Authors: Antonio Salas
Issan, el ex jefe de inteligencia de Hizbullah con quien había compartido tantas horas en Caracas, me había prometido dos entrevistas al poco de conocernos: Leyla Khaled y Hassan Nasrallah. La primera ya se había cumplido, y el foro de Beirut parecía la oportunidad perfecta para conseguir la segunda. Y teniendo en cuenta que probablemente Hassan Nasrallah, y no Ben Laden, es el hombre más buscado del mundo por el MOSSAD y la CIA, desde un punto de vista periodístico aquella oportunidad era única. En cuanto cometí el error de comentárselo a Ilich Ramírez, en otra de nuestras conversaciones, su respuesta fue muy inquietante:
—Ilich, si quieres, podemos organizarlo para que tú hables con él a través de mi celular, si al final me organizan la reunión con el jeque Nasrallah...
—Una llamada telefónica de mí hacia allá es condenarlo a muerte, porque a los diez minutos los están bombardeando... Mira, hermano, allá te van a llevar de un sitio a otro varios días... Es el hombre más buscado del mundo, chico, más que Ben Laden...
Un viejo proverbio árabe dice: «No abras los labios si no estás seguro de que lo que vas a decir es más bello que el silencio». Ilich había buscado una forma elegante de decirme que no contase esas pendejadas por teléfono, sabiendo que todas las llamadas de Carlos el Chacal eran monitoreadas por la inteligencia francesa. Así que decidí ser más prudente y concentrarme en los preparativos de mi regreso a Beirut. Pero esta vez mi principal problema era económico. Isabel Frangie me ofreció su casa en Beirut para alojarme durante el foro, así que en principio solo tenía que pagarme el billete de avión. El problema es que Issan me prohibió alojarme en casa de nadie si quería aspirar a reunirme con el jeque Nasrallah:
—Por razones de seguridad te alojarás cinco días en un hotel, y los hermanos de Hizbullah se pondrán en contacto contigo cuando lo consideren oportuno, nada de estar en casa de nadie que no conocemos...
Cuando en uno de nuestros encuentros le comenté a Abu Sufian, el supuesto «hombre de Al Zarqaui en España», mi intención de entrevistar al jeque Nasrallah en Beirut, su reacción fue espontánea. Mi cámara oculta también grabó su grito de «¡Oh, qué bien, wauuu!», y su inminente cambio de actitud cuando se dio cuenta de su reacción... «Oh, hermano, no... pero Nasrallah es un extremista... ¿no?» Estaba claro que Abu Sufian todavía no confiaba en mí. Sin embargo, desde nuestro primer encuentro, manteníamos una relación fluida a través de Internet y de mensajes sms.
En Nochebuena, no sé si por su educación occidental, o porque todavía no se fiaba de mí, me mandó una felicitación de Navidad vía sms. Y yo reaccioné sin pensar, como debería haber reaccionado el radical yihadista que se supone que soy, regañándole por haberme felicitado la Navidad cristiana: «Hermano, los musulmanes tenemos otras fiestas que celebrar, y entre ellas no está la Navidad, porque sabemos que el profeta Isa no murió en la cruz». Inmediatamente recibí la respuesta de Abu Sufian por sms, que no me resisto a reproducir:
«Wow! que religioso eres!:-/ ;-) pero no exageramos tanto hermano mio B-) navidad es para todo la gente, bueno de verdad tu tienes razón hermano J eres mejor que yo! De verdad. Yo estoy haciendo muchos pecados pero mucho %-) yo no soy correto! ;-)»
Él no sospechaba que yo estaba muy al corriente de esos pecados a los que se refería y que habían servido, según el Ministerio del Interior, para que Al Zarqaui hubiese recibido en Basora el dinero recaudado por Abu Sufian en España, de sus relaciones con españoles como José Antonio D. Pero en este momento mi camarada no tenía un céntimo, así que no iba a poder ayudarme a reunir el dinero para asistir al encuentro de Beirut y para entrevistar a Nasrallah. Ni él, ni ningún otro hermano musulmán, porque si la crisis económica nos golpeó fuerte a los occidentales, para los inmigrantes —legales o no— que llegaron a Europa intentando mejorar su calidad de vida, fue un cataclismo. Para la mayoría de mis hermanos magrebíes y subsaharianos que trabajaban en el sector de la construcción, por primera vez desde el 11-M ser acusados de terroristas ya no era el peor de sus males. Ahora lo más urgente era poder dar de comer a sus hijos. Y teniendo en cuenta que muchos de mis compañeros de mezquita no estaban regulados, ni siquiera podían disfrutar del paro, las subvenciones o las ayudas estatales que sí podíamos solicitar los nacionales. Un antiguo refrán árabe dice: «Yo me quejaba porque no podía comprarme zapatos, hasta que conocí a un hombre que no tenía pies».
Aun así no iba a tener oportunidad ni de plantearme cómo conseguir esos fondos en otro lugar, porque de nuevo la providencia me obligaría a alterar todos mis planes y el destino de mi próximo viaje.
El día 27, en plena Navidad, Israel ponía en marcha toda su feroz maquinaria militar para bombardear sin piedad la Franja de Gaza, una vez más. Era la Operación Plomo Fundido, oficialmente una respuesta a los ataques terroristas palestinos, con cohetes Qassam.
Los Qassam, llamados así en homenaje al jeque Izzedin al-Qassam, líder de la resistencia palestina contra los británicos en los años treinta, son rudimentarios cohetes artesanales. En 2001 la resistencia palestina decidió reciclar los explosivos no detonados de los proyectiles israelíes para utilizarlos contra el ejército de ocupación, y así nació la primera generación de cohetes Qassam. Pero desde 2001 hasta 2004, ninguno de los proyectiles palestinos lanzados contra las ciudades del sur de Israel consiguió ninguna baja. Las primeras víctimas mortales de un Qassam se produjeron el 28 de junio de 2004 en Sderot. Desde entonces, y aunque los palestinos perfeccionaron sus cohetes aumentando su alcance de tres a diez kilómetros y su carga explosiva de cinco a veinte kilos, estos siguen sin tener ningún sistema de navegación, y por tanto su probabilidad de acertar en un objetivo es más cuestión de azar que de pericia. Por esa razón, según las cifras oficiales de Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel, tras más de tres mil cohetes Qassam lanzados por la resistencia palestina, desde junio de 2004, dieciséis israelíes murieron víctimas de esos ataques terroristas. Es decir, 188 cohetes Qassam por cada víctima mortal israelí. A pesar de ello, numerosos periodistas occidentales no dudan en llamar «misiles» a los artesanales cohetes palestinos, cuando se refieren a ellos en sus titulares. Como llamaron bomba a la «caja sonora» que intentó dejar Hizbullah-Venezuela ante la embajada norteamericana en Caracas.
El mismo día 27, a las 22:14, entraba en mi correo electrónico un e-mail de Karl Penhaul. Penhaul es un audaz reportero colombiano, corresponsal de la CNN en Colombia y buen amigo del Chino Carías, a quien había entrevistado en Venezuela en alguna ocasión. Penhaul me conocía como «el Palestino», así que en cuanto comenzaron los bombardeos y decidió salir de Bogotá rumbo a Tel Aviv para cubrir la nueva guerra en Gaza, nos escribió un mail conjunto al Chino y a mí para pedirnos contactos en Palestina.
Fecha: 27 de diciembre de 2008, 22:14
Asunto: URGENTE -- gaza/Israel
Enviado por: yahoo.com
Reciban un gran saludo. salgo hoy 27 de diciembre rumbo a Tel Aviv (via Madrid) para cubrir el nuevo bombardeo de Israel a Gaza y la reaccion de Hamas y el pueblo palestino. CNN obviamente tiene oficina en Jerusalem pero les agredezco entre los dos cualquier buenos contactos de confianza que tienen en la zona que me ayuda a contar la historia desde todas las perspectivas especialmente de la perspectiva palestina.
Un abrazo y estamos e contacto en estos días. karl.
FROM: KARL PENHAUL
TEL: (BOGOTA) [+571] 214...
CEL: [+57] 310 867...
En cuanto recibí el mail de Penhaul decidí salir también para Palestina, haciendo una escala en Zaragoza para pedir a mis amigos palestinos contactos en la Franja de Gaza que pudiesen ayudarnos tanto al corresponsal de la CNN como a mí. Desgraciadamente, ni Penhaul a través de Tel Aviv ni yo desde la frontera egipcia pudimos entrar en Gaza. El ejército israelí había acordonado todo el perímetro fronterizo de la franja para evitar miradas incómodas de la prensa que pudiesen constatar la masacre que se estaba desarrollando en su interior. Ningún periodista occidental pudo cubrir los bombardeos desde dentro... ninguno salvo uno. Y precisamente un compañero español, Alberto Arce. Arce es de esos periodistas que hacen que uno se sienta orgulloso del oficio.
Cuando las tropas israelíes cerraron todas las fronteras a Gaza, Arce ya estaba dentro. Había llegado por mar unos días antes para rodar un documental sobre la franja y, cuando comenzaron las incursiones israelíes y todos los demás periodistas occidentales accedieron al requerimiento israelí de abandonar Gaza, él se quedó. Y se quedó hasta el final. Permaneció dentro de la ciudad las tres semanas que duró la carnicería. Y cuando regresó —yo pude estar con él poco después— ya no era el mismo. No volvería a ser, ni lo pretendería, un periodista distante y objetivo, capaz de informar sin tomar partido sobre el conflicto árabe-israelí. Arce se convirtió en un activista a favor de la causa palestina, como no podía ser de otra manera, y automáticamente se ganaría el estatus de «non grato» para Israel.
Karl Penhaul y yo no tuvimos tanta suerte. Yo volví a Zaragoza, con mis hermanos palestinos. Allí, toda la comunidad árabe aragonesa, como la del resto del mundo, vivía pegada a la pantalla de la televisión. Al Jazeera había conseguido introducir a un grupo de temerarios reporteros, casi kamikazes de la información, dispuestos a arriesgar la vida por informar de lo que estaba ocurriendo donde no llegaban las cámaras de la CNN ni de ninguna otra emisora occidental. Porque Arce seguía dentro, pero solamente podía realizar crónicas telefónicas de lo que veía. A pesar de que grabó horas y horas de información, no pudimos conocer sus imágenes hasta que consiguió sacar las cintas de Gaza, una vez concluida la ofensiva.
En España, yo me involucré absolutamente en las movilizaciones propalestinas. Fueron tres semanas agotadoras. Trabajaba con diferentes ONG organizando las campañas de protesta internacional contra los bombardeos que, como siempre, no sirven absolutamente de nada. Me pasaba noches enteras grabando los informativos de Al Jazeera, para luego distribuir las imágenes entre las organizaciones propalestinas con presencia en Internet. O fabricando pancartas, camisetas o folletos denunciando lo que estaba ocurriendo en Gaza. Mientras, en los Estados Unidos, Barack Obama miraba hacia otro lado, argumentando que hasta que jurase el cargo el 20 de enero de 2009 no debía inmiscuirse en las decisiones políticas de George Bush, que seguía siendo el presidente en funciones, y cuyo apoyo a Israel es incondicional.
Fui testigo de comportamientos obscenos por parte de algunos compañeros «periodistas» que, al inicio de los bombardeos, llegaron a sugerir que «no se trata de una incursión israelí, sino que los mismos árabes fanáticos se están matando entre ellos». Esos «periodistas», comprometidos ideológicamente con la derecha más reaccionaria y con los intereses israelíes y norteamericanos, intentaron, una vez más, dibujar una imagen estereotipada del conflicto, cargando con todas las culpas, incluso de su propia masacre, a los palestinos. Pero gracias al trabajo de periodistas como los de Al Jazeera, muchos de los cuales fueron heridos por francotiradores israelíes mientras hacían su trabajo, a principios de enero de 2009 ya se habían filtrado suficientes imágenes como para saber lo que estaba pasando de verdad en Gaza. Y millones de personas en todo el mundo se echaron a la calle para manifestar su protesta. Naturalmente, Israel no se dejó amedrentar por esas protestas multitudinarias, ni por las constantes resoluciones de la ONU que desautorizaban los bombardeos. Y continuaron la Operación Plomo Fundido hasta arrasar por completo la Franja de Gaza... una vez más.
En plenos bombardeos, viví una situación especial con mis amigos de Zaragoza. Los palestinos zaragozanos, entre los que me incluía, frecuentaban una cafetería de la plaza Roma donde jugábamos al ajedrez, discutíamos de política y contemplábamos a través de Al Jazeera el maltrato occidental para con los pueblos árabes. Pero nunca habíamos visto algo tan despiadado como lo de Gaza. Allí casi siempre estaba mi amigo Ibrahim Abayat, o Muhammad, o Samir... o tres hermanos originarios de Yinín: Mutasem, Nasser y Yamal, el mayor de los tres. Yamal es un hombretón rudo y curtido, que roza la cincuentena. Yo había conocido a su madre, a sus hermanos, a sus sobrinos y a toda su familia en uno de mis viajes anteriores a Palestina. De hecho, había sido acogido por dicha familia como uno más. Y sé que Yamal, como todos sus hermanos, es un hombre de paz. Sin embargo, recuerdo perfectamente cómo uno de los días de mayor crudeza en los bombardeos israelíes, mientras discutíamos en aquella cafetería de la plaza Roma sobre la necesidad de buscar ayudas, de recaudar fondos, de recoger medicinas o alimentos para enviar a Gaza, Yamal explotó y dio un puñetazo en la mesa de la cafetería.
Apretando los puños y los dientes, no podía contener las lágrimas que caían a borbotones por sus mejillas tostadas y cubiertas de arrugas.
—Ayudadnos, necesitamos ayuda —decía—, pero para armas, necesitamos armas... No limosnas. Hay que parar esto.
Y para mí fue un
shock
. Quebrado por el dolor, la rabia y la impotencia. Mi amigo, un hombre pacífico, un buen musulmán, absolutamente integrado en la comunidad europea desde hacía muchos años, suplicaba ayuda, pero no para reconstruir lo que los israelíes estaban destruyendo, ni para aliviar los cuerpos mutilados y desmembrados de los niños palestinos. Mi amigo suplicaba ayuda para armar mejor a la resistencia y detener así la masacre. O por lo menos para vengarla. Recordé uno de los poemas que había escrito Eduardo Rózsa: «Más vale perder hoy una batalla, que llorar eternamente por el combate nunca iniciado».
23
—Si te han arrebatado tu casa, tu familia, tu trabajo —decía—, que por lo menos te quede la dignidad de vengar a tus muertos...
Justo en ese preciso instante, mientras las lágrimas descendían por las mejillas de mi hermano palestino, comprendí por primera vez que todos mis utópicos alegatos contra la violencia; todos mis argumentos racionales contra el uso de los fusiles y las bombas; toda mi enérgica repulsa a toda forma de lucha armada son fruto de mi condición de acomodado burgués occidental. Yo puedo permitirme ser pacifista y abominar de la violencia. Puedo argumentar, desde mi cómodo teclado de ordenador, que las armas y las bombas solo generan dolor y venganza. Y además sé que es así. Pero puedo hacerlo porque soy un periodista europeo que vive en un cómodo apartamento alejado de todo conflicto. Hoy sé que si yo hubiese estado en Gaza, o en las selvas de Colombia, o en las calles de Bagdad, probablemente mi comportamiento y mi percepción sobre el terrorismo sería muy diferente.