Authors: Antonio Salas
Con los murcianos Ángel Olmos López, Juan Cristóbal Sánchez, y sus más afortunados compañeros de viaje Juan Ballesta, Juana Sánchez y Esther Messeguer, el gobierno marroquí siguió la misma política que con los primeros españoles asesinados en un atentado terrorista en Marruecos. Ocurrió mucho más al sur, en mi querida Marrakech. El 24 de agosto de 1994. Ese día, un grupo de turistas españoles, entre los que se encontraban Salvador Torras, José Antonio Ocaña, Antonia Cuevas, Doris Ocaña y Antonio Benítez se habían alojado en el colosal hotel Atlas-Asni, en la zona nueva de Marrakech, aunque no demasiado lejos de la medina. Doris y Antonio Benítez estaban de viaje de novios, y sus cuñados los acompañaban.
A las 10:30 am, tres encapuchados entraron en el hotel disparando a todo lo que se movía. Salvador Torras y Antonia Cuevas murieron en el acto. Doris Ocaña recibió dos ráfagas de ametralladora en las piernas, pero sobrevivió. Los asaltantes utilizaban balas explosivas. Se trataba de jóvenes argelinos y marroquíes nacidos o afincados en Francia. Abdelilah Ziyad, alias
Rachid
, fue el organizador del comando. Hubo que esperar hasta 2008 para que se celebrase el juicio por este atentado, en el que además de Rachid fueron procesados otros miembros del comando, como el argelino Djamel Lunici, Tarek Fallah o el marroquí Mohamed Zinedline, que se fugó de la cárcel.
Ese mismo agosto, mientras los «terroristas frenéticos» dejaban aflorar su pulsión homicida en el mundo árabe, Hugo Chávez recibía en su programa
Aló, Presidente
la visita de Ronald Lumumba y Abdul Hakim Nasser, los hijos de dos de los líderes más emblemáticos de la historia revolucionaria; Patrice Lumumba, líder africano que dio nombre a la universidad moscovita donde estudió Ilich Ramírez, y Gamal Abdel Nasser, fundador del panarabismo en Egipto, país al que yo me había desplazado ese mes, nuevamente, para seguir la pista de Mohamed Al Amir Atta. Mohamed Al Amir era el padre de Mohamed Atta, convertido en el mayor héroe del yihadismo radical tras el ataque a las Torres Gemelas. Según Yosri Fouda,
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intrépido corresponsal de Al Jazeera en Londres que había podido entrevistar a Mohamed Al Amir algún tiempo antes, el padre de Mohamed Atta aseguraba que su hijo no había muerto el 11-S y que toda la versión oficial sobre el ataque al World Trade Center era un montaje norteamericano para justificar la invasión de Afganistán y sobre todo de Iraq. Al Amir aseguraba que el 12 de septiembre de 2001 recibió una llamada de su hijo, Mohamed Atta, asegurándole que todo lo que se estaba diciendo en los medios era falso, y yo me moría de ganas de que el padre de Atta me explicase eso personalmente. Por desgracia no fue posible. Gracias a algunos hermanos musulmanes egipcios pude averiguar que el padre del «comandante del 11-S», un conocido abogado, vivía y tenía su bufete en un acomodado rincón del barrio de Giza, en El Cairo. No muy lejos de las pirámides faraónicas más famosas del mundo. Y aunque me localizaron su oficina, desgraciadamente aquellos días Mohamed Al Amir se encontraba fuera de Egipto. Cuando volví a intentarlo, a principios de 2009, un inoportuno atentado terrorista en el principal zoco de El Cairo, el Khal al Khalili, desató nuevamente una feroz represión policial. Cada atentado terrorista en Egipto cuesta millones de euros a la principal industria del país: el turismo, y la policía reacciona siempre de forma implacable. Así que esta vez nadie quería ayudarme a buscar al padre de Mohamad Atta, que para colmo se había cambiado de residencia.
Esos viajes, sin embargo, me ayudaron a conocer las mezquitas, las librerías musulmanas y las particularidades del Islam egipcio. Y sobre todo a reconstruir la historia del doctor Aiman Al Zawahiri, número dos de Al Qaida, y un ejemplo estupendo de cómo la política represiva, las torturas y las violaciones no son el mejor camino para luchar contra el terrorismo, sino para radicalizarlo. En Egipto conocí la biografía y la obra escrita de Al Zawahiri, y también la de Sayyid Qutb, imprescindibles para comprender el pensamiento yihadista actual. Y regresé a España justo para celebrar el sagrado mes de Ramadán con mis hermanos musulmanes. Un Ramadán que en 2007 se iniciaba el 13 de septiembre. Solo dos días después del sexto aniversario del «martes de gloria» del 11-S. Y el doctor Al Zawahiri esperó hasta esa fecha estratégica para emitir un comunicado inquietante dirigido a los simpatizantes de la organización de Ben Laden en el norte de África. El número dos de Al Qaida invitaba a «la recuperación de Al Andalus [que] es un deber para la nación en general y para ustedes en particular [los pueblos del Magreb]. Solo se podrá lograr ese objetivo desembarazando al Magreb islámico de los hijos de Francia y de España». Ese mensaje se incluía en un vídeo de ochenta minutos de duración, difundido por Al Qaida con motivo del aniversario del ataque a las Torres Gemelas.
En las mezquitas que yo frecuentaba, como en todas, evidentemente se comentó la noticia. Pero no con entusiasmo ni con solidaridad hacia Ben Laden, como pretenden los islamófobos. Para la mayoría de mis hermanos musulmanes, aquel mensaje del doctor Al Zawahiri no pronosticaba nada bueno. Por sus particulares características culturales, los árabes, y también los musulmanes, tienden a casarse relativamente pronto y a tener hijos en seguida. Por esa razón, la inmensa mayoría de mis hermanos en las mezquitas tienen familias, más o menos numerosas, que dependen de ellos. Tras el 11-M y el 7-J en Europa, como ocurrió tras el 11-S en los Estados Unidos, muchos árabes perdieron sus puestos de trabajo o les costaba más encontrar empleos temporales. Incluso entre los no árabes, cuya fe islámica se evidenciaba en su forma de vestir o comportarse (no comer cerdo, no beber alcohol, etcétera), también resultaba evidente la marginación social. Yo mismo puedo dar fe por experiencia propia de que, desde que realicé los tratamientos para oscurecer mi piel, me dejé una larga barba y utilizaba prendas como el
kufiya
o el gorro de
salat
, notaba un cambio de actitud a mi alrededor. Sobre todo en los aeropuertos. Mientras antes podía cruzar cualquier frontera sin llamar la atención de los policías de aduanas y sin tener que identificarme cada poco tiempo, tras la arabización de mi
look
, constantemente era requerido en los controles de policía para mostrar el pasaporte.
También notaba las miradas de desconfianza cada vez que subía a un avión o, ya en la Península, cada vez que tomaba un tren o un autobús. Eran miradas de soslayo, de reojo, clandestinas. Como dedos acusadores que me señalaban, marcándome como individuo sospechoso solo por llevar barba, un pañuelo palestino y un gorro de oración musulmán. Como si ese fuese, por definición, el uniforme de un terrorista.
En mi caso, eso era un cumplido. Pero puedo comprender lo incómodo que resulta para los árabes tener que soportar, constantemente, las miradas despectivas. La desconfianza evidente. Las acusaciones implícitas solo por ser de una raza o/y de una religión determinada.
Pese a todo, me sorprendió para bien, al regresar a Madrid, encontrarme con que el programa
Gran Hermano
, que en España emitía precisamente mi cadena, Telecinco, había incluido a dos concursantes musulmanes en esa edición. El instalador de aparatos de aire acondicionado senegalés Abdallá Mbengue y el caballero legionario español Dadi Mehad, ambos de treinta y cuatro años. Quizás suene extraño pero me gustó encontrar a dos hermanos musulmanes en esa edición del concurso más mediático de la televisión, porque significaba que las amenazas de Al Zawahiri no nos habían hecho mella, y nosotros, a diferencia de ellos, no marginábamos a una persona solo por pertenecer a una raza, credo o nación diferentes. Y eso sí es hacer la voluntad de Allah, porque dice el Sagrado Corán:
«
¡Oh, gentes! Sed conscientes de vuestro Sustentador, que os ha creado de un solo ente vivo, del cual creó a su pareja y de esos dos hizo surgir a multitud de hombres y de mujeres» (4, 1). Y el profeta Muhammad, en uno de los hadices transmitido por Al Bujari y otros, concluye: «No sed envidiosos unos con otros, no murmurad ni os odiéis unos a otros, sino sed hermanos en el servicio de Dios».
El 24 de ese mes, por cierto, coincidiendo en parrilla con esa edición de
Gran Hermano
, Telecinco emitía la película
Diario de un skin
, basada en mi investigación, así que durante las siguientes semanas me vería obligado a atender de nuevo los compromisos de promoción editorial. Una nueva edición del libro que había inspirado la película, y también la reedición de algunos libros de la colección Serie Confidencial de Antonio Salas que yo dirigía, implicaban nuevas entrevistas y promociones... Resultaba extraño participar en esas campañas de promoción mientras celebraba mi primer Ramadán en Europa. Supongo que ningún compañero se dio cuenta de que aquellos días no comía ni bebía nada desde la salida del sol hasta que se ponía.
Por las noches dejaba en el armario mi identidad como Antonio Salas, el periodista, y sacaba la de Muhammad Abdallah, el Palestino, para acudir a la mezquita y romper el ayuno con mis hermanos musulmanes. En el mes de Ramadán, las mezquitas duplican o triplican su aforo. Como en la Navidad cristiana, los creyentes menos practicantes acuden a algunos oficios religiosos que no suelen frecuentar el resto del año. En el Islam europeo, además, es frecuente que en Ramadán las mezquitas y centros islámicos hagan un esfuerzo económico para traer a imames saudíes, egipcios, etcétera, considerados grandes teólogos, y durante los viernes de ese mes las mezquitas se desbordan de musulmanes que quieren escuchar las prédicas de los recién llegados.
Tras la puesta del sol, además, las mezquitas abren todas las noches sus puertas. Y entre oración y oración compartíamos exquisitos platos de falafel, humus o cuscús con cordero. Y charlábamos. Los árabes son grandes parlanchines. Conversábamos sobre todo. Sobre la animada liga de fútbol árabe, sobre las licenciosas mujeres europeas o sobre la política belicista de Bush en Oriente Medio. Comentábamos el reciente llamamiento del doctor Al Zawahiri a la reconquista de Al Andalus, que iba a volver a colocar a todas las mezquitas españolas en el punto de mira policial. Y casi todos mis hermanos tenían anécdotas que contar sobre las miradas de desconfianza, e incluso desprecio, que nos seguían desde el 11-M. Ese mes de septiembre, además, comentábamos la denuncia que acababa de hacer la ONG Human Rights Watch (HRW), en su campaña de 2007, contra el uso de bombas de racimo en conflictos armados. HRW denunciaba esas terroríficas armas, que los israelíes habían utilizado en Palestina o Líbano, y, entre otros países, se fabricaban en España. Según ese informe, además, varios bancos españoles, como el Santander o el BBVA, ambos con presencia en Venezuela, financiaban ese negocio letal. No es difícil imaginar la opinión que podían tener los libaneses o palestinos afincados en España sobre las fábricas que construían las bombas de racimo que mutilaban a sus hermanos, padres o hijos en sus países de origen...
Reconozco que cuando un año antes el Ramadán me pilló en Venezuela, no me comporté como un buen musulmán. Me había limitado a visitar la Gran Mezquita de Caracas alguna noche, para comer y charlar con los musulmanes venezolanos en el improvisado comedor habilitado en los sótanos del templo, sin embargo todavía fumaba, bebía y comía durante el día. Pero ahora era distinto. Hacía mucho que me había propuesto convertirme en un buen musulmán, y además de haber dejado el alcohol, el tabaco o la carne de cerdo, cumplía radicalmente con el ayuno. Y no era fácil. Los burgueses occidentales estamos demasiado acostumbrados a las comodidades, y una penitencia en teoría sencilla como abstenerse de comer y beber durante el día, realmente requiere un esfuerzo de voluntad. Pero el hecho de conseguirlo, de superar el hambre y la sed durante todo el día, recibe el premio al llegar la noche, porque refuerza tu seguridad en ti mismo. «Lo he conseguido, puedo hacerlo y puedo hacer lo que me proponga.» Aunque a mí me maravillaban mucho más los hermanos musulmanes que desarrollaban trabajos físicos, en la construcción, en el campo, en los muelles... con un desgaste energético mucho mayor, y que aun así aguantaban el hambre y la sed hasta la puesta del sol. Aprendí a valorar la disciplina y la fuerza de voluntad de aquellos musulmanes. Tendríamos mucho que aprender de ellos. Como dice un antiguo proverbio árabe: «Con fuerza de voluntad, incluso un ratón puede comerse un gato».
En octubre de 2007, en las mezquitas del sur también volvió a hablarse de Hiyag Mohalab Maan, alias
Abu Sufian
, el líder de la supuesta célula de Al Zarqaui detenido en Málaga a finales de 2005. Abu Sufian y parte de su supuesta organización habían ingresado en la prisión de Soto del Real (Madrid), el 24 de diciembre de 2005. Según consta en el registro de Instituciones Penitenciarias, el 2 de febrero de 2006 había sido trasladado a Herrera de la Mancha (Ciudad Real), donde había transcurrido la mayor parte —y la más dura, según me contó— de su prisión preventiva. Hasta el 14 de mayo de 2007, en que es trasladado a la prisión de Valdemoro, de la que sale en libertad en espera de juicio el 10 de octubre de 2007, todavía en Ramadán. A partir de ese día Abu Sufian, el supuesto hombre de Al Zarqaui en España, se convertiría en otro de mis objetivos...
En esos últimos meses del año, Venezuela alcanzaba un protagonismo mediático sin precedentes. Incluso varios norteamericanos influyentes, como el actor Sean Penn o la modelo Naomi Campbell visitaban a Hugo Chávez en Caracas, expresando todo su apoyo a la causa bolivariana. Eso enfurecía aún más a la administración Bush, que identificaba ya abiertamente a Venezuela con uno de los países que apoyaban al terrorismo. Hasta tal punto que la cadena de radio norteamericana WSB incluiría la foto de Hugo Chávez junto a la de Mahmoud Ahmadineyad y la de Ben Laden en unos gigantescos carteles publicitarios plantados en las principales autopistas de Atlanta, para promocionar su programación. Imagino que muchos norteamericanos aplaudirían por ello al rey de España Juan Carlos I cuando, en noviembre de ese año, soltó su famoso «¿Por qué no te callas?», al presidente de Venezuela.
Ese mes, por cierto, el líder del Ku Klux Klan David Duke, uno de los ponentes invitados por Ahmadineyad al congreso revisionista en Teherán, visitó también la Librería Europa en medio de una feroz polémica, que viví de cerca. Y en su número 1647 (19 al 25 de noviembre de 2007) el semanario
Interviú
publicaba un extenso artículo titulado «La Chávez Connection. Lo que sí calla: Drogas y terrorismo», repasando la presunta vinculación de Venezuela con Hizbullah, ETA o las FARC, que saturaba los medios internacionales en aquel momento. En la página 17, mis colegas reproducían alguna de las fotografías que yo había tomado a Vladimir Ramírez durante nuestra primera entrevista, que sacaron de la web oficial del Chacal. La verdad es que tuve la tentación de comunicar al redactor jefe, Fernando Rueda, buen amigo, quién estaba detrás de aquella imagen. Aunque no lo hice. Hasta ahora. Sé que comprenderá mi silencio.