Jones se encoge de hombros.
—Me dijiste la verdad. Supongo que necesitaba oírla.
Eve le pone la mano en el brazo.
—Jones, esa empatía que muestras por los trabajadores de Zephyr es inusual en Alpha. No… no resulta demasiado práctica teniendo en cuenta lo que tenemos que hacer. Sin embargo, no debería haberte dicho que está mal. Ahora me doy cuenta de que esa empatía es lo que te convierte en especial. No quiero que la pierdas.
Jones no sabe qué decir.
—Eso si. Por favor no le digas a nadie de Alpha que te he dicho tal cosa. Es nuestro pequeño secreto —Eve sonrie como si fuera una broma, pero no hay un ápice de humor en su mirada— ¿de acuerdo?
Otro de los agentes, Tom Mandrake, sale de la sala de supervision y se dirige hacia ellos, silbando. Eve quita la mano del brazo de Jones y retrocede.
—Mira. Me he comprado este vestido para ti. ¿Te gusta?
—Um —responde Jones—. Sí, te queda muy bien.
Ella le devuelve una sonrisa sincera y luego dibuja media reverencia.
—Bueno, para serte sincera, lo compré hace un mes, pero es la primera vez que me lo pongo.
Tom se detiene al lado de ellos.
—¿Tienes vestidos que no te has puesto nunca?
—Sí, montones.
El ascensor se detiene. Antes de que Jones se meta, Eve le dice:
—Hablamos después, ¿de acuerdo?
Elizabeth sale algo recelosa del ascensor en la planta once, su nuevo hogar. Sin embargo, es una réplica exacta de la planta catorce. La moqueta es del mismo color naranja asaltador de retinas. El letrero en la puerta de cristal esmerilado dice
Servicio de Personal
en lugar de
Ventas de Formación
, pero está en el mismo lugar y tiene la misma tipografía que Recursos Humanos ha aprobado para la empresa. La iluminación en el departamento actual es igual de barata que en el anterior, incluso hay también un fluorescente que parpadea (¡bink! ¡bink! ¡bink!), aunque está en un lugar diferente. Hay unos aseos a la izquierda, la oficina del director y la sala de reuniones al frente (sus ventanas de cristal ocultas por celosías cerradas), y entre ella y estos dos lugares se extiende una amplia llanura de cubículos.
Aquí, al menos, hay una gran diferencia: no hay Muro de Berlín. En lugar de eso hay un feo revoltijo de un par de docenas de cubículos, como si Berlín Oriental y Occidental hubiesen parido una numerosa prole. No hay orden ni concierto, o al menos eso le parece a Elizabeth, lo cual le hace pensar que no hay lugares prefijados y que los asientos son para el primero que llega. Debería haber llegado hace una hora; es probable que ahora le toque sentarse al lado de la fotocopiadora.
Sin embargo, antes de poder abordar esa cuestión, Elizabeth tiene un asunto personal que resolver. Entra en los aseos, que son indistinguibles de los de la planta catorce, pues tienen hasta los mismos azulejos negros y naranja, así como los mismos charcos de agua bajo los lavabos que quedan cuando alguien se lava las manos descuidadamente. Sonríe a una mujer a la que no ha visto nunca, entra en uno de los aseos y cierra la puerta. Se sienta sobre la tapadera del inodoro, saca una lima de uñas y empieza a arreglárselas. Primero se hace la mano izquierda y luego la derecha. Abre la mano y se examina las uñas para ver cómo han quedado. En ese momento se da cuenta de algo muy importante: no tiene náuseas.
Se queda paralizada. Ha practicado la misma rutina el suficiente tiempo para saber cómo funciona. En ese preciso momento debería de estar con la cabeza metida en la taza y sintiendo arcadas. Se levanta y comienza a levantarse la falda, lo cual precisa que antes se desabroche una chaqueta: últimamente elige con mucho cuidado la ropa que se pone con el fin de esconder su incipiente barriga. Forcejea para quitarse las medias y se mira la ropa interior. Nada. Elizabeth siente una oleada de alivio. Se lleva la mano a la boca para evitar soltar una carcajada.
Elizabeth se arregla la falda, vuelve a sentarse y se frota el abdomen a través de la ropa. No puede dejar de sonreír. Si el malestar de las mañanas se le pasa es porque su cuerpo se está acostumbrando al recién llegado. Es posible que ella y el bebé empiecen a llevarse bien. El hecho es tan obvio como increíble: va a tener un niño. La idea la llena de entusiasmo.
Jones aprieta el botón número 11, su nuevo hogar, y mira expectante a Tom Mandrake.
—A la séptima —dice Tom—. Cobros es parte ahora de Gestión Empresarial.
Jones presiona el botón número 7.
—Antes estaba en la sexta, ¿no es verdad? Habéis bajado de planta.
Tom suelta una risita.
—Seguro que eso será hoy tema de discusión.
—¿Le preocupa a la gente cambiar de número de planta?
—Por supuesto que sí. Siempre que clasificas a la gente le importa. No importa mucho cuál sea el criterio de clasificación. Y sabes una cosa: ellos terminan por creérselo también. Al menos, en parte.
El ascensor se detiene en la planta once y Jones sale.
—Que lo pases bien —dice Tom guiñando un ojo mientras se cierran las puertas.
Jones mira las puertas de cristal al fondo del pasillo. A través de los cristales ve la silueta difuminada de algunas personas. Esos son los que realmente interesan a Alpha: los supervivientes. El resto no tiene ninguna importancia. Jones se pregunta cómo puede suceder una cosa así: cómo se puede echar tan fácilmente a un ser humano de esa diminuta pero al fin y al cabo desarrollada sociedad que es una empresa. Cómo se puede echar a cientos de ellos. En Alpha es habitual comparar a Zephyr con una tribu, ya que ambas estructuras sociales se caracterizan por su jerarquía, su etiqueta y sus normas de conducta; de hecho, en esa comparación se basan muchos comentarios divertidos que aparecen en los márgenes de los libros sobre el Sistema de Gestión Omega en los que se describe (por ejemplo) cómo los departamentos pelean para proteger sus recursos utilizando términos como guerreros, carne o plumas. Pero si esa analogía es cierta, esta mañana una roca desprendida cerró la entrada de una cueva dejando a doscientas personas atrapadas dentro y a nadie le importa un comino.
Jones puede comprender el comportamiento de los supervivientes, al menos en parte: hacer mucho ruido puede provocar el derrumbe de más rocas y dejarlos atrapados a ellos también. Además, el orden social ha cambiado y están tratando de buscar un lugar dentro de la nueva jerarquía. Lo que no entiende es por qué las víctimas aceptan con tanta resignación su destino.
Jones mira el botón del ascensor y presiona el de bajar.
En los monitores de la sala de control de la planta trece, las diminutas figuras de los recién despedidos parecían borrosas, absurdas, de cómic. Por eso, cuando se abren las puertas del vestíbulo, Jones se sorprende al ver su nítida presencia. Hay muchísima gente aglomerada fuera del edificio, hablando, arrastrando los pies e impregnando el ambiente con el vaho de su aliento. Jones mira cara por cara mientras un viento fresco procedente de la bahía asciende por Madison Street y arremolina el pelo de los presentes.
—Oye —dice un hombre al que Jones no reconoce al principio—. ¿A ti también te han echado?
Es uno de los fumadores. Jones lo ha visto varias veces en la parte trasera del edificio. Una vez más se da cuenta de que él es un impostor.
—No. Sólo he venido a ver qué pasaba.
—Ah.
—Lo lamento. No lo mereces.
El hombre le mira socarronamente.
—¿Por qué dices eso?
Jones se queda perplejo ante la pregunta. Se da cuenta de que Tom Mandrake estaba en lo cierto. Son fatalistas y, por esa razón Alpha se puede permitir el lujo de ignorarlos. En realidad, creen que se lo merecen.
Jones responde.
—Pues porque no.
El hombre piensa en ello. Luego, inesperadamente, se ríe.
—Bueno, es posible que no.
Freddy examina horrorizado el nuevo departamento de Servicios de Personal. Se adentra entre los paneles divisorios esperando que alguien, sea quien sea, de Ventas de Formación haya llegado temprano y reservado un grupo de cubículos decentes. Se detiene ante el perchero y se percata de que alguien ha ocupado su percha. Por supuesto, esa no es su percha: la suya está dos plantas más abajo, pero se siente igualmente contrariado. Poco que tiene, ahora encima le quieren quitar la percha. Pone su chaqueta encima de la que ya hay colgada.
—Ah, Freddy. A ti quería verte —dice Sydney ataviada con un vestido tan oscuro como un agujero—. Dime, ¿sigue la porra en pie?
—Sí, creo que sí. ¿Por qué?
—Por nada en especial.
—Pensaba que todos los de Ventas de Formación conservaban su empleo —dice Freddy alarmado.
—Bueno, nunca se sabe. Nunca se sabe qué puede necesitarse en este nuevo medio.
—Holly no, por favor, Sydney. Holly no…
—¿Quién ha hablado de Holly? —responde irritada Sydney—. Yo no he dicho nada de despedir a Holly.
—Bueno, es que has preguntado por la porra.
—Olvida lo que he dicho. Tal vez no despida a nadie.
Sydney mira el reloj, una pieza de oro que reluce en su diminuta muñeca. Luego añade:
—Si no te importa, hay una importante reunión a la que debo asistir.
Freddy se aparta. La observa abrirse camino por entre la maraña de cubículos hasta llegar a la sala de reuniones, llama una vez y entra sin esperar respuesta. Luego se cubre la boca con la mano y dice:
—¿Holly?
Holly asoma la cabeza por encima de uno de los cubículos y Freddy, al verla, dice:
—¡Ah! Estáis ahí.
Freddy se acerca hasta ellos. Todo lo que queda de Ventas de Formación, salvo Jones —es decir, Holly, Elizabeth y Roger— están metidos en un solo cubículo, apoyados en la mesa o sentados en la silla y tocándose las rodillas. Freddy mira alrededor desconsolado:
—¿Sólo disponemos de este espacio? Deberíamos llamar al Servicio de Recolocación.
—Nosotros
somos
el Servicio de Recolocación —responde Elizabeth señalando el memorándum que Holly, con el ceño fruncido, está leyendo en estos momentos—. O al menos es uno de los departamentos con los que hemos sido consolidados. Ellos llegaron una hora antes y se adueñaron de los mejores sitios.
Holly resopla con los dedos crispados sobre el memorándum.
—¡Nos han fusionado con Gestión del Gimnasio!
—Bueno, eso de fusionar es una manera de decirlo —dice Roger—. Nosotros somos mucho más importantes que ellos.
—Acabo de encontrarme con Sydney y… tengo la impresión de que anda pensando en despedir a alguien —dice Freddy.
Todos se callan. Luego Elizabeth y Roger rompen el silencio al mismo tiempo. Elizabeth dice:
—¿Por qué?
Y Roger pregunta:
—¿A quién?
—No me lo ha dicho, pero me preguntó si la porra seguía en pie.
—¡Dios santo! —exclama Holly abriendo mucho los ojos.
—¿Por qué iba a despedir a nadie ahora? —pregunta Elizabeth.
—No tengo ni idea.
Roger se frota el mentón.
—Entiendo que Dirección General aún no ha elegido un director para Servicios de Personal. Es posible que los antiguos directores de ambos departamentos elijan un líder interino.
—¡Vaya por Dios! —dice Elizabeth— ¿qué pasa? —pregunta Freddy, cuya mirada pasa de Elizabeth a Roger—. ¿Eso es malo? ¿Qué quiere decir eso?
—Bueno, sería como echar un pulso —dice Roger—. Si Sydney quiere el trabajo, podría ofrecer la alternativa de echarnos a uno de nosotros como compensación.
—O puede que a dos —gime Holly—. O puede que a todos nosotros. ¿Quién sabe?
Se miran entre sí.
Bueno —dice Elizabeth finalmente—. No podemos hacer nada al respecto.
Algo está sucediendo entre los recién desempleados. Al principio, se sentían consternados y tristes; deambulaban frente a la puerta sin propósito alguno. Luego vino Jones y dijo esa frase de «tú no te lo mereces» y esa extraña idea comenzó a pasar de persona en persona hasta extenderse por todo el grupo. Pronto comienza a verse la rabia en algunas caras. Un contable saca una carpeta del maletín con el logotipo de Zephyr Holdings, la tira a la acera y la pisotea. Hay vítores. Un ingeniero lleva una taza de café con el mismo logo y la rompe contra el suelo. Un diseñador gráfico se quita un zapato y lo lanza tan alto como puede. El zapato rebota en una ventana de cristales ahumados. Un rostro pálido y preocupado se asoma por la ventana, pero luego se aparta con rapidez. La multitud ruge.
Es un día gris y feo, en el que las nubes empiezan a oscurecerse y la atmósfera se hace más densa. Jones regresa al interior del vestíbulo buscando un poco de seguridad. Se siente como si hubiese botado la lámpara y acabase de aparecer un genio de la niebla: uno muy grande, de fornidos bíceps y mirada violenta. Siente una mezcla de júbilo y miedo.
Las puertas del vestíbulo se abren antes de que llegue a ellas porque los guardias de Seguridad escoltan a una mujer con la bufanda azul y un bolso de piel. Jones se hace a un lado para observar pasmado la escena: la muchedumbre da rienda suelta a su rabia contra el coloso de veinte plantas de la Corporación Zephyr, mientras la empresa no para de enviarles nuevos reclutas.
En la planta once, Elizabeth piensa en un plan para salvar Ventas de Formación, un plan tan audaz y feroz contra Sydney que todo el mundo lo suscribe de inmediato. Luego, Roger dice:
—De acuerdo, yo interpretaré el papel principal.
—Bueno… pensaba hacerlo yo, Roger, que para eso lo he planeado —dice Elizabeth.
—Oh, ya veo. Bueno, si lo que quieres es hacer valer tus privilegios, adelante. Yo sólo me estaba ofreciendo. Si para ti es tan importante, entonces hazlo.
—No estoy haciendo valer mis
privilegios
, es que es
mi plan.
Roger levanta las manos.
—Olvídalo. Sólo pretendía ayudar. Por nada del mundo quisiera interferir entre tú y tu ambición.
Las mejillas de Elizabeth se oscurecen.
—Roger, si es tan importante para ti, entonces
dilo. Dilo
abiertamente, porque realmente no me importa que sea de una manera o de la otra.
—Bueno, si
quieres
que lo haga, lo haré encantado. Pero tampoco me importa que sea al revés.
—
Si a ninguno de los dos nos importa
, ¿por qué mantenemos entonces esta conversación?
—Elizabeth, por favor, ¿te importaría tomar una decisión?
El rostro de Elizabeth se sonroja y empiezan a aparecer diminutas gotas de sudor en su frente. Comienza a respirar profundamente y sus manos se cierran y se abren rítmicamente. Jones llega al cubículo en ese momento y se detiene al verla, convencido de que está presenciando un ataque cardíaco.