Authors: Antonio Salas
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permaneció varios días en prisión preventiva. El 16 de marzo declaró por fin en el juzgado número 3 de la Audiencia Nacional. Entró en el despacho del juez del Olmo a eso de las 12:00 y no salió hasta las 16:30. El hermano marroquí fue inmediatamente puesto en libertad sin fianza. Resultaba obvio que
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era el verdadero protagonista de la operación. Pero no hacía falta ser un experto perfilador de la policía para darse cuenta de que ese chico no tenía nada de terrorista. Al menos en el mundo real.
Gonzalo, un joven regordete y bonachón, víctima de una precoz alopecia y con algunos problemas de autoestima, sublimaba a través de la red, como muchos otros jóvenes, sus aspiraciones de éxito, emociones o reconocimiento. Pero su ciberfantasía yihadista se le había ido de las manos. Y puedo imaginarle, aquellas noches en el calabozo, atenazado por el pánico a entrar en prisión y soportando lo mejor posible las presiones policiales. En aquella situación, su amistad con Ibrahim Abayat, «el terrorista palestino más peligroso del mundo», según el MOSSAD, no le ayudaba mucho. Afortunadamente, la policía española no tenía ni idea de que el
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de Carlos el Chacal estaba tan cerca de
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. De hecho, ni siquiera él mismo lo sabía. Sus comentarios despectivos sobre Antonio Salas en algunos foros de Internet, donde solo había conocido de mí las delirantes historias que circulan por la red, me habían tranquilizado al acercarme a él. No tenía ni idea de quién era yo.
Probablemente, eso fue una suerte para él. De haberlo relacionado a través de mí con Carlos el Chacal, podría haber tenido más problemas. El juez Del Olmo le impuso una fianza de 10 000 euros para salir en libertad. Y, tras pasar una noche más en la cárcel de Soto del Real, a las siete de la tarde del día siguiente pagaba la fianza y salía en libertad, todavía con el susto en el cuerpo.
La noticia de la detención de
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, una de las primeras operaciones policiales por ciberyihadismo en España, tuvo bastante repercusión mediática. Y los vecinos de Gonzalo, que no conocían al
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de la red, no podían creer que aquel joven introvertido, que había estudiado cocina y había trabajado un tiempo como tatuador, pudiese tener nada que ver con Al Qaida, como sugerían algunos medios especialmente sensacionalistas.
En cuanto me enteré de que
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había decidido colaborar con el juez Del Olmo, entregándole las claves y contraseñas de sus foros, páginas y portales de Internet, me apresuré a descargarme lo antes posible todos sus mensajes, dibujos y comentarios, antes de que fuesen borrados de la red por la Unidad de Ciberterrorismo. Efectivamente, en veinticuatro horas la mayoría de los rastros de
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en la red comenzaron a desaparecer.
Estando en Zaragoza precisamente, la divina providencia se empeñó una vez más en hacerme un guiño. Como si quisiese decirme que iba por el buen camino. Como si desease enviarme una señal de ánimo. Y para ello utilizó a mi amigo Juan Mata, quien me daba cobertura en Zaragoza y, además, tiene un cierto parecido físico con
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.
Juan Mata, autor de libro
Diario del Infierno
en la colección Serie Confidencial que yo dirijo, es una criatura de la noche. Lo conocí durante mi infiltración en el tráfico de mujeres, ya que Juan fue portero de alguno de los burdeles valencianos que yo investigué durante dicha infiltración. Juan, además, trabajó para los cárteles de la droga colombianos, transportando grandes cantidades de dinero entre Colombia y Europa. Detenido en el transcurso de una operación antinarcóticos en Valencia, se pasó varios meses en prisión, hasta ser absuelto en el juicio pertinente. Durante esa estancia en la cárcel, por cierto, tuvo la oportunidad de intimar con el argelino Alekema Lamari, uno de los implicados en los atentados del 11-M. De hecho, cuando inicié esta investigación valoré la posibilidad de hacerme pasar por Juan Mata para viajar a Argelia e intentar acercarme al círculo de Lamari como una forma de infiltrarme en el terrorismo internacional. Pero en cuanto empecé a estudiar árabe me di cuenta de que tardaría años en conseguir un nivel lo suficientemente fluido como para eso. Sin embargo Juan no solo tuvo la amabilidad de relatarme con detalle, y más de una vez, todos los recuerdos que tenía de Lamari en la cárcel, sino que siempre que pasaba por Zaragoza me ofrecía casa y comida si la necesitaba.
Y en aquellos días, después de la detención de
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, con Juan también visité La Estación del Silencio, el local vinculado al grupo de rock más emblemático de Zaragoza, Héroes del Silencio. Allí conocí a Boch, uno de los «jefes de estación», y a Pedro Andreu, batería del grupo, y uno de mis héroes musicales de la infancia. Andreu es un tipo tranquilo, callado, reflexivo. Como de vuelta de todo. Me cayó bien en cuanto lo conocí, y creo que yo a él también. Desde aquella noche siempre que pasaba por Zaragoza y tenía la oportunidad de hacerme una escapada, me dejaba caer por La Estación del Silencio, en la calle Catania, escoltado por Juan Mata. Y allí estaba él. Pero aquella noche en que Allah quería bromear conmigo, junto a Pedro Andreu estaba Óscar Jaenada, el conocido actor español. Ahí jugaba con ventaja, porque yo sabía quién era él, pero no así él quién era yo. Compartimos unas cervezas, las mías sin alcohol, e inquietudes. Jaenada se había dejado caer por La Estación del Silencio porque esos días grababa un videoclip de Enrique Bumbury. Pero lo paradójico de la anécdota es que inmediatamente después salía para Euskal Herria, y estaba intentando cambiar su registro psicológico para meterse en la piel de un terrorista... como yo.
—¿Cómo que en la piel de un terrorista? —le pregunté, realmente interesado.
—Sí, en la piel de un etarra.
—¿Un etarra?
—Sí, para una película nueva que empezamos a rodar la semana que viene. Mi novia es vasca y me está ayudando mucho.
La película en cuestión era
Todos estamos invitados
, de Manuel Gutiérrez Aragón, estrenada en 2008, y Jaenada interpreta a Josu Jon, un joven asesino abertzale que sufre amnesia tras un atentado terrorista. No deja de ser una coincidencia, pero quise interpretarla como un guiño de la providencia. No había muchas probabilidades de coincidir con un actor famoso en un pub de Zaragoza, y que encima estuviese preparándose para interpretar a un terrorista... como yo. Un año después tendría la oportunidad de estrechar la mano asesina de etarras de verdad, no de cine, que viven cómodamente integrados en la comunidad bolivariana de Venezuela, donde la violencia y la inseguridad se iban haciendo cada día más evidentes. Y, por si el asesinato de Omar Medina, el bonachón vigilante de la mezquita de Caracas, no me lo había dejado claro, otro camarada estaba a punto de ser asesinado a tiros en las calles de la capital venezolana.
Se me había ocurrido reforzar aún más mi identidad como activista palestino y musulmán radical, incluyendo en mi currículum un par de libros sobre temas árabes e islámicos, que terminasen de disolver las dudas que cualquier terrorista real, etarra o no, pudiese tener sobre mí. Para abril de 2007 ya había publicado muchísimos artículos y entrevistas en diferentes medios de comunicación, y me puse a trabajar en la preparación de dos libros, utilizando parte de esos trabajos ya publicados o los de los nuevos viajes realizados por el mundo árabe.
Nunca imaginé que tuviese que redactar varios libros como parte de mi tapadera para poder escribir este. Eso suponía más horas de trabajo, que tenía que compatibilizar con mi empleo real, mis estudios, mi vida como infiltrado, etcétera. Así que decidí robarle otra hora al sueño y, de cinco, pasar a dormir cuatro horas diarias. Creí que sería solo durante unas semanas, el tiempo de preparar esos libros, pero ya nunca lo recuperé. Y muy pronto iba a pagar el precio del agotamiento que iba acumulando.
Contraté una imprenta, y con la ayuda desinteresada de Charly, uno de mis mejores amigos, diseñamos portada, maquetación y contenidos. Ahora solo necesitaba que mis camaradas de Venezuela me ayudasen a disfrazar el primero de esos libros, que vería la luz ese mismo mes de abril, como si se tratase de una edición oficial venezolana. Después enviaría unos cuantos ejemplares a los medios, tanto españoles como venezolanos, y ellos se ocuparían de reforzar mi identidad con cada crítica literaria que realizasen sobre esos libros. Y haciendo esas gestiones fue como me enteré del asesinato de otro de mis camaradas tupamaros.
—Coño, Palestino, ¿ya te enteraste de la vaina? Finaron al camarada Arquímedes...
—¿Qué dices, pana? ¿Arquímedes Franco, el jefe de los motorizados?
—Sí, hermano. Le pegaron cuatro tiros por la espalda los muy perros. Verga, tú ándate con ojo, pana, ya sabes que casi te llevan en Maiquetía. Tú tienes allá tu arma, ¿no? Si necesitas, buscamos la forma de hacerte llegar una...
—No, pana, tranquilo. Yo tengo mi arma, no hay lío —le respondí, intentando mantener mi fachada del peligroso muyahid armado que no era.
—Tenla siempre a mano, pana, siempre a punto. Cónchale, a él no le dio tiempo ni a desenfundar...
En realidad, el verdadero nombre de nuestro camarada era Arquímedes Antonio Franco, o al menos ese es el que figuraba en su cédula de identidad número 10 864 195. Nacido el 22 de enero de 1969, desde su más tierna infancia había estado vinculado a la izquierda venezolana. Desconozco por qué razón había cambiado el orden de su nombre, ya que en la tarjeta de visita que me había entregado en una ocasión se presentaba como: «Franco Arquímedes, presidente de la Asociación Nacional de la Fuerza Motorizada de Integración Comunitaria», y así es como lo conocíamos todos.
Según me relató mi camarada, en la mañana del 2 de abril Arquímedes Franco, líder respetado de todos los «motorizados» y camarada tupamaro, se encontraba con Kati, su esposa, haciendo unas compras en el mercado de Cementerio. No muy lejos de donde vivía la viuda de mi primer hermano musulmán asesinado en Venezuela, Omar Medina. Franco llevaba varios días intranquilo. De hecho, dos días antes le había confesado a su esposa que dos tipos lo habían perseguido en la cota 905, una carretera que bordea el cerro El Ávila, pero había conseguido despistarlos. El 2 de abril, sin embargo, no pudo burlar al destino.
Kati había entrado en el mercado mientras su esposo esperaba en la calle, con las bolsas de las compras anteriores. Apenas tuvo oportunidad de reaccionar. Quizás si no hubiese tenido las manos ocupadas, hubiese podido sacar su arma a tiempo. Pero cuando dos tipos se le acercaron por detrás, en moto, y un tercero por la derecha, caminando, su destino ya estaba firmado. Llevaban tiempo siguiéndole y esperando ese momento oportuno.
Tres tiros a quemarropa por la espalda. Y, ya en el suelo, un cuarto tiro de gracia en la cabeza. Los asesinos aún se detuvieron a robarle su arma antes de darse a la fuga, mientras Kati salía del mercado dando gritos de auxilio.
En estado crítico, Arquímedes fue trasladado al hospital Clínico Universitario de Caracas, donde permaneció con vida durante dos semanas más, permanentemente escoltado por Carmen, su madre, y Kati. Pero el 17 de abril de 2007 entró en parada cardiorrespiratoria y ya no sobrevivió.
Su velatorio, en la funeraria Santa Isabel I, en El Paraíso, reunió a muchos motorizados que lloraron a los pies de su féretro, la velada del 20 de abril, y en su entierro más de dos mil motocicletas escoltaron el coche fúnebre hasta el cementerio de El Junquito. Tampoco Arquímedes sería el último de mis camaradas asesinados durante esta infiltración, pero estaba claro que la providencia me estaba haciendo saber que la muerte siempre anda cerca, en un mundo de violencia como es el del terrorismo. Y más en Caracas, considerada como la tercera ciudad más peligrosa del mundo.
En mayo, mi angustia por el nuevo asesinato de un camarada tupamaro en Venezuela se unió a mi angustia por los inminentes exámenes de árabe que se avecinaban. No me siento capaz de expresar la presión psicológica de aquellos días. Apenas podía dormir, arañaba cada minuto posible para avanzar en la infiltración, estudiar, mantener las webs, cumplir con mi trabajo oficial como periodista, etcétera, pero era imposible atender todos los frentes, así que empecé a cometer errores y a acusar el agotamiento.
De nada servían ya ni el café ni las vitaminas concentradas para intentar mantener el ritmo. A veces me quedaba dormido en clase, y en un par de ocasiones incluso me desmayé. Pero el colmo del absurdo se produjo una mañana, al salir de las clases y mientras iba camino del cibercafé más alejado posible. Me costaba un esfuerzo titánico mantener los ojos abiertos, hasta que noté que ya no podía evitar cerrarlos. Así que aparqué el coche en el primer hueco que encontré en la calle, con la intención de descansar solo unos minutos antes de ponerme con las webs yihadistas. Prometo que cuando me tumbé en el asiento de atrás no pensaba dormir más de quince minutos, y prometo también que no me di cuenta de que había aparcado en un vado. Así que no me dio tiempo a completar el cuarto de hora de descanso. No habían pasado ni diez minutos cuando me desperté sobresaltado al notar que el coche temblaba. Abrí un ojo, sin fuerzas para incorporarme, y a través de los cristales tintados de la ventanilla pude distinguir cómo los edificios parecían moverse, mientras el coche continuaba vibrando... «¡Un terremoto!», pensé. Así que abrí la puerta precipitándome fuera del coche de un brinco... y cayendo a los pies del operario de la grúa que estaba cargando mi coche conmigo dentro. Creo que el policía local que estaba multando mi vehículo en ese momento se llevó un susto aún mayor que el mío... La sanción me enseñó que, por muy cansado que estuviese, no podía dormirme en el coche, a menos que antes confirmase que había aparcado en un lugar apropiado.
Esa tarde, el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz inauguraba una fascinante exposición del fotógrafo libanés Hashem Madari, que yo debía cubrir como periodista. Y el comisario de la misma, Akram Zaatari, de la Arab Image Foundation con sede en Beirut, también se convertiría en un contacto útil para mi investigación. Además de la exposición de Madari, La Caixa acogería una serie de conferencias sobre Líbano en las que me reencontraría con algunos viejos conocidos, como Javier Valenzuela, autor de
El Partido de Dios
y profundo conocedor del islamismo libanés. No en vano su esposa es originaria del país de los cedros.