Authors: Antonio Salas
—¿Cómo conoció a Ilich, profesora?
—Fue a finales de los años cincuenta, durante la dictadura de Pérez Jiménez. Al igual que muchas otras personas, yo era perseguida y suspendida de mis labores docentes por ser del Partido Comunista. El papá de Ilich, Altagracia Ramírez, tuvo conocimiento de esto y para ayudarme un poco me pidió que diese clases a sus hijos. Él era un radical marxista. Radical en el sentido de que no creía en la corriente conservadora de la educación venezolana, y no quería que Ilich y su hermano Lenin ingresasen en las instituciones educativas. Otro punto que lo lleva a rechazar esa educación era la presencia de monjas dando clase de religión, cosa que él no aceptaba. Alguien le habló de la profesora Ligia Rojas del partido y me mandó a llamar. A partir de ese momento, hice una gran amistad con él y con Elba, su esposa, y me introduje dentro de ese mundo familiar. Mi imagen le causó mucha confiabilidad y me nombró maestra de sus hijos. Yo les enseñé a leer y a escribir... primer grado, segundo, tercero, cuarto... Y cuando ya cubrieron cierta etapa de la educación primaria, los llevé a una institución del Ministerio del Interior, el Consejo Técnico, donde les hacían los exámenes y los ubicaban.
—¿Cómo era Ilich de niño?
—Era físicamente muy activo. Tenía una visión más avanzada que los niños de su edad y a mí eso me impresionaba y me agradaba profundamente, lo que me llevó a hacer diferencia entre él y los demás niños a los que yo daba clase. Además, él era muy cariñoso conmigo. Cuando yo llegaba, venía corriendo diciendo «Maestra... maestra», y me abrazaba. A veces nos íbamos con mi carro a pasear con Elba y los niños por centros comerciales o parques, etcétera. Su esposo no la dejaba salir... allí había un aislamiento que yo notaba y creo que tuvo algún efecto en esos dos primeros hijos, en Ilich y en Lenin... Recuerdo que en aquella época iban niños pobres por las casas tocando de puerta en puerta, pidiendo ayuda, y eso a él le impresionaba mucho. Me decía: «Maestra, maestra, ¿por qué piden los niños?». Tuve que sentarlo y hablarle en una forma sencilla, a su nivel, de la diversidad social que había en el país. Le decía que había niños pobres porque sus mamás y papás eran muy pobres, etcétera. Es decir, yo le daba información sobre la realidad social venezolana que él no conocía. Él me apretaba la mano y me tenía gran confianza en las cosas que le estaba comunicando. Realmente no se me olvida y quedó eternizado en mi recuerdo. Ya entonces supe que Ilich iba a ser una persona de gran sensibilidad social, porque, cuando yo le contaba eso, sentía por el gesto de su rostro cómo se sensibilizaba con estos problemas. Intuí que cuando él creciese, cuando llegase a su juventud, sería una persona con una gran sensibilidad social y luchadora por los derechos humanos.
—Cuando volvió a encontrarse con Ilich, ¿ya se había convertido en Comandante Carlos?
—Acababa de nacer Vladimir cuando el matrimonio se separó. Me dieron esa noticia y me preocupé mucho. Busqué a Elba y fortifiqué mi amistad con ella. En aquella época se habían cambiado de domicilio y estaban viviendo en El Silencio. Mi siguiente contacto con Ilich fue un tiempo después, cuando él supo de mi autoexilio en Guadalajara, porque nuevamente había sido suspendida como docente, perseguida terriblemente y allanada varias veces. Él ya había estado en Palestina, en la lucha, y cuando supo que yo me había ido de Venezuela mandó a su mamá a Guadalajara a buscarme. Allí se ignoraba mi relación con el famoso Carlos y yo no daba explicaciones. Ilich me mandó el pasaje para que lo visitase en un país árabe en el que se encontraba. Fui primero a París, donde me encontré con alguien que me trasladó a ese otro país. A partir de allí, lo visité en muchas ocasiones en cuatro países árabes. Conocí a la que fue su esposa y a su hija. Incluso cuando la niña estaba por nacer, él me llamó porque quería que estuviese presente en el nacimiento. Cuando la niña cumplió quince años, ella quiso verme y estuvo aquí mismo. Yo sentí en aquel abrazo el reencuentro con su papá, con quien se parece mucho. Luego se fue para Alemania, donde está con su mamá.
Salí de mi primer encuentro con Ligia Rojas —después hubo otros muchos— entusiasmado. No solo por toda la información inédita que me había facilitado, y por el intrínseco valor histórico y periodístico de su estrecha relación con el legendario Chacal, sino porque al día siguiente ya tenía concertada mi primera reunión con Vladimir Ramírez Sánchez, el hermano pequeño de Comandante Carlos, gracias a la intercesión de Ligia.
Allah es el más grande. Y por alguna razón la divina providencia había decidido conspirar una vez más a mi favor, aquel principio de diciembre de 2006. De lo contrario, es estadísticamente imposible que lo que ocurrió unos días después se deba solo a un cúmulo increíble de coincidencias encadenadas...
El día 6 de diciembre, con el resacón del triunfo de Chávez aún reciente, Vladimir Ramírez Sánchez aceptó reunirse conmigo en la redacción de uno de los periódicos alternativos para los que llevaba meses trabajando como corresponsal en el mundo árabe. Hasta mi llegada a Venezuela, los editores del periódico apenas sabían nada sobre Carlos el Chacal, y fui yo quien se ocupó de interesarlos en la figura del tristemente célebre venezolano. Necesitaba su cobertura para poder establecer esa primera entrevista con Vladimir sin levantar sus sospechas. Pero en ese primer encuentro no me atreví a grabar nada.
En realidad no sabía nada sobre el hermano del Chacal. Ignoraba si, como sus dos hermanos mayores, había tenido formación táctica y si estaba capacitado para detectar una cámara oculta. Así que no podía arriesgarme a fastidiarlo todo en la primera entrevista por precipitarme. Y ahora doy gracias a Dios por haber tomado esa decisión. Si hubiese querido grabar la entrevista ese día, o el siguiente, no se habría producido «el milagro».
Vladimir Ramírez Sánchez es un tipo realmente encantador. No solo tiene una estupenda planta, sino que su formación británica se evidencia en su trato exquisitamente correcto. Estreché su mano por primera vez el 6 de diciembre de 2006. Y, aunque se retrasó a la hora de llegar a nuestra cita, fue el único venezolano que me telefoneó antes para advertírmelo. Teniendo en cuenta los cientos de horas que he perdido esperando a alguien en Venezuela, para mí Vladimir ganó muchos puntos con aquella llamada, antes incluso de verlo por vez primera.
En ese primer encuentro me presenté como un palestino que había nacido en Mérida por casualidad, y que se sentía en deuda con su hermano Ilich, por toda la lucha pro-Palestina que había desarrollado durante los años setenta y ochenta en todo el mundo. Eché mano de todo lo que había aprendido en los libros que había leído sobre el Chacal, para sacar a colación la «brillante» operación de la OPEP, su habilidad para esquivar a los servicios secretos de todo el planeta durante décadas, su seductor atractivo para las mujeres, su relación con el doctor Habash, etcétera. Y Vladimir, mientras, me observaba en silencio. Supongo que intentando dilucidar si el entusiasmo casi adolescente que intentaba transmitir al hablar de su hermano mayor, como si me refiriese al Che Guevara, era real. Y terminó decidiendo que sí lo era.
Esa tarde averigüé que Vladimir, de cuarenta y ocho años, tenía dos hijos: Carlos Mauricio de veintiún años y Aurora de diecinueve. Ella se encuentra en estos momentos estudiando Periodismo en la Universidad Católica Andrés Bello. Él terminó Periodismo hace unos años y ahora trabaja como cronista deportivo en «Deportes con Todo», de la cadena Unión Radio. Tiene narices, pensé, que los sobrinos del Chacal sean colegas profesionales y, más aún, que Carlos Mauricio se dedique a informar, entre otras cosas, sobre los éxitos del Real Madrid y, quizás, sobre mis antiguos camaradas de Ultrassur... Nunca me atreví a preguntárselo, pero me habría encantado saber si Carlos Mauricio llegó a hacerse eco de la enorme polémica que rodeó al Real Madrid tras la publicación de
Diario de un skin
.
En aquel primer encuentro, y según las notas que tomé inmediatamente, Vladimir me reconoció que no andaba desencaminado siguiendo su pista en la alcaldía de Caracas, ya que efectivamente trabajó allí durante cinco años. También me dijo que casi todo lo que se contaba en Internet sobre su hermano era falso, y me sentí identificado. Me aseguró que nunca habían recibido ninguna ayuda del gobierno de Chávez. Que en los doce años que Ilich llevaba «secuestrado» en Francia su familia y algunos amigos habían podido enviarle unos 30 000 euros, de los cuales casi todo se había invertido en su defensa. Y el resto en artículos básicos como la lavandería, el periódico, la televisión, etcétera, que en la cárcel donde se encontraba eran de pago. Además, me dijo, yo no sabía que Ilich Ramírez era diabético y que eso implicaba una alimentación especial, al margen del rancho oficial de la prisión, que tenía que pagarse por su cuenta.
Me puso en la pista de una serie de artículos, publicados por Ilich desde la prisión en el periódico
La Razón
, que yo después rastrearía en la hemeroteca. Y también me habló de una amarga polémica que mantuvo el mismo Vladimir con la comunidad judía venezolana, en las páginas de
El Nacional
, precisamente a causa de su hermano.
En realidad me habló de muchas cosas más, pero solo subrayaré dos. Me comentó que Ilich solo tenía permiso judicial para telefonear desde la prisión a un número de un pariente, ajeno a las llamadas a sus abogados. Y por consenso familiar se había decidido que ese número telefónico fuese el de Vladimir. Y también me comentó que existía un baúl donde conservaba todos los recuerdos, fotografías, títulos académicos, correspondencia, etcétera, de su hermano Ilich, pero que hacía muchísimos años que no se abría, y que tenía olvidado en su casa de Valencia, a unos 160 kilómetros de Caracas. Todo lo que todos los periodistas del mundo durante los años setenta, ochenta y noventa habrían querido saber sobre la infancia y la juventud del terrorista más famoso del planeta estaba en aquel baúl.
En resumen, nuestro primer encuentro no podía haber sido más prometedor: por fin había conseguido lo que me había resultado imposible en mi viaje anterior. Pero aquello era solo el principio de una larga, estrecha y fructífera relación con toda la familia de Ilich Ramírez Sánchez... y con él mismo. Y lo mejor es que la reelección de Chávez parecía haber activado un poco de sangre en las venas de la burocracia venezolana. Por primera vez mis gestiones empezaban a dar fruto, y en un lapso de pocos días pude localizar y entrevistar a muchos personajes clave en la historia de la lucha armada en Venezuela... y que a mí me ayudarían además a llegar hasta las FARC y a los miembros de ETA en Venezuela posteriormente.
Obsesionado por rentabilizar el tiempo y el dinero que estaba invirtiendo en Venezuela, es imposible resumir en tan pocas páginas todas las gestiones, todos los lugares y todas las personas que encontré en aquellos días. Unos jóvenes aspirantes a terroristas, como Aitor, un joven bolivariano nieto de vascos, cuyo sueño era liberar la tierra de sus abuelos de la ocupación española. Otros, pobres diablos, como Víctor Enrique Saiñi Ayala, un vagabundo colombiano que plantaba sus carteles hechos a mano en la plaza de Bolívar, denunciando la persecución de que era objeto por el MOSSAD y la CIA, por apoyar la causa palestina y la vasca. Saiñi, sobre el que llegué a publicar una breve nota en uno de los periódicos venezolanos, me inspiraba una enorme ternura. Vivía de la limosna, y cubría su cabeza y todo su cuerpo con una «armadura» de papel de plata y periódicos, que debía protegerlo del bombardeo de ondas electromagnéticas que le lanzaban los conspiradores desde la sinagoga de Caracas y la embajada norteamericana... No pude evitar pensar en Teodoro Darnott vagando por Colombia, de mezquita en mezquita, al escuchar la triste historia del loquito de los carteles.
También conocí a varios «talibanes», como Beba. Los «talibanes» eran «malandros», pequeños delincuentes comunes, que sobrevivían en las calles de Caracas haciendo pequeños trabajitos relacionados con la delincuencia común, y que no tenían miedo a nada. De ahí el nombre «talibanes». Los Tupamaros siempre tenían a uno o dos «talibanes» a mano para pequeños recados.
Aunque entre aquellos personajes tan singulares también conocí a tipos mucho más relevantes en esta investigación, como Douglas Bravo, «el Che Guevara venezolano», al que me referiré más adelante. Mi primer encuentro con Douglas fue totalmente estéril. Apenas pude charlar con él unos minutos, ya que partía hacia Colombia para una reunión con las FARC. Más tarde, sin embargo, el legendario guerrillero sí se convertiría en una pieza importante en este puzle.
Cuando el 8 de diciembre de 2006 me levanté por la mañana, no sabía que ese sería el día en que hablaría por primera vez con Carlos el Chacal. Una sucesión maravillosa de coincidencias materializó el milagro.
Era viernes, y todos los viernes intentaba irme hacia Parque Central un rato antes de la oración en la Gran Mezquita, para aprovechar la mañana trabajando en la red. A media mañana acudía a mi «base de operaciones» en el hotel Hilton, ahora Alba, situado a solo cinco minutos de la Gran Mezquita, para responder e-mails, hacer búsquedas por Internet, etcétera, en el cibercafé del hotel. Acababa de entrar en el cibercafé del Hilton cuando recibí la llamada de Vladimir Ramírez Sánchez. Había cancelado de forma imprevista una gestión que tenía que hacer en Caracas y le quedaba una hora libre, a eso de las 11:30 de la mañana. «Si todavía quieres hacer lo de la entrevista, yo voy a estar cerca de Parque Central», me dijo. Y yo le di gracias a Dios por mi buena suerte. Vladimir iba a estar muy cerca del hotel Hilton, así que todas las circunstancias se encadenaban para que ese fuese el momento en que debía grabarse esa entrevista. Conseguí permiso para grabarla en la redacción del periódico
ICR
, situado muy cerca del Hilton, y salí disparado para ser puntual a la cita. Y Vladimir, que en ese sentido es más británico que venezolano, llegó tan puntual como yo.
Lo que ocurrió entonces es absolutamente increíble. Y me incomodaría muchísimo relatarlo si no fuese porque esa misma mágica providencia decidió que mi cámara lo grabase «accidentalmente».
En cuanto llegué al local monté el trípode y la cámara para preparar la entrevista que llevaba tantos meses buscando, mientras esperaba a Vladimir. Conecté el micrófono, e introduje en un ordenador un CD con varias fotografías de Ilich Ramírez, como imagen de recurso para la grabación. Y esta vez sí pensé en arriesgarme a conectar la cámara oculta. Cabía la posibilidad de que Vladimir me dijese algo que no desease que quedase registrado en la cámara «oficial», y no quería desperdiciar ni una de sus palabras. Pero no habría sido necesario. Vladimir Ramírez en todo momento se comporta con la transparencia de quien no tiene nada que ocultar.