: que huya de nombrar ministros de alta calidad por comodidad o para que no perder un ápice de poder ni modificar su forma de gobernar.

Un gobierno de gente fuerte es, en efecto, difícil de manejar, pero es lo mejor que le puede pasar a un país. La mayor parte de los ministros de Zapatero están atados de pies y manos y sus departamentos se acercan a la parálisis, pues detectan la falta de autonomía del jefe, siempre pendiente de que el presidente les desautorice en una declaración pública o como efecto de la recomendación de un amigo que está hablando por teléfono con el señor presidente.

En este asunto, en el de la baja calidad media de sus gobiernos, hay coincidencia total entre mis informantes, tanto los resentidos como los más entusiastas. La frontera entre ambos grupos se sitúa en la intencionalidad que atribuyen al presidente: los primeros sostienen que semejante «fallo» se debe a un sentimiento de inseguridad, a su convencimiento de que, con gente de menos valía que la suya, su propia figura se destaca más y se previene frente a las tentaciones de quienes pudieran soñar con desafiarle.

Dentro de este grupo hay quienes, al contrario de los aludidos antes, atribuyen la táctica presidencial, no a su inseguridad, sino a su extraordinario orgullo o prepotencia. Puede permitirse ser caprichoso en la selección de sus colaboradores porque no les atribuye demasiada importancia. Quien gana elecciones es él y los demás son simples ejecutores de sus designios.

El segundo grupo al que he aludido, el integrado por los más incondicionales del jefe, no lo atribuye ni a inseguridad ni a prepotencia. Su evidente incapacidad para elegir a los mejores es un mero defecto humano, pues ni siquiera José Luís puede ser perfecto. Pero, insisto, todos, absolutamente todos, incluidos sus mejores amigos, coinciden en que no ha hecho buenos gabinetes. Y, lo que es más comprensible, pues nadie lleva bien que le cesen, los del primer gobierno sostienen que los siguientes han sido aún peores.

No crea equipos propios, pero ostenta una habilidad especial para destrozar los intentos de sus ministros para hacer los suyos. El presidente no se corta un pelo a la hora de colocarles secretarios de Estado, subsecretarios y hasta directores generales. Ni siquiera se toma la molestia de consultar con sus ministros para sustituir a un alto cargo por alguien de su preferencia o a quien trata de compensar por haberle puesto previamente en situación apurada.

Óscar Campillo, su paisano, amigo y primer biógrafo, me confía que, desde que escribió su primera biografía, se han acentuado algunos rasgos de su carácter, como su tendencia a compartimentar las personas y sus dificultades para crear equipos:

—Tiene tendencia a pensar que por el mero hecho de elegir a una persona, la persona es válida. El hecho de que sean buenos profesionales en la materia, gente brillante, no indica que sean buenos para ministros. Parece creer que por tocarles con su varita ya valen, y después le cuesta trabajo reconocer que se ha equivocado.

En esta dificultad para crear equipos coinciden todos los consultados y recuérdese que la casi totalidad de los testimonios que he recogido proceden de gente que ha estado próxima a él, como ministros, ex ministros, altos cargos y amigos. La diferencia reside entre los que hablan de su «incapacidad para seleccionar el personal» y los que destacan su actitud «caprichosa» al respecto. O los que se refieren a ambas explicaciones como complementarias. Es el caso de Oscar Campillo.

Todo se explica en el hecho de que el presidente está persuadido de que la única política relevante es la suya. Podrá tener que discutir, a lo mejor, ocasionalmente, dentro del partido, pero nunca en el gobierno. Cree que los ministros están para resolver problemas y los problemas y las soluciones los define él, no los ministros. Y ésta me parece la razón por la cual el perfil general de éstos en comparación con la otra época de gobierno socialista es extremadamente bajo. Ello explica que se produzcan demasiadas ocurrencias en su gobernación y que pase de una opinión a otra muy distinta en un segundo.

No todos los miembros del gabinete son iguales. Teresa Fernández de la Vega, nacida en Valencia en 1949, magistrado de profesión, es una pieza clave, aunque no forma parte de los más allegados al corazón del presidente. Ella disfruta de una ventaja impagable: desde la ventana de su despacho puede saludar a Zapatero casi sin que el presidente tenga que levantarse de su mesa, y saber si tiene la luz encendida o apagada, si está solo o acompañado.

Dentro de este «lenguaje de los despachos» que todo fontanero de la política domina, tiene su explicación que en el edificio más cercano al del despacho presidencial, conocido como «Semillas», ya que no está contiguo como en el mítico «ala oeste» de la Casa Blanca que se ha popularizado gracias a una espléndida serie televisiva, se sitúen el gabinete de la Presidencia y el despacho de «la» vicepresidenta. La cercanía física del presidente es, como se sabe, una fuente adicional de poder.

De la Vega formó parte, como secretaria de Estado de Justicia, del gobierno de Felipe González, pero no fue sugerida por éste. El ex presidente se ha permitido en privado alguna coña al respecto, como cuando dijo, en privado, siempre en privado: «¿Qué se va a esperar de un gobierno cuya máxima figura es Teresa?».

Aunque ésta poseía el sello de la «vieja guardia», fue una apuesta personal del leonés, que quería una mujer para la vicepresidencia; pero el nombramiento tenía otra implicación, el no nombramiento del vicepresidente in péctore, Jesús Caldera, su segundo hombre, que se creía con derechos propios, que lo tomó tan mal que se pasó seis meses sin dirigir la palabra al jefe. El cabreo del salmantino fue tan monumental como la capital de su tierra. Cuando algún compañero le incitaba a salir con más energía en defensa de un gobierno que a veces se sentía acorralado, solía contestar: «¿Sabes lo que te digo? Que salgan los generales, los capitanes no tenemos que salir».

El leonés remataría la faena al cesarle como ministro de Trabajo y sobre todo al nombrar número dos, como vicesecretario general del partido, al odiado compañero del salmantino, José Blanco. No olvidemos que hubo una tremenda pugna entre ellos por ser considerado como el número dos del partido.

En la ausencia de un vicesecretario general que Zapatero se resistía a resucitar —el cargo sólo lo había ejercido en el partido Alfonso Guerra—, había cierta equivalencia entre la potencia del secretario de organización, puesto que ocupaba el gallego, y la jefatura del grupo parlamentario socialista, que ostentaba el de Béjar. Cuando se le preguntaba a éste por quién era el número dos, decía con falsa modestia, dando a entender que indiscutiblemente era él, «aquí no hay número dos, todos formamos un solo equipo». Blanco ejercía más de gallego y decía sin que se le notara la sorna: «Caldera, por supuesto».

«Jesús, esto no puede ser», fue lo primero que le dijo Fernández de la Vega a Jesús Caldera después de que el recién investido presidente Zapatero la sorprendiera anunciándola que iba a ser su vicepresidenta, un puesto que Caldera pensaba que tenía asegurado. En su despacho de Moncloa la número dos del gobierno tiene una foto del abrazo con el que achuchó a su amigo Jesús el día en que ella tomó posesión de la vicepresidencia.

Sobre su mesa hay también una fotografía con otro defenestrado, el vicepresidente Solbes, vestidos ambos de fiesta y cogidos del brazo el día de la boda del príncipe de Asturias. «Parecemos los padrinos», ironiza la vicepresidenta señalando su pamela y el chaqué del ministro de Economía, en una entrevista para la revista
El Siglo
realizada por Inmaculada Sánchez, haciendo gala de un sentido del humor que no permite asomar en su habitual comparecencia de los viernes tras el Consejo de Ministros. La tercera fotografía es de su idolatrada tía Jimena, la primera licenciada en medicina de Galicia, junto a su hermana Elisa, y pieza fundamental en su trayectoria vital.

«Más luz y más espacio» fueron los objetivos del cambio de su despacho, en el que sólo ha sustituido el tapizado de los sofás, ahora color hueso, y los cuadros, siempre de Patrimonio Nacional, para hacer más cercano el espacio de trabajo al que dedica diariamente sus muchas horas de trabajo. Para disgusto de los encargados de su seguridad, sigue renunciando a dormir en la vivienda dispuesta en el Ministerio de la Presidencia, en el complejo monclovita, que en su día ocuparon algunos de sus predecesores. A pesar de que no haya marido ni hijos que la esperen en su vivienda, la misma en la que reside desde hace años en Madrid, De la Vega quiere seguir acudiendo a ella cada noche, en un afán por mantener la certeza de que su paso por la «anormalidad» de la vicepresidencia es algo transitorio.

Aunque el verbo público no es su fuerte, no ha acudido a clases de telegenia ni de comunicación para asumir con mayor soltura su papel de portavoz del Gobierno. «Cuando uno se cree lo que dice yo creo que funciona», afirma. Tampoco se ha puesto a aprender inglés a marchas forzadas. Su solvente francés y los intérpretes la sacan de apuros, a pesar de las muchas peticiones de entrevistas con medios extranjeros que se acumulan en su despacho.

Pocos imaginaban que esta frágil mujer con fama de recta e intransigente en materia legal tuviera la cintura política que viene demostrando. «El presidente se ha acostumbrado a ella. No sé si la carga de tanto trabajo para tenerla ocupada o es que no puede pasar sin ella», argumenta un cargo socialista.

Lo que parece un hecho incontestable es que De la Vega, fiel a su estilo y en perfecta sintonía con el «talante» de su presidente, no ha querido entrar en otras batallas que no fueran las inherentes a su función. En Ferraz no temen incursiones suyas. «Nunca ha tenido grupo, camarilla ni sector de apoyo dentro del partido», explican desde el PSOE.

La jueza no fue aplaudida en los linderos del poder en el primer momento. «No tiene la autoridad necesaria»; «es demasiado buena persona para ser vicepresidenta»; o, simplemente, «es muy legalista y poco política», eran algunas de las frases que arrancó su nombramiento. Un año después ya nadie dudaba que la antigua juez se había convertido en la pieza clave del primer gobierno.

Sin embargo, en la segunda legislatura Zapatero se planteó cesarla, quizás en beneficio de Rubalcaba, pero no se atrevió a hacerlo, probablemente por la popularidad de la «vice», que venía ocupando el primer puesto en las encuestas y quizás también porque en el sistema caótico en que trabaja el gobierno, en el que su presidente suplanta con frecuencia a los ministros con ocurrencias repentinas, necesitaba a una persona que pusiera cierto orden por medio de la Comisión de Subsecretarios que ella conduce con mano de hierro. También debió contar la consideración de que no era conveniente de cara a la opinión pública cepillarse a dos vicepresidentes de una tacada: a Pedro Solbes y a Teresa Fernández de la Vega.

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