Authors: Antonio Salas
Las primeras informaciones directas sobre los paracos me llegaron de una fuente privilegiada, Edgar Caballero, miembro de la Secretaría del Congreso Bolivariano de los Pueblos (CBP), a quien conocí con su director Fernando Bossi en la sede social del CBP, en Parque Central. Caballero es uno de los miles de desplazados colombianos que llegaron a Caracas a finales de los noventa. Ocupando ese cargo en el CBP, no es de extrañar que en alguno de los eventos del Congreso Bolivariano, en 2004, pudiese verse en el auditorio a Rodrigo Granda, «canciller» de las FARC. Pero cualquier colombiano que demuestre la menor simpatía por la guerrilla, como Edgar, sabe que automáticamente se convertirá en objetivo de su reverso tenebroso: los paramilitares. Y lo menos grave que le puede ocurrir entonces es que tenga que abandonar tierras, casa, familia y trabajo para desplazarse fuera de Colombia, por ejemplo a Venezuela, intentando conservar la vida... o los miembros.
Por resumirlo breve y superficialmente, tras el asesinato del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, se produce en Colombia una revuelta popular conocida como «el Bogotazo», que dejó más de trescientos muertos. El régimen militar, como ocurrió en casi toda América Latina, apostó por la política de mano dura para controlar a comunistas y sindicalistas, y el Frente Nacional, que custodió el poder de la derecha militar durante dieciséis años, originó una respuesta armada en las clases populares, especialmente entre los campesinos. En 1964 aparecen las FARC, en 1965 el ELN y en 1968 el Ejército Popular de Liberación (EPL), entre otros. Todos ellos movimientos guerrilleros que intentan seguir el modelo de Che Guevara y la revolución cubana, y que empezaron a atacar los intereses del ejército y del gobierno militar de Bogotá. Mientras tanto, intentaban afianzar su posición social ganándose las simpatías de las clases más humildes: campesinos, la mayoría de las veces, que durante generaciones habían explotado las tierras de la selva colombiana, que ahora se descubrían como fértiles plantaciones para la coca, una planta de poder conocida durante siglos por todas las culturas precolombinas, pero que procesada como base de la cocaína se convertía en el negocio más tentador.
Mientras el problema de la guerrilla crecía, el gobierno colombiano intentó aplicar el modelo norteamericano de la Doctrina de la Seguridad Nacional, pero no funcionó. Y en la década de los setenta surgen los paracos; grupos armados, ilegales, constituidos o subvencionados por empresarios, industriales y demás burguesía afectada por los ataques de las guerrillas de extrema izquierda. Por expresarlo de forma simplista, se trataba de organizaciones paramilitares de extrema derecha, que incluían funcionarios de la policía o el ejército, e incluso de la clase política colombiana. Y lo que surgió como un movimiento armado de autodefensa contra la guerrilla pronto se involucró con las mafias del narcotráfico, que veían peligrar sus plantaciones de coca o sus almacenes por los ataques de los insurgentes. Y el negocio más lucrativo del mundo no tardó en pervertir sus objetivos iniciales. Los paramilitares, teóricamente nacidos para proteger los intereses de los más poderosos, pasaron a protagonizar acciones directas contra los campesinos simpatizantes de la guerrilla. Cada ataque a un empresario, a un político o a un señor de la droga, afín a los paracos, implicaba salvajes represalias. Los paramilitares comenzaron a hacerse famosos por el uso de las motosierras como herramienta de castigo o de interrogatorio a los sospechosos. La crueldad de las masacres y genocidios protagonizados por los paracos en las selvas de Colombia se ilustran en el dramatismo de las fosas comunes, repletas de cuerpos mutilados, desmembrados, que aparecieron posteriormente.
En los años noventa, los diferentes grupos paramilitares que operaban dispersos por toda Colombia intentaron aunar esfuerzos constituyéndose las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Las AUC podrían ser lo que ocurriría si mis ex camaradas nazis, skin NS y fascistas obtuviesen arsenales del más sofisticado armamento y el apoyo de algunas autoridades locales para emplearlo en sus cacerías de inmigrantes, antifas o «guarros». Pero multiplicado por mil. De hecho, la violencia y el terrorismo ultraderechista, que tras la muerte de Francisco Franco en España nos dejó casos tan dramáticos como la matanza de Atocha, palidecen ante la violencia y la crueldad sádica de los paracos colombianos.
Desde abril de 1997, las AUC aglutinaron y organizaron a numerosos grupos paramilitares, que junto con las motosierras aprendieron a utilizar sistemas como las mulas bomba o las bicicletas bomba, para llevar su mensaje a los campesinos. O para conseguir que abandonasen sus tierras fértiles para las plantaciones de droga. Tanto el gobierno de Colombia como la Unión Europea o los Estados Unidos consideraron a las AUC una organización terrorista, colocándola al mismo nivel que su enemigo más directo: las guerrillas izquierdistas.
Patrocinados por adinerados ganaderos, terratenientes y empresarios, el 70 por ciento de sus ingresos provenía del narcotráfico. Y no está de más reflexionar sobre el hecho de que cada raya de coca que se esnifa en Europa o América está contribuyendo a la lucha de los paramilitares, lo que significa que la mayoría de la juventud burguesa occidental, indirectamente, colabora a mantener las AUC. Como colabora con las mafias de la trata de blancas cada vez que pone el pie en un burdel.
Junto con el narcotráfico, las extorsiones y los secuestros engrosaban las arcas de los paracos, exactamente igual que ocurría con algunas guerrillas. Un ejemplo excelente de cómo dos ideologías opuestas y enfrentadas se justifican recíprocamente para cometer los mismos delitos que sus adversarios, en pro de sus respectivas ideologías. Los extremos se tocan.
Sin embargo, mientras tomaba nota de las explicaciones de Edgar Caballero, me horrorizaba al escuchar las historias más terribles que me han relatado en todos mis años de periodismo. Nunca, ni en Palestina, ni en Haití, ni en Líbano, ni en ninguno de los países que visité en América, África u Oriente Medio durante esta infiltración, me ofrecieron testimonios tan brutales, salvajes y horribles como los que recopilé en relación a los crímenes de los paramilitares colombianos. Atrocidades que nada tienen que envidiar a guerrilleras karen violadas y crucificadas por los militares en Birmania o a los «troceadores de personas» del Ejército de Resistencia del Señor (ERS), de Sudán.
En los últimos años del siglo
XX
y los primeros del
XXI
, las AUC fueron responsables de las masacres y torturas más atroces que una mente enferma podría imaginar. Y Edgar ponía a prueba mi credulidad con algunos de sus relatos sobre las mutilaciones, amputaciones y desmembramientos realizados por «los de la motosierra». Según el gélido razonamiento de los paracos, el uso de machetes, hachas o motosierras en los interrogatorios de sospechosos de colaborar con la guerrilla tenía tres ventajas:
1. Las amputaciones y mutilaciones sembraban el terror no solo en el torturado, sino entre toda su familia y vecinos.
2. Es más fácil y rápido hacer desaparecer los cuerpos descuartizados en pequeños hoyos o tirándolos a los animales, que cavando fosas para todo el cuerpo.
3. Son rituales de iniciación destinados a insensibilizar a los combatientes más jóvenes. El recluta que es capaz de descuartizar a un campesino vivo es capaz de cualquier cosa. Y existen testimonios estremecedores de niños obligados a ingresar en las AUC, y a pasar esas «iniciaciones» con la motosierra...
Organizaciones humanitarias independientes, como ACNUR, Amnistía Internacional o Human Rights Watch han denunciado las masacres de los paramilitares y han documentado el reclutamiento de menores de edad para sus filas. E incluso se han recogido espeluznantes testimonios que hablaban de «... campos de entrenamiento donde algunos jefes paramilitares llevaban a varios campesinos amarrados en camiones para utilizarlos en cursos de instrucción que enseñaban a descuartizar personas vivas...».
Entre 1982 y 2005 se calcula que los paramilitares cometieron más de tres mil quinientas masacres, asesinando a más de quince mil indígenas, campesinos, sindicalistas y militantes de izquierda, robando más de seis millones de hectáreas de tierra para el cultivo de droga y obligando a cientos de miles de colombianos a desplazarse fuera del país. Mayoritariamente a Venezuela. Por eso a mí me resultaría tan fácil encontrar testimonios atroces, en primera persona, de víctimas del paramilitarismo refugiados en Caracas.
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En 2003 las AUC llegaron a un acuerdo con el gobierno de Álvaro Uribe para desmovilizar a sus efectivos y deponer las armas. Pero esa desmovilización no fue completa ni total: treinta mil paracos de las AUC cesaron sus operaciones, pero más adelante se demostraría que algunos de ellos seguían delinquiendo y controlando grupos paramilitares desde la cárcel. Otros directamente volvieron a tomar las armas y las motosierras, constituyendo grupos de puro crimen organizado donde no quedaba ningún residuo ideológico del pasado. Al narcotráfico, el secuestro y la extorsión, se unió el sicariato. Y odio decir que, según mi experiencia, los sicarios o asesinos profesionales no se encuentran solo en el extremo derecho de la lucha armada latina.
Tras los acuerdos de desmovilización, Colombia vivió un escándalo sin precedentes cuando varios periodistas de investigación, pero también investigadores judiciales, desenmascararon la relación de varios dirigentes políticos y funcionarios del gobierno de Uribe con las AUC. Hasta el extremo de que algunos políticos debían sus cargos en alcaldías, consejos y gobernaciones, e incluso en el Congreso de la República, a la presión de las autodefensas a sus oponentes políticos o a la población civil. El escándalo fue conocido como el caso de la parapolítica o la paranarcopolítica y llegó a salpicar al primo de Álvaro Uribe, el congresista Mario Uribe Escobar, y al vicepresidente del país, Francisco Santos, indultado posteriormente por falta de pruebas.
Antes de morir, Carlos Castaño, alias
el Profe
, fundador y líder de las AUC, publicó que existía un grupo llamado «los seis», compuesto por «hombres al nivel de la más alta sociedad colombiana. ¡La crema y nata del país!, que me asesoraban secretamente en la conducción del grupo paramilitar...». Pero, tras su muerte, las AUC dieron paso a un número indeterminable de grupos paramilitares independientes, como las temibles Águilas Negras, que continúan sembrando el terror en las selvas de Colombia... y de sus países vecinos. Un tema que realmente merecería una investigación en profundidad.
Necesitaría otro volumen para desarrollar este tema. Y para detallar los espeluznantes testimonios que pude recoger, y que sencillamente no podía creer. Como el de Ana María (nombre supuesto), una joven sindicalista que trabajaba como profesora en un pequeño pueblo campesino. Cuando llegaron los paracos: «Entraron en la escuelita dando una patada a la puerta. Y sin decir nada, sin mediar palabra, uno de ellos se acercó al niño que estaba sentado en el primer pupitre de la primera fila, el más cercano a mi mesa, y con un machete le cortó la cabeza y la arrojó sobre mi regazo diciendo: “Esto es para que me prestes toda tu atención... tenemos que hablar contigo.”»
Testimonios horribles, de niños obligados a ver cómo sus padres eran mutilados, a padres obligados a ver cómo desmembraban a sus hijos y, lo que es peor, a participar en esas mutilaciones. Relatos increíbles que rebasan con mucho la imaginación de los novelistas góticos más delirantes. No conozco fantasía de terror que pueda acercarse a la brutalidad satánica de los testimonios de las víctimas del paramilitarismo. Y no encontré referencias concretas a esta forma de terrorismo en ninguno de los cursos que hice en España.
En Colombia existe una guerra secreta, que apenas asoma a los medios de comunicación. Con la misma generosidad con la que mis compañeros europeos y norteamericanos informan sobre los secuestros, atentados y asesinatos a manos de las guerrillas, se obvia la información sobre estos otros grupos terroristas y sanguinarios, de los que en Europa apenas sabemos nada. Y lo más triste es que en esa guerra entre las guerrillas y los paramilitares, el pueblo, como siempre, es el gran perdedor. Mientras los paracos escupen sus proclamas nacionalistas, y su objetivo de proteger la patria y al pueblo colombiano de las hordas comunistas, los guerrilleros proclaman con el mismo entusiasmo su lucha por la libertad del mismo pueblo colombiano, al que quieren proteger de los fascistas. Y, en medio, ambos continúan secuestrando, extorsionando y masacrando a ese pueblo por el que dicen luchar.
Cuando los paracos, o la guerrilla, escogía un objetivo sospechoso de colaborar con su enemigo, o al que simplemente querían expulsar de sus tierras para incautarlas, con frecuencia le enviaban una notificación por escrito de que había sido considerado «objetivo militar». Recibir una de esas cartas implicaba una sentencia de muerte, y el receptor solo podía esperarla de forma suicida, o abandonar casa, tierras y familia, para mantener la vida desplazado en otro lugar. En Venezuela conocí a varias víctimas de esos avisos, que me permitieron fotografiar las notificaciones que habían recibido, tanto de las guerrillas como de los paramilitares, y en el fondo no se diferencian demasiado.
Conocer el conflicto a tres bandas entre el gobierno colombiano, la guerrilla y los paramilitares es imprescindible para contextualizar el problema de los desplazados y las simpatías que todas las organizaciones bolivarianas sienten por las FARC o el ELN. De otra forma es imposible entenderlo y por tanto juzgarlo con objetividad. Pero también resulta extremadamente inquietante, porque implicaba nuevos riesgos añadidos a mi contacto con las FARC. Además de las autoridades venezolanas y el ejército colombiano, ahora debía evitar encontrarme con los paramilitares, que estaban mucho más cerca de lo que pensaba. Tengo claro que yo no soy tan fuerte como para superar un interrogatorio con una motosierra.
No bastaba con que mis amigos tupamaros, guerrilleros y militares venezolanos avalasen mi identidad como Muhammad Abdallah, el luchador palestino. Los elenos y las FARC debían comprobar que realmente yo no era un espía norteamericano o colombiano al servicio de Uribe. Y en este momento, justo en este instante, es cuando todo el trabajo de cuatro años daba sus frutos. Mis artículos y reportajes publicados en
Rebelión
,
Aporrea
o
El Viejo Topo
, comentados en VTV, RNV o Kaos en la Red; mis entrevistas, especialmente la recién publicada por Marcelo Mackinnon en inglés, y, sobre todo, mi privilegiada posición en el Comité por la Repatriación de Ilich Ramírez, como
webmaster
y responsable de la presencia de Carlos el Chacal en la red, contribuyeron a dispersar todas las dudas que las FARC o el ELN pudiesen tener sobre mí. A estas alturas de la infiltración tenía suficientes hermanos y camaradas, tanto en la mezquita de Caracas como en los movimientos bolivarianos, para que las FARC, el ELN o cualquier otra organización terrorista encontrase sobrados testimonios que avalasen mi identidad palestina.