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Authors: Felipe Botaya

Tags: #Bélico, Histórico

Kronos. La puerta del tiempo (38 page)

—El único problema es que el rayo se ve y desde los barcos pueden localizarnos —dijo Horst mientras bajaban y se dirigían a la torre donde estaba el arca.

—Ha sido rapidísimo,
Haupsturmführer
Bauer. No tendrán tiempo de reacción.

Pasaron frente a los soldados que estaban en el patio preparando la cocina móvil. Subieron a la torre.

—Les felicito, señores. Ha sido sensacional. Si los americanos vienen no tendrán ninguna oportunidad. Estas aguas serán su tumba —los tres científicos también estaban muy contentos con la prueba, ya que hasta ese momento habían sido pruebas sobre blancos inmóviles. El Arca parecía no tener problemas de uso. Emil era de los que estaba más emocionado. Podía ver en acción lo que siempre había considerado un mito.

—La Biblia es muy clara cada vez que aparece el Arca. La destrucción es total —dijo mirando hacia el lugar en donde había estado el barco.

Hellmilch miraba a través de los prismáticos lo que quedaba del barco, pero curiosamente no había restos flotando. Se lo había tragado todo el mar sin dejar ni rastro.


Haupsturmführer
Bauer, reitero mi propuesta y estoy a su disposición para todo lo que necesite. No sé qué saben ustedes, pero esto parece muy serio y hemos de adelantarnos a los acontecimientos.

Horst estaba contento por la ayuda que brindaba Hellmilch, que parecía sincera.

—Estaremos en contacto por radio con su cuartel general en Bayeux y nos quedaremos aquí para preparar la defensa —tras unos segundos en silencio, Horst siguió—. Si acepta una sugerencia, teniente general Hellmilch…

Este se la permitió.

—Ponga a su división 352 lista para la defensa de las playas en este sector. Las tenemos delimitadas y perfectamente definidas.

Hellmilch asentía con la cabeza.

—Lo tendré en cuenta,
Haupsturmführer
Bauer. Les agradezco la demostración y reconozco que me tranquiliza tenerlos aquí.

Saludó a los técnicos con un apretón de manos y se dirigió hacia las escaleras. Horst y Emil le acompañaron hasta el patio interior. Se subió en el
Kubelwagen,
donde le estaba esperando su conductor. Saludó llevándose dos dedos a su gorra de plato. Se abrió la puerta del castillo y el coche salió, desapareciendo hacia Bayeux.

—Bueno, solo queda esperar al desembarco —dijo Horst a Emil.

Este estaba todavía asombrado por la prueba, a pesar de lo que ya sabía sobre el Arca.

—Es algo sensacional. No puedo entender cómo estuvo tanto tiempo en Etiopía guardada sin uso. Podía haber dado el poder a quien la tuviese y la usase.

Caminaron hacia la entrada del castillo. Miraron el panzer al que su tripulación ajustaba algo en el motor. Eran muy jóvenes.

—Espero que no tengan que luchar, puede ser muy duro para ellos —Horst se ajustó su gorra de oficial, con la calavera SS debajo del águila metálica. Emil seguía mirando a aquellos chicos, que parecían muy interesados en el motor de su tanque. Pensaba en lo que había dicho Horst, y tenía razón.

En aquel momento entró Georg, seguido por Gross y todo el grupo de soldados que deberían preparar las posiciones MG.

—Todo a punto, Horst —dijo Georg—. Ya conocen la zona y hemos hecho algún pequeño ajuste sobre la marcha. Nada importante. Creo que hemos mejorado el sistema defensivo.

Los días pasaron sin grandes contratiempos y, sobre todo, les dieron la posibilidad de conocer muy bien la zona y prepararse a fondo. Les dejaron trabajar con tranquilidad y, salvo alguna visita ocasional de Hellmilch, nada había de destacable. El día 5 de junio pasó sin nada de particular, ya que de hecho era un día más.

El parte meteorológico indicaba mal tiempo y marea baja. Con esa información era lógico pensar que nada sucedería esa noche. La marea daba una playa de más de 800 metros que deberían recorrer los desembarcados, bajo el tiro directo desde los búnkers. ¡No vendrían, era ilógico! Llegó la noche, y el ruido de motores de aviones fue constante desde las 20.00 horas. Los aliados volaban como querían sobre Francia. La Luftwaffe estaba en Alemania defendiendo el Reich de los constantes bombardeos día y noche, que martirizaban a la población civil. Solo 496 aviones en Francia podían considerarse aptos para el combate y eso era pura teoría. El mariscal Sperrle tenía bajo sus órdenes 319 aviones realmente operativos: 88 bombarderos, 172 aviones de caza y 59 aviones destinados a vuelos de observación. Eso era todo en aquel momento. Solo Horst y sus hombres estaban en alerta máxima. Sabían que el ataque desde el aire empezaría pasada la media noche.

Los oficiales de servicio se comunicaban con todas las baterías de la Kriegsmarine de observación de la costa de Normandía, desde la bahía del Sena hasta las islas Normandas. «Fuerte ruido de motores de aviones. Bombarderos se aproximan desde el norte», «Aviones ligeros de reconocimiento se internan por toda la costa», «Bombas luminosas trazadoras de blancos iluminan la retaguardia». El puesto de observación cerca del faro de Quettehou reportó la aproximación de aviones trazadores y de transporte aéreo. Los oficiales alemanes escuchaban la llamada Emisora Militar de Calais, ya que allí se podía escuchar música americana muy moderna. Pero esta emisora, que normalmente se dirigía a los soldados alemanes, no parecía mostrar mucha alegría esa noche. Los oficiales buscaban entonces la BBC de Londres. Tampoco había música, solo una voz grave que pronunciaba frases incoherentes, seguramente para los pocos resistentes franceses. Eran frases extrañas en un lenguaje muy florido: «Juan ama a María», «No se preocupen por los cobres», «Los dados están echados», «La remolacha acaba de partirse». Luego se daban unos consejos para la población civil francesa de qué hacer en caso de bombardeo «No permanezcan cerca de lugares donde se encuentren tropas o acuartelamientos de las fuerzas alemanas. Abandonen las ciudades y busquen refugio en campo abierto», iba diciendo la monótona voz desde la BBC. A pesar del mal tiempo, desde antes de las 22.00 seguían llegando informes acerca de vuelos continuos hacia Francia. El ruido era casi insoportable. Nadie hizo nada. Todo parecía normal.

Eran las 00.40, el general de treinta y seis años James Gavin, comandante de la 82ª división de paracaidistas de los Estados Unidos miró brevemente hacia abajo y saltó. Cuando volaban sobre el Canal de la Mancha todavía podía ver el avión trazador que marcaba la ruta de vuelo y sabía que le seguían sus 7.000 hombres. Luego, la defensa aérea alemana había provocado una desbandada y las nubes bajas se interponían entre los aviones y el suelo. En el último instante pudieron ver la brillante superficie de alguna corriente de agua. Sintieron alivio generalizado.
Debe de ser el río Douve,
pensaron. Se encendió la luz verde y saltaron a lo desconocido. Su paracaídas se abrió con una fuerte sacudida y sin ver nada en la profunda oscuridad. Pero sabía que en ese mismo momento se estaban abriendo miles y miles de paracaídas a su lado y detrás de él sobre la península de Cotentin. En total 17.000 hombres, dos divisiones americanas aerotransportadas, estaban saltando sobre Francia.

Y a una distancia de 80 kilómetros al este del río Orne se abrieron también las lonas de los paracaidistas ingleses junto a los planeadores que, con un silbido muy característico, llegaban a tierra cargados de armamento y provisiones de todo tipo. Todo un ejército cayó del cielo y entró en combate. 9.210 aviones militares, sin contar los bombarderos y aviones de reconocimiento, habían salido de aeródromos ingleses hacia Normandía con una misión: ganar una guerra ¡Ya estaban aquí…!

No solo el general James Gavin y su piloto se equivocaron. Casi todas sus fuerzas siguieron el ejemplo. El regimiento 507 había descendido precisamente sobre los terrenos inundados del Merderet. Algunos paracaidistas caminaban fatigosamente sobre el barrizal, otros yacían muertos en el fondo de las profundas fosas. Los hombres del general Gavin se perdieron cerca del borde del río y buscaron afanosamente el puente que debían tomar. Una sola cosa consiguieron: conquistar por sorpresa el pueblecito de Sainte Mère-Eglise, un excelente nudo de comunicaciones. Tampoco la división de paracaidistas 101º, los famosos Screaming Eagles del general Taylor, se encontraba en una situación envidiable. Al aterrizar perdió al 30% de sus hombres y el 70% de su equipo. Los Espárragos de Rommel, aquellas estacas de acero sembradas en todos los campos y claros de terreno, sellaron la muerte de casi todos los planeadores. Se hicieron pedazos, hundiendo sus frontales y alas en jardines y pastizales. Se estrellaban en setos y pequeños barrancos que los partían con facilidad. Pequeños grupos que habían sobrevivido trataron de llegar a sus objetivos o de alcanzar la costa. Atacaron poblaciones y cuarteles, haciendo o cayendo prisioneros. Uno de esos grupos iba a hacer Historia, aunque todavía no lo supiesen…

Los combates ya se habían iniciado en varios puntos, separados geográficamente, pero con mucha intensidad y con variada suerte. Todos los teléfonos de un gran edificio de la Kriegsmarine situado cerca del Bois de Boulogne, en París, sonaron incesantemente. Eran exactamente las 1.50 de la madrugada del 6 de junio de 1944. El subjefe del Estado mayor Naval del Grupo Oeste, el capitán de navío Wegener, llamó urgentemente a sus oficiales. Con toda la calma posible les dijo: «Estoy seguro de que se ha iniciado la invasión de los aliados». El almirante Hoffmann, jefe del Servicio Naval, no se tomó ni siquiera el tiempo necesario para vestirse. Con una bata de baño, salió hacia su oficina. Los informes de la estación de radar no daban lugar a dudas. El teniente Von Willisen lo tenía muy claro: «Las oscilaciones en pantalla son brutales». Los técnicos pensaron que el sistema de seguimiento estaba estropeado.
«No habría tantos barcos ni en todo el mundo»,
pensaban en voz alta, pero pronto no les quedó ninguna duda. Una armada de dimensiones fantásticas, más de 6.000 barcos, se acercaba a la costa de Normandía.

«Eso únicamente puede ser la flota invasora» analizó certeramente el almirante Hoffmann, y ordenó avisar al instante al Estado Mayor de Francia, en París, y al Cuartel General del Führer en Rastenburg, pero la reacción fue de marcado escepticismo: «No puede ser, con el mal tiempo que hace. Seguramente es una equivocación de los técnicos de la estación de radar». El jefe del Estado Mayor en Francia se burló: «¿No habrán captado un grupo de gaviotas?». A pesar de ello, el Alto Mando de la Kriegsmarine no cambió de criterio y puso en estado de alerta a todas las baterías costeras y a las fuerzas navales ancladas en los puertos franceses: «Se acerca la armada invasora» fue la consigna. Se aproximaban 6 grandes acorazados, 23 cruceros, 122 destructores, 360 torpederos y varios cientos de fragatas, corbetas, barcos patrulleros y muchos más que protegían a 6.480 barcos de transporte, lanchones de desembarco y barcos especiales de todo tipo.

A la 1.30 en la zona de Omaha, donde estaban Horst y sus hombres, sonó la voz de alarma.

—¡Bombarderos por encima de las nubes! —gritó Klaus desde su puesto de observación. El mismo grito surgió en todos los búnkers y emplazamientos costeros de defensa. El rugido de cientos de motores hacía vibrar el aire por encima de ellos. Empezó entonces la lluvia infernal de bombas que, sin embargo, no cayeron sobre los búnkers y nidos de ametralladoras de la playa Omaha. La casualidad había hecho que no alcanzasen su verdadero objetivo. 329 bombarderos del tipo
B-24
tenían el encargo de eliminar los nidos de resistencia frente a la playa Omaha, de casi 6 kilómetros de largo, y de destruir totalmente las baterías y sus emplazamientos. Para ello, se arrojaron 13.000 bombas de los calibres más pesados. Las nubes tenían poca altura y los aviones se vieron obligados a tirar su carga a ciegas. El vuelo hasta el objetivo había sido calculado mediante instrumentos de precisión que habían previsto la duración del vuelo, la altura y el momento preciso del bombardeo. El estado mayor de la Octava Flota Aérea de los Estados Unidos perdió a última hora su serenidad y, temiendo que las bombas pudiesen caer sobre las líneas de las propias fuerzas de desembarco, ordenó que se modificara por unos segundos el momento del bombardeo previamente calculado. Unos pocos segundos y 13.000 bombas cayeron sobre terrenos baldíos. Esos segundos se de mostraron posteriormente muy caros, ya que las tropas de Eisenhower pagaron con las vidas de muchos soldados americanos.

Varias bombas cayeron muy cerca del Château de Vaumicel. Las gruesas y venerables paredes retumbaron ante las tremendas explosiones que iban alejándose hacia el interior de la costa. Todos estaban bien y se pasó revista a los diferentes puntos de defensa alrededor del castillo. Sin novedad. El ruido de los aviones fue cesando, hasta desaparecer definitivamente. La noche era muy oscura y no permitía una visión clara de lo que sucedía. Horst fue hablando con los distintos nidos defensivos por radio.

—No perdáis detalle, la máxima alerta continúa, atacarán las fuerzas paracaidistas que están bajando en nuestra retaguardia por toda Normandía y pueden aparecer aquí en cualquier momento.

El capitán James P. Wilcox cayó delante de una granja destrozada, por detrás de la playa de Omaha. Él y los 700 hombres de su regimiento pertenecían a la división de paracaidistas101º del ejército de los Estados Unidos. Su misión era tomar un puente y asegurar la zona entre los pueblos de Vierville-sur-Mer, al oeste, y Saint Laurent-sur-Mer al oeste. El descenso fue una auténtica pesadilla, ya que no se veía nada y de repente se tocaba suelo a mucha velocidad. Muchos de sus hombres sufrieron roturas de piernas al impactar brutalmente. De nuevo, el error había hecho su aparición y se encontraban a poca distancia de la playa frente a los sectores Dog Green y Dog White, a unos 10 kilómetros de la zona prevista. En plena oscuridad, el capitán Wilcox trató de reunir a sus hombres lo mejor que pudo, pero habían quedado diseminados en un perímetro de terreno muy amplio. Tras un rato que pareció interminable, pudo tener una idea bastante clara de la situación. Solo pudo reunir en aquel momento a unos 150 hombres. Había más de treinta heridos, varios de ellos muy graves y solo había dos médicos para atenderles. También había tres muertos que fueron localizados en la zona. La situación era grave y comprometida. Wilcox no se veía capaz, en esas circunstancias, de llevar adelante el plan de acción. Su capacidad de combate estaba muy mermada, aunque el factor sorpresa aún existía.

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