Authors: Antonio Salas
Considero que es importante tener presente el precedente del golpe de Estado de 2002 para comprender —nunca justificar— la paranoia que se extendía por toda Venezuela en diciembre de 2006 y la libertad con la que campaban a sus anchas grupos armados como los Tupamaros. Y yo estaba entre ellos.
Recuerdo que esa misma noche del 30 de noviembre, y tras dejar a Sidi con sus fuentes de «inteligencia social», me quedé dormido viendo un programa especial de Chávez en Canal 8, en el que el presidente candidato a la reelección advertía a la oposición, y a los norteamericanos, de lo que ocurriría si el 3 de diciembre intentaban repetir un golpe de Estado como el del 11 de abril de 2002...
A medida que se acercaba el día de las elecciones, la tensión entre chavistas y opositores era cada vez más intensa. Y el cruce de acusaciones más atrevido. En esos días previos a la consulta electoral viví experiencias que reconozco que pueden parecer difíciles de creer.
La última gran manifestación chavista en Caracas, anterior a las elecciones, reunió a casi un millón de manifestantes vestidos de «rojo rojito», que así expresaban su apoyo al presidente. En aquella marea humana, entre la que resultaba muy difícil moverse, se mezclaban diferentes grupos de simpatizantes del MVR. Algunos, sabiendo que durante el toque de queda alcohólico no podrían celebrar la victoria como se merece, regaban con ron la manifestación para festejar por adelantado el triunfo. Otros, como mis camaradas tupamaros, no tenían pudor en blandir sus armas, e incluso pegar algún tiro al aire, a falta de fuegos de artificio, en los momentos de mayor entusiasmo. Y en medio de todo aquel caos y desbordante optimismo, había un grupo de ciudadanos vascos, afines a la política chavista. Comandante Candela, que también había acudido a la manifestación, se puso a hablar con ellos. En estos casos, cuando yo coincidía en Venezuela con españoles, utilizaba siempre el mismo recurso: hacerme el afónico. Argumentaba que había cogido frío y no podía hablar, para evitar que mi acento español me delatase. No tenía ningún interés en asumir el menor riesgo de que mis paisanos pudiesen identificarme. Y hoy doy gracias a Allah por haber decidido tomar esa precaución, por sistema. Porque lo que ocurrió en aquella manifestación, y volvería a ocurrir al menos dos veces más durante esta investigación, a punto estuvo de acarrearme un infarto.
Comandante Candela, los vascos y algunos manifestantes de nuestro grupo charlaban animadamente sobre los logros de Chávez, las misiones sociales, y los paralelismos y diferencias del socialismo venezolano y el socialismo en Cuba. La conversación evolucionó hacia las políticas antiimperialistas en ambos países y sus alianzas con el mundo árabe. Y surgió la cuestión palestina y, al hilo, el asunto de la independencia de Kosovo y Euskal Herria. Y allí, por primera vez en esta infiltración, escuché el nombre de José Arturo Cubillas, el etarra más influyente y conocido de todos los terroristas vascos que viven acogidos por Venezuela, en labios de quien decía conocerlo. La conversación continuó evolucionando hacia la injerencia yanqui en América Latina y hacia los malditos opositores que intentaban boicotear el proceso revolucionario, y en ese momento, por increíble que parezca, uno de los vascos le espetó a Comandante Candela: «Aquí tenía que venir un periodista español que se llama Antonio Salas, para que se infiltrase entre los de la oposición y los dejase con el culo al aire». Y entonces el corazón intentó salírseme por la boca y escapar corriendo avenida abajo...
Creo que desde que José Luis Roberto, el fundador de la federación de burdeles de España, y a la vez presidente del partido ultraderechista España2000, me sacó a colación al maldito Antonio Salas mientras yo lo grababa con mi cámara oculta en su propio despacho, durante mi infiltración en las mafias del tráfico de mujeres, no había pasado un susto mayor. Pero aquel comentario del vasco sobre Antonio Salas en la última manifestación prochavista de 2006 resultaría una simple anécdota, comparado con las veces que el nombre de Antonio Salas iba a surgir durante mi infiltración. Creo que ha sido un milagro que mi corazón haya resistido esos envites de la providencia.
Pero si lo de la manifestación fue sorprendente, lo que ocurriría el 2 de diciembre resultaría todavía más extraordinario. Y me permitiría vivir, en primera persona, acontecimientos históricos que probablemente nunca más podré volver a presenciar.
Era sábado, y recuerdo que la llamada del Chino Carías a las 7 de la madrugada me sobresaltó. Comandante Chino lleva una vida muy disoluta; alcohol, mujeres, garimbas... pero, pase lo que pase, él se levanta antes del alba.
Menos suspicaz con mi identidad árabe que Sidi, me dijo que esa mañana se iba a producir una reunión muy importante en la DISIP, y me invitaba a asistir en calidad de «asesor» palestino. Al principio creí que se trataba de una broma. Era demasiado bonito para ser cierto. Se trataría de mi segunda visita a la sede central de los servicios de inteligencia bolivarianos y, esta vez, veinticuatro horas antes de un evento histórico, porque tanto si Chávez ganaba y se convertía en el primer presidente de la historia de Venezuela reelegido en dos elecciones democráticas consecutivas, como si perdía y la derecha recuperaba el poder en el país, el 3 de diciembre sería una fecha memorable. Sobre todo si, como tantos auguraban, la victoria de Chávez quedaba frustrada por un nuevo golpe de Estado de la oposición y estallaba una guerra civil en el país. Por supuesto le dije que para mí era un honor acudir.
A pesar de que mis conocimientos sobre guerrilla urbana se limitan a lo poco que aprendí en una casa okupa catalana durante una infiltración anterior, parece que mis referentes palestinos impresionaron al Chino Carías. Reconozco que exageré mi relación con el clan Abayat y con los fedayín, y mis fotos, ataviado como un mártir palestino, en Yinín, le habían hecho sobrevalorar mis conocimientos tácticos. Se empeñó en que asistiera a la reunión con su equipo en la DISIP aquella mañana, y según mis notas me encontré con ellos en la base del Helicoide a las 9:55. Dejamos los coches en la entrada al gigantesco búnker del servicio secreto venezolano, y un autobús nos subió, bordeando la espiral del siniestro edificio, hasta la última planta. En ese momento no sabía que allí mismo, a muy poquitos metros de mí, incomunicado en una celda de seguridad, se encontraba Teodoro Darnott, el líder de Hizbullah-Venezuela.
Al llegar a lo alto del Helicoide, desde donde se contempla una vista privilegiada de Caracas, nos encontramos con el camarada Arquímedes Franco, jefe de los motorizados, con Comandante Candela y con los jefes de hasta veintidós grupos o sectores afines de Caracas. Reconocí a diecisiete personas que habían asistido a la primera reunión que presencié en mi visita anterior a la DISIP. A los otros cinco, el Chino los expulsó del edificio. Dijo que no los conocía y que, dada la gravedad de la situación, no se fiaba de nadie que no conociese.
Depurado el grupo de Comandante Chino, diecisiete personas y yo nos unimos a otros grupos en una improvisada sala de juntas, en la terraza superior del Helicoide. En total conté entre 55 y 60 participantes presentes en algún momento en aquella asamblea.
Asistí, fascinado, a la planificación de las redes de inteligencia social que vigilarían Caracas mientras se producían las elecciones generales. Cada uno de los presentes, salvo yo, tenía la responsabilidad de controlar a un grupo de líderes de barrio, que a su vez controlaría una red de vecinos e informadores, que notificarían cualquier movimiento extraño de la oposición o de cualquier elemento sospechoso, en las horas anteriores y posteriores a las elecciones. En realidad se trata de una práctica muy conocida en los países comunistas que ya había visto en Rumanía, Rusia, Cuba, etcétera: empujar al pueblo a espiar a sus vecinos.
Presidía la reunión el todavía coronel Edgar Zárraga, que incluso nos facilitó a todos los presentes un número de contacto directo con él, en caso de descubrirse elementos serios y contrastados de alguna conspiración contra el proceso electoral: el 0414-6717... Dos años después, el ya general Edgar Zárraga, jefe de Inteligencia y Contrainteligencia de la DISIP, sería expedientado y expulsado de su cargo. El argumento para aquel expediente es que, en uno de sus informes, el general Zárraga, al que conocí aquella mañana de diciembre, había mencionado los estrechos lazos entre las agrupaciones irregulares armadas, como los Tupamaros, con el ex gobernador de Miranda, ex ministro de Infraestructura, ex vicepresidente de la República y ex presidente de Conatel, Diosdado Cabello, así como también con oficiales de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM). A mi juicio, el argumento es una excusa para ocultar las verdaderas razones del despido de Zárraga, porque toda Venezuela conocía la relación de Cabello, y de todos los dirigentes del MVR, con los grupos bolivarianos irregulares. Yo mismo me encontraba en una reunión clandestina, en la sede central de la DISIP, rodeado de ellos...
De hecho, según mis notas, a las 12:30 el grupo de tupamaros de Comandante Chino bajamos al despacho del segundo jefe de la DISIP, donde solo entraron el Chino y sus lugartenientes. El resto esperamos fuera.
Los comentarios que escuché en aquella reunión eran de lo más intranquilizadores. Todos los círculos bolivarianos estaban preparándose para salir a las calles, arma en mano, y defender a Chávez a puro plomo. Franco Arquímedes llegó a comentar:
—Hay hasta ancianos de la vieja guardia engrasando sus viejos 38 porque dicen que quieren morir defendiendo a Chávez...
Después supe que algunos líderes de otros movimientos armados bolivarianos, como los Cerpa Cartolini, o La Piedrita de Lina Ron, protestaron enérgicamente por no haber sido invitados a la reunión, y yo sin embargo estaba allí.
Aunque suene chabacano, una de las misiones que teníamos los presentes era recaudar dinero entre los simpatizantes de Chávez más acomodados para sufragar «medios logísticos» que facilitasen el funcionamiento de las redes de información social. Vamos, que dados los escasos recursos económicos de los chavistas, no tenían dinero ni para las tarjetas de sus teléfonos celulares (móviles), así que difícilmente podrían informar de una inminente conspiración, ni aunque se encontrasen al mismísimo Manuel Rosales cargando cajas de M-16 en los maleteros de sus lujosos automóviles.
Esa tarde me tocó recaudar dinero entre algunos de mis contactos del viaje anterior, y fui yo, personalmente, quien acudió a recoger las aportaciones económicas de personajes como el empresario Yusef W., o el asesor de Chávez Raimundo Kabchi, entre otros. El dinero se utilizó para comprar docenas de tarjetas telefónicas que se repartían entre los informadores.
También yo me compré un celular venezolano, que además me serviría para facilitar un número de teléfono de Venezuela, que reforzaría aún más mi identidad como palestino-bolivariano, incluso cuando volviese a Europa. Pero tardé un buen rato en poder pagarlo, porque los supermercados y centros comerciales estaban llenos de gente que, temiendo lo que pudiera ocurrir al día siguiente, hacían acopio de víveres y artículos de primera necesidad. Si te parabas a pensarlo, aquella inquietud resultaba contagiosa.
Por la noche cené con varios amigos tupamaros, bastante molestos porque ya no se permitía la venta de bebidas alcohólicas en la noche preelectoral. Me sugirieron que me retirase temprano a descansar:
—¿Por qué? —pregunté torpemente.
—¿Cómo que por qué? ¿No vas a votar mañana?
Esta es una de esas ocasiones en que perder la concentración en tu personaje podría hacer que se descubriese todo el embuste. Porque si yo era venezolano y además chavista, resultaba antinatural que no estuviese ansioso por madrugar el día de las elecciones, para ir a votar por la reelección de mi presidente. Y madrugué.
Aunque en realidad no soy venezolano, y por supuesto no pensaba votar en ningún colegio electoral el 3 de diciembre de 2006, no tuve otro remedio que despertarme. Exactamente a las 4 de la madrugada. Hora en la que estruendosos fuegos de artificio coreaban el himno nacional que sonaba a todo volumen desde los megáfonos instalados en coches que recorrían las calles de Caracas, llamando a los venezolanos a las urnas... Evidentemente, no resultaba fácil olvidar que era el día de las elecciones.
En Venezuela hay una gran y apasionada participación electoral. Interminables filas de ciudadanos rodeaban los colegios durante horas, para ejercer su derecho al voto. Elecciones cuya transparencia sería controlada por cuatrocientos observadores de 96 países, incluidos varios observadores españoles, como Isaura Navarro, vicepresidenta del Parlamento Español, o Willy Meyer, diputado y representante de la Unión Europea, entre otros, que supondrían un nuevo quebradero de cabeza para mí.
El país se paralizó durante horas. Tanto durante el proceso de votación, como durante el recuento de los votos. Para entonces yo ya me había reunido con Comandante Chino, que junto a varios tupamaros, Javier, Henry y Comandante Candela, entre otros, coordinaban desde el exterior del Consejo Nacional Electoral (CNE) a todos los agentes de las redes de inteligencia social. Y había acudido, como me habían ordenado, debidamente equipado en previsión de posibles disturbios con gases lacrimógenos en caso de confrontación (llevaba un pañuelo con vinagre, nivea con carbón [un remedio tupamaro contra los gases lacrimógenos], saldo en el teléfono celular, una botella de agua, linterna, etcétera).
Los teléfonos y el transmisor de radio no dejaban de sonar transmitiendo información. Y el Chino coordinaba, con disciplina marcial, a todos los informadores. El pequeño grupo nos encontrábamos en los soportales del edificio José María Vargas, más conocido como edificio Pajaritos, por encontrarse en esa esquina, justo enfrente al CNE, donde se estaba realizando el recuento de votos en presencia de los observadores internacionales. Se trata de la sede administrativa de los diputados de la Asamblea Nacional, donde Comandante Chino tenía su oficina y donde me había reunido con él tantas veces anteriormente.
Henry, previsor, ya había escondido un par de botellas de anís «para no pasar frío durante la guardia», pero en realidad fue el único en beber. Yo me agarré al argumento de que mi religión me lo prohibía, y que lo que me había hecho el Chino con los maraquitas había sido a traición. El Chino, mucho más profesional, dijo que él tenía que estar lúcido para controlar los grupos de informadores, y los demás tupamaros siguieron su ejemplo... así que Henry terminó bebiéndose él solo todo el alcohol.