Fragmentos de una enseñanza desconocida (3 page)

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Authors: P. D. Ouspensky

Tags: #Autoayuda, #Esoterismo, #Psicología

—Bien, ¿qué le parece esta historia? preguntó G. después de un breve silencio cuando hubo terminado la lectura.

Le dije que la había escuchado con interés, pero que, a mi modo de ver, tenía el defecto de no ser clara. No se comprendía exactamente de qué se trataba. El autor relataba la muy fuerte impresión producida en él por una enseñanza nueva, pero no daba ninguna idea satisfactoria acerca de esta misma enseñanza. Los alumnos de G. me señalaron que yo no había comprendido la parte mas importante del relato. G. mismo no dijo ni palabra.

Cuando les pregunté cuál era el sistema que ellos estudiaban, y cuáles eran sus rasgos distintivos, su respuesta fue de lo más vaga. Después hablaron del "trabajo sobre sí", pero fueron incapaces de explicarme en qué consistía este trabajo. De manera general, mi conversación con los alumnos de G. fue más bien difícil, y sentí en ellos algo calculado y artificial, como si desempeñaran un papel aprendido de antemano. Además, los alumnos no estaban a la altura del maestro. Todos pertenecían a esta capa particular, más bien pobre, de la "inteligentzia" de Moscú que yo conocía muy bien, y de la cual no podía esperar nada interesante. Aun me pareció que era verdaderamente extraño el encontrarlos en el camino de lo milagroso. Al mismo tiempo los encontraba a todos simpáticos y razonables. Evidentemente las historias que me había contado M. no provenían de esta fuente y no tenían nada que ver con ellos.

—Quisiera preguntarle algo, dijo G. después de un silencio. ¿Podría publicarse este artículo en un diario? Así pensamos nosotros interesar al público en nuestras ideas.

—Es totalmente imposible, le contesté. Primeramente, no es un artículo, quiero decir que no es algo que tenga un comienzo y un fin; no es más que el comienzo de una historia, y es muy larga para un diario. Vea usted, nosotros contamos por líneas. La lectura toma cerca de dos horas, lo que hace aproximadamente tres mil líneas. Usted sabe lo que llamamos un folletín en un diario; un folletín ordinario consta de trescientas líneas más o menos, o sea que esta parte de la historia requeriría "unos diez folletines. En los periódicos de Moscú, un folletín continuado nunca se publica más de una vez por semana, lo que tomaría diez semanas. Ahora bien, se trata de la conversación de una sola noche. Esto no podría ser publicado sino por una revista mensual; pero no veo ninguna a cuyo género corresponda. En todo caso, le pedirían la historia completa antes de darle una respuesta."

G. no contestó nada y la conversación terminó. Pero yo había experimentado de inmediato un sentimiento extraordinario al contacto con este hombre, y a medida que se prolongaba la velada esta impresión se iba reforzando. Al momento de despedirme el siguiente pensamiento atravesó mi mente como un relámpago: yo debía
de inmediato, sin demora,
arreglármelas para verlo de nuevo; si no lo hacia, arriesgaba perder todo contacto con él. Le pregunté entonces si no podría encontrarlo una vez más antes de mi partida para San Petersburgo. Me dijo que estaría en el mismo café, al día siguiente, a la misma hora.

Salí con uno de los jóvenes. Me sentía en un raro estado: una larga lectura de la cual poco había comprendido, gente que no contestaba a mis preguntas, el mismo G., con su insólita manera de ser y la influencia sobre sus alumnos que yo había sentido constantemente —todo esto provocó en mí un deseo desacostumbrado de reír, de gritar, de cantar, como si acabara de escaparme de una clase o de alguna extraña detención.

Sentí la necesidad de comunicar mis impresiones a este joven, y de hacer chistes sobre G. y sobre esta historia un tanto pretenciosa y pesada. Me veía describiendo esta velada a algunos de mis amigos. Felizmente me detuve, a tiempo, pensando: "¡Pero él se precipitará al teléfono para contarles todo! Son todos amigos."

De manera que traté de refrenarme, y sin decir palabra, lo acompañé al tranvía que debía llevarnos al centro de Moscú. Después de un recorrido relativamente largo, llegamos a la plaza Okhotny Nad, en cuyas cercanías yo vivía, y una vez allí, estrechándonos la mano siempre en silencio, nos separamos.

Al día siguiente volví al mismo café donde había conocido a G., y esto se repitió el día después y todos los días siguientes. Durante la semana que pasé en Moscú vi a G. diariamente. Pronto me di cuenta de que él dominaba muchas de las cuestiones que yo quería profundizar. Por ejemplo, me explicó ciertos fenómenos que yo había tenido ocasión de observar en la India y que nadie me había podido esclarecer ni en aquel entonces, ni más tarde. En sus explicaciones, sentí la seguridad del especialista, un análisis muy fino de los hechos, y un
sistema
que no podía comprender, pero cuya presencia sentía, porque sus palabras me hacían pensar no sólo en los hechos tratados, sino en muchas otras cosas que yo había ya observado o cuya existencia había barruntado.

No volví a ver al grupo de G. Acerca de sí mismo, G. habló poco. Una o dos veces, mencionó sus viajes en el Oriente. Me habría interesado saber exactamente por dónde había viajado, pero fui incapaz de sacar nada en limpio.

En cuanto a su trabajo en Moscú, G. dijo que tenía dos grupos sin relación el uno con el otro, y ocupados en trabajos diferentes, "según sus fuerzas y su grado de preparación", para usar sus propias palabras. Cada miembro de estos grupos pagaba mil rublos al año, y podía trabajar con él mientras proseguía en la vida el curso de sus actividades ordinarias.

Le dije que en mi opinión mil rublos al año me parecía un precio demasiado elevado para los que carecían de fortuna.

G. me contestó que no era posible otro arreglo porque debido a la naturaleza misma del trabajo, él no podía tener numerosos alumnos. Por otra parte, él no deseaba y
no debía
—acentuó estas palabras— gastar su propio dinero en organizar el trabajo. Su trabajo no era, ni podía ser, una obra de caridad, y sus alumnos debían encontrar ellos mismos los fondos indispensables para el alquiler de los apartamientos donde se podrían reunir, para los experimentos y para todo el resto. Además, dijo que la observación ha demostrado que las personas débiles en la vida se muestran igualmente débiles en el trabajo.

—Esta idea ofrece varios aspectos, dijo G. El trabajo de cada uno puede exigir gastos, viajes y otras cosas. Si la vida de un hombre está tan mal organizada que un gasto de mil rublos lo puede detener, sería preferible para él que no emprendiera nada con nosotros. Supongamos que un día su trabajo le exija viajar a El Cairo o a otra parte; debe tener los medios para hacerlo. A través de nuestra demanda, vemos si es capaz o no de trabajar con nosotros.

"Más aún, continuó G., verdaderamente mi tiempo es demasiado escaso para poder sacrificárselo a otros, sin siquiera estar seguro de que esto les hará bien. Valorizo mucho mi tiempo porque lo necesito para mi obra, porque no puedo, y como ya lo he dicho, no quiero gastarlo improductivamente. Y hay una última razón: es necesario que una cosa cueste para que sea valorizada."

Escuché estas palabras con un extraño sentimiento. De un lado, me agradaba todo lo que decía G. Me atraía esta ausencia de todo elemento sentimental, de toda palabrería convencional sobre el "altruismo" y el "bien de la humanidad", etc. Pero de otro lado, me sorprendía el deseo visible que tenía de
convencerme
en esta cuestión del dinero,
ya que yo no tenía ninguna necesidad de ser convencido.

Si había un punto sobre el cual no estuve de acuerdo, fue sobre esta manera de reunir el dinero, porque ninguno de los alumnos que había visto podía pagar mil rublos al año. Si G. realmente había descubierto en el Oriente trazas visibles y tangibles de una ciencia oculta, y si continuaba sus búsquedas en esta dirección, era claro entonces que su obra necesitaba fondos, al igual que cualquier otro trabajo científico, como una expedición a cualquier parte desconocida del mundo, excavaciones en las ruinas de una ciudad desaparecida, o todo tipo de investigaciones, de orden físico o químico, que requieran numerosos experimentos minuciosamente preparados. No había ninguna necesidad de tratar de convencerme de todo esto. Yo pensaba, al contrario, que si G. me diese la posibilidad de conocer mejor lo que hacía, probablemente estaría capacitado para encontrarle todos los fondos que pudiese necesitar para poner su obra sólidamente en pie, y pensaba también traerle gente mejor preparada. Pero por supuesto, todavía no tenía más que una idea muy vaga de lo que podría ser su trabajo.

Sin decirlo abiertamente, G. me dio a entender que me aceptaría como uno de sus alumnos si yo expresara tal deseo. Le dije que en lo que a mí se refería, el mayor obstáculo consistía en que actualmente no me era posible quedarme en Moscú, porque estaba comprometido con un editor de San Petersburgo y que preparaba varias obras. G. me dijo que iba de vez en cuando a San Petersburgo; me prometió ir pronto allá y avisarme cuándo llegaría.

—Pero si me uno a su grupo, le dije, me encontraré ante un problema muy difícil. No sé si usted exige de sus alumnos la promesa de mantener en secreto todo lo que aprenden; yo no podría hacer semejante promesa. Dos veces en mi vida pude haberme unido a grupos cuyo trabajo, que me interesaba mucho, era análogo al suyo, según creo comprender. Pero en ambos casos, el unirme hubiese significado comprometerme a mantener secreto todo cuanto pudiera haber aprendido. Y en ambos casos rehusé, porque ante todo soy escritor; quiero permanecer absolutamente libre para decidir por mi mismo lo que escribiré y lo que no escribiré. Si me comprometo a mantener en secreto lo que me digan, quizá luego me sería muy difícil separarlo de lo que pudiera ocurrírseme sobre el tema, o de lo que surgiera en mí espontáneamente. Por ejemplo, no sé todavía casi nada acerca de sus ideas; sin embargo, estoy seguro de que cuando comencemos a hablar, llegaremos pronto a las cuestiones del espacio y del tiempo, de las dimensiones superiores, y así sucesivamente. Estas son cuestiones sobre las cuales he trabajado desde hace muchos años. No tengo ninguna duda de que deben ocupar un lugar importante en su sistema."

G. asintió.

—Ahora bien, usted ve que si habláramos ahora bajo promesa de silencio, yo no sabría a partir de ese momento lo que podría escribir, y lo que ya no podría escribir.

—¿Pero cómo ve usted este problema, entonces? me dijo G. No se debe hablar demasiado. Hay cosas que no se dicen sino a los alumnos.

—No podría aceptar esta condición sino temporalmente, dije. Naturalmente, sería ridículo ponerme a escribir enseguida sobre lo que habría aprendido de usted. Pero si usted no quiere en principio hacer un secreto de sus ideas, si usted se interesa sólo en que no sean transmitidas en forma distorsionada, entonces puedo aceptar tal condición, y esperar hasta tener una mejor comprensión de su enseñanza. Cierta vez conocí a un grupo de personas empeñadas en una serie de experimentos científicos sobre una escala muy amplia. No hacían ningún misterio de sus trabajos. Pero habían puesto la condición de que ninguno de ellos tendría derecho de hablar o escribir acerca de experimento alguno a menos que él mismo pudiese llevarlo a cabo. Mientras él mismo fuese incapaz de repetir el experimento, tendría que callarse.

—No podría haber hecho una mejor formulación, dijo G., y si usted quiere observar esta ley, no surgirá jamás este problema entre nosotros.

—¿Hay condiciones para entrar en su grupo? le pregunté. -Y un hombre que participa, estaría atado desde entonces tanto al grupo como a usted? En otros términos, quiero saber si es libre de mirarse y abandonar el trabajo, o bien si debe tomar obligaciones definitivas sobre si. Y ¿qué hace usted con él si no las cumple?

—No hay ninguna condición, dijo G., y no puede haberla. Partimos del hecho que el hombre no se conoce a sí mismo, que
no es
(acentuó estas palabras), es decir que no es lo que puede y debería ser. Por esta razón no puede comprometerse, ni asumir ninguna obligación. No puede decidir nada en cuanto al futuro.

Hoy es una persona, y mañana es otra. Desde luego, no está atado a nosotros en forma alguna, y, si quiere, puede abandonar el trabajo en cualquier instante y marcharse. No existe ninguna obligación, ni en nuestra relación hacia él, ni en la suya respecto a nosotros.

"Puede estudiar, si esto le gusta. Tendrá que hacerlo por largo tiempo y trabajar mucho sobre sí mismo. Si un día llega a aprender lo suficiente, entonces la cosa será diferente. Verá por sí mismo si quiere o no nuestro trabajo. Si lo desea, podrá trabajar con nosotros; si no, puede irse. Hasta ese momento, es libre. Si se queda después de esto, será capaz de decidir o de hacer sus arreglos para el futuro.

"Por ejemplo, considere usted esto: no al comienzo, por cierto, sino más tarde, un hombre puede encontrarse en una situación en que al menos por un tiempo debe mantener en secreto algo que ha aprendido. ¿Cómo podría un hombre que no se conoce a sí mismo comprometerse a guardar un secreto? Naturalmente puede prometerlo, pero ¿podrá mantener su promesa? Ya que él no es
uno,
tiene en sí una multitud de hombres.
Uno entre ellos
promete y cree que quiere guardar el secreto. Pero mañana
otro
en él se lo dirá a su mujer o a un amigo frente a una botella de vino, o bien dejará que cualquier vivo le tire de la lengua, y él dirá todo aun sin darse cuenta. O bien alguien le gritará inesperadamente, y al intimidarlo, le hará hacer todo lo que quiera. ¿Qué tipo de obligaciones podría entonces asumir? No, con un hombre tal no hablaremos seriamente. Para ser capaz de guardar un secreto, un hombre debe
conocerse
y debe
ser.
Por eso, un hombre tal como lo son todos los hombres, está muy lejos de esto.

"Algunas veces, fijamos condiciones temporales para la gente.
Es una prueba.
Ordinariamente, muy pronto dejan de observarlas, pero esto no importa, porque nunca confiamos un secreto importante a un hombre en el cual no tenemos confianza. Quiero decir que para nosotros esto no importa, si bien destruye ciertamente nuestra relación con él, y él pierde así su oportunidad de aprender algo de nosotros, si es que hubiera algo que aprender. Esto también puede causar repercusiones desagradables para todos sus amigos personales, aunque quizás ellos no las esperen."

Recuerdo que en una de mis conversaciones con G., en el curso de la primera semana en que nos conocimos, hablé de mi intención de regresar al Oriente.

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