—Tenemos una serie de demandas —responde Holly.
—Como si tienen una medalla de oro —responde Phoenix, que siempre sale con frases como ésa, que tienen el aspecto de ser ingeniosas pero que carecen de sentido cuando uno piensa en ellas—. Saquen su puñetero culo de la segunda planta.
Los tres se encogen al verle avanzar. En ese momento, justo detrás de ellos, oyen la campana del ascensor.
¡Ding!
El ascensor, cargado de empleados de Zephyr, se abre en la segunda planta. Han tardado en llegar porque se pusieron a discutir sobre la capacidad del ascensor; en una placa de metal se puede leer el peso límite, lo que suscitó una acalorada discusión que terminó con los empleados mirándose la cintura y el trasero. Además, para convencer al ascensor de que fuera a la segunda planta tenían que pasar la tarjeta de identificación de Jones por el lector y lanzarla a los demás antes de que las puertas se cerrasen. Sin embargo, la mujer encargada de llevar a cabo ese proceso, una ex empleada de Diseño de Tarjetas Profesionales —tan hábil con el ratón como sorprendentemente inepta en facultades motoras— falló y todos tuvieron que bajar en la quinta planta e intentarlo de nuevo.
Ahora, por fin, han llegado. En total suman más de dos docenas: administrativos, gnomos, elfos, contables, ingenieros; en fin, una muestra variada de empleados de Zephyr.
Salen del ascensor como un montón de payasos de un coche diminuto y, cuando ya crees que no va a salir nadie más, salen dos más. Los ojos de Stanley se abren de par en par y Phoenix retrocede un paso.
—No queríamos llegar a esto —dice Jones—, pero estamos preparados para ello.
Se suele atacar al amanecer porque a esa hora el enemigo está más desorientado. Lo mismo ocurre en la segunda planta de la Corporación Zephyr, sólo que allí son las cuatro y media de la tarde. Dirección General está cansada tras un largo día de crear valor para el accionista, la chispa del vino que se han tomado en la comida se ha disipado y hace más de una hora que no toman café. Cuando los empleados de Zephyr irrumpen en sus oficinas y les arrancan el teléfono de las manos, están demasiado desconcertados para reaccionar. Todos ellos, Blake incluido, son obligados a levantarse de sus sillas de cuero, dirigirse a la sala de juntas y ocupar un asiento alrededor de la enorme mesa de roble. Allí se quedan sentados, totalmente pasmados, mientras una masa de gente enfadada y desarrapada se agrupa a su alrededor. Cada pocos minutos se oye la campana del ascensor y entran más personas a la sala de juntas. Pronto están tan apretujados que parecen un solo animal, el empleado de Zephyr, una enorme bestia, normalmente dócil y fácil de domesticar, pero (al parecer) agresiva e impredecible cuando se la provoca. La sala de juntas se llena de sus discursos incontrolados, del caleidoscopio de colores de sus camisas, blusas y corbatas, y del calor y olor de sus cuerpos sudorosos.
Los de Dirección General intentan protestar, pero los empleados sacuden furiosos las sillas donde están sentados. Se intentan comunicar mediante gestos faciales. Nadie tiene la menor idea de lo que sucede, pero cuando ven a un joven subirse encima de la mesa y levantar las manos reclamando silencio, a todos les invade el mismo e inquietante sentimiento: el baluarte del buzón de sugerencias ha fallado.
Se hace el silencio. Jones se aclara la garganta, pues sabe que es de vital importancia que no muestre el más mínimo signo de debilidad en un momento como ése, aunque saberlo y ponerlo en práctica son dos cosas muy diferentes. Nota que le tiemblan las rodillas. Por un momento sus ojos se cruzan con los de Blake, que irradian furia y rabia. Jones traga saliva, una y otra vez. Siente que se le cierra la garganta.
Un miembro de Dirección General —no Blake, sino un hombre mayor con el ceño fruncido— se cansa de esperar y dice:
—¿Nos pueden decir qué piensan…?
—¡Voy a leer algo! —le grita Jones. El hombre se calla. Jones vuelve a tragar saliva y prosigue—. Es un discurso muy antiguo, pero lo hemos adaptado a los tiempos que corren. Lo importante es que lo que dice sigue siendo verdad hoy. Por tanto,
usted
—Jones se dirige en un tono más elevado al señor de Dirección General que parece estar dispuesto a interrumpirle de nuevo— se queda
sentado y escucha.
Jones toma aliento y continúa:
—Nosotros sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los empleados son creados iguales, que todos gozan de ciertos derechos inalienables entre los que están el respeto, la dignidad y la búsqueda de una vida fuera del mundo laboral.
»Cuando sea que una empresa se convierta en destructora de estos fines, los empleados tienen derecho a reformarla o abolirla e instaurar una nueva dirección fundada en dichos principios para hacer efectiva su seguridad y felicidad.
»La prudencia nos dicta que no se debe cambiar la administración por razones vanas y transitorias; y la experiencia muestra que los empleados prefieren sobrellevar las penalidades, siempre que éstas sean tolerables, antes de tratar de hacer justicia aboliendo la administración a la que están acostumbrados. Pero cuando una larga serie de abusos y degradaciones, todas dirigidas al mismo objetivo de recortar costes, revela el designio de someterles a un despotismo absoluto es su derecho y su deber derrocar a dicha administración.
»Por esa razón, nosotros, los empleados de la Corporación Zephyr, declaramos solemnemente que somos libres e independientes, tal como nos corresponde por derecho; que estamos absueltos de cualquier tipo de lealtad respecto a la Dirección General y que cualquier autoridad que pudiera tener la Dirección General sobre nosotros queda a partir de este momento totalmente revocada.
Se oyen muchos gritos cuando termina de pronunciar esas palabras y algunos ejecutivos intentan interrumpirle. Jones decide repetirlas:
—¡Totalmente revocada!
—grita.
Se impone el caos. Dirección General se debate por quitarse de encima las manos de los empleados. Gritan algo acerca de seguir los canales adecuados. Pero los empleados responden también a gritos. Muchos sentimientos hostiles flotan en la sala de juntas. Años de rabia contenida acaban de estallar.
—¡No somos recursos humanos! —grita Freddy con el rostro rojo de ira—. Somos
personas
. Ahora lo vais a comprobar.
Durante un rato, nadie habla en la sala de control de la planta trece. Finalmente es Mona quien rompe el silencio, aunque con voz apagada y dubitativa:
—¿Qué está haciendo?
Klausman no responde. No está indignado, ni horrorizado, ni siquiera sorprendido; no aún. Mira a Jones en el monitor y se siente… desanimado.
—¿Acaso no entiende que esta empresa no es
real
? —dice Mona con voz lastimera—. Dirección General no es la que dirige Zephyr. Somos
nosotros
. ¿Qué es lo que pretende conseguir?
Al ver que Klausman guarda silencio, Mona se siente más segura y confiada. En un tono más elevado de voz termina diciendo:
—Podríamos despedir a la mitad de los que están en la sala si quisiéramos.
—No, Mona —responde Klausman—. Tendríamos que echarlos a todos.
Le dirige una rápida mirada y ve desconcierto en sus ojos, al igual que en los de media docena de agentes que están presentes. Están tan acostumbrados a vivir dentro de este mundo que ya no recuerdan nada. Klausman vuelve a dirigir la mirada a los monitores y añade:
—Si intervenimos, el proyecto Alpha quedará al descubierto y Zephyr se habrá acabado.
—Prácticamente no hay nadie de Recursos Humanos y Protección de Activos —dice Tom Mandrake—. Mientras los controlemos…
—Jones sabe cómo trabajamos —le corta Klausman un tanto irritado. Ojalá Eve estuviera aquí, piensa. A ella no tendría que explicarle las implicaciones—. Si se hace con el control de Dirección General, podemos estar seguros de que le seguirán otros departamentos.
Hay un silencio que dura unos instantes. Luego, con valentía, Mona dice:
—No entiendo qué va a sacar con eso. No se puede abolir la Dirección General. Zephyr no es una democracia, sino una corporación.
—Creo —dice Klausman— que Jones pretende imponer la teoría de que ambos conceptos no son mutuamente exclusivos.
—Blake no permitirá que eso suceda —insiste Mona—. Le parará los pies.
—Espero que así sea —dice Klausman—. Ya tengo sesenta y tres años y no me siento con ánimos de empezar de nuevo.
Jones empieza a pensar que lo ha conseguido, que Dirección General ha terminado por ceder cuando de pronto oye la voz de Blake alzarse por encima del griterío. No grita; se limita a levantar la barbilla y hablar con claridad, pero logra acaparar la atención de todo el mundo. A Jones no le queda más remedio que reconocerlo: Blake tiene empaque.
—¿Queréis que la empresa se hunda? ¿Queréis que Zephyr vaya a la bancarrota? —Blake se levanta de la silla y nadie trata de impedírselo. Se tira de los puños de la camisa mientras sus ojos azules atraviesan la multitud—. Por lo que veo, no estáis contentos con las condiciones laborales. Pensáis que no nos preocupa vuestro bienestar. Pues bien, estáis en lo cierto. Zephyr no está ahí para cuidar de vosotros, es una empresa. Si esperabais encontrar un parque temático, lo mejor que podéis hacer es dimitir. Si creéis que podéis hacer vuestro trabajo, quedaros. Pero no nos pidáis que nos preocupemos por vosotros porque Zephyr no puede permitirse ese lujo.
Los empleados empiezan a mostrarse dubitativos. No están completamente seguros de cómo funcionan las finanzas empresariales —desde su perspectiva es muy fácil considerar Zephyr como una fuente inagotable de dinero, cuya existencia no se ve amenazada ni impedida por la forma en que se gaste ese dinero—, pero saben que las palabras de Blake tienen algo de cierto.
—No os contratamos para haceros la vida más feliz. Vuestro bienestar no es nuestra meta, sino Zephyr. ¿Queréis poner eso del revés? Entonces poned vuestros intereses por encima de los de la empresa, pero os aseguro que eso acabará por completo con Zephyr y, al final, todos os quedaréis sin trabajo.
Los empleados comienzan a bajar los hombros.
—Aun así, las cosas podrían mejorar
un poco…
—dice alguien.
El miedo se apodera del cuerpo de Jones. Él no ha llegado hasta allí sólo para mejorar las cosas, sino para hacerse con el control de Dirección General. Cualquier cosa menos que eso sería fracasar.
Blake empieza a palpar la victoria. El tono de su voz se suaviza, levanta las manos, con las palmas abiertas en señal de calma.
—Escuchen. Ha sido un día muy largo.
Es la viva imagen de la racionalidad, especialmente si se le compara con el sudoroso Jones de ojos desorbitados que está encima de la mesa de la sala de juntas. Blake es un hombre tranquilo, un líder firme con un traje de cinco mil dólares. Es la persona que uno desearía que tomase las decisiones que afectan a tu salario.
—Obviamente, todos nos hemos dejado llevar por las emociones y probablemente hayamos dicho cosas que no queríamos decir. Por supuesto que Zephyr se preocupa por vuestro bienestar. Los empleados son nuestro mayor activo y habéis hecho bien en llamarnos la atención. Es necesario que hagamos algunos cambios. No abolir la Dirección General, ni llevar la empresa a la bancarrota, pero sí hacer algunos cambios. Para demostrarlo, os diré que mañana Dirección General leerá las sugerencias que haya en el buzón y estudiará cada una de ellas con
suma atención.
Los empleados murmuran, enarcan las cejas y se encogen de hombros. Jones oye frase como «bueno, al menos ya es algo» o «bueno, al menos hemos conseguido que se nos escuche» y se da cuenta de que todo está acabado porque todo el mundo prefiere tener un mal trabajo que no tenerlo.
—¡No! —grita Jones blandiendo su puño, lo cual no da fuerza a sus argumentos pero no puede evitarlo—. ¿Vas a explicarle tú a esta gente qué es lo mejor para la empresa, Blake? ¡Ni siquiera sabes qué es Zephyr! No es el logotipo, ni el balance final, ni los inversores, ni tan siquiera los clientes —Jones bordea el sarcasmo en este punto—. ¡Somos nosotros! Mira a tu alrededor. ¿Acaso no nos ves? ¡Nosotros somos Zephyr! Nos pasamos media vida aquí y lo sabemos mejor que nadie. Nos preocupamos más de la empresa que ninguno de vosotros. Eso es lo que hace la gente, Blake. Cuando les das un puesto de trabajo, se involucran emocionalmente. No somos recursos. No somos máquinas. Por eso no puedes externalizarnos y esperar que las cosas sigan igual. Posiblemente te gustaría que fuéramos más fáciles de manejar, pero lo siento mucho, somos humanos y somos difíciles de manejar. Además, tenemos una vida propia al margen del trabajo, diablos, y no puedes seguir robándonos parte de ella. ¡No puedes seguir alimentando el balance final a costa nuestra! Si lo haces, si eso es lo único que sabéis hacer, entonces esta empresa merece morir.
Los empleados gritan en señal de aprobación. Jones se queda perplejo, pues creía estar soltando una rabieta final. Sin embargo, ha logrado de nuevo ganarse a la multitud. Puede verlos en sus rostros.
No se sabe quién inicia el cántico. No es Jones. Debería haber sido él, pero está demasiado sorprendido como para aprovechar la ventaja que ha conseguido. Lo importante es que las protestas han empezado y ahogan cualquier intento de Blake por responder.
—¡Dimisión! ¡Dimisión! ¡Dimisión!
Las protestas crecen en la sala como una bola de nieve. Uno a uno, los miembros de Dirección General intentan inútilmente hacerse escuchar. Blake Seddon levanta las manos solicitando un poco de silencio, pero todos le ignoran. Phoenix trata de desprenderse de las manos de los trabajadores que le retienen.
Blake renuncia a cualquier pretensión de dignidad. Con las venas del cuello hinchadas grita:
—¡No vamos a dimitir! ¡Y vosotros no tenéis autoridad para obligarnos!
Muchos ni le prestan atención, pero Jones sí. Le responde:
—Tienes razón. No os podemos obligar a dimitir. Pero vosotros tampoco podéis obligarnos a escucharos. Si queréis podéis quedaros donde estáis. Podéis seguiros llamando Dirección General. Pero no haremos las cosas a vuestro modo, sino al nuestro.
Los demás miembros de Dirección General intercambian miradas. Jones nota que empiezan a hacerse a la idea.
¿Qué pasa si esta rebelión va en serio
? Zephyr acaba de sufrir una reorganización catastrófica y si ahora van a dirigirla un puñado de asistentes, agentes comerciales y administrativos, entonces el final está cerca. Todos los miembros de Dirección General disponen de un paquete de acciones, además de una sustanciosa cláusula de despido: la clase de cosas que son difíciles de extraer de una empresa en bancarrota. Y no sólo eso: si Zephyr se va a pique con ellos a bordo, se quedarán sin empleo y con un currículo pésimo.