Read La puerta oscura. Requiem Online
Authors: David Lozano Garbala
—Eso no es buena señal —el joven médium, cuyo gesto mostraba ahora un significativo aire ausente, volvía a intervenir—. Jules es cada vez más vampiro. ¿Quedará algo humano en su naturaleza?
A pesar de su esfuerzo, en el tono de aquella pregunta se percibió un germen de rencor. Para Edouard, el único culpable de La muerte de su mentora era Jules; no lograba quitarse de la cabeza aquella idea. Y es que en ese instante la rabia le impedía considerar la propia maldición vampírica que arrastraba el gótico como una eximente.
—¿Quedará algo humano en él? —volvió a plantear el muchacho sin apartar la vista del cadáver de Daphne, con aire desafiante—. Empiezo a dudarlo…
—Desde luego que sí —la rotundidad con la que el forense contestó hizo que los dos chicos giraran la cabeza hacia él—. ¿O acaso creéis que fue la misma Daphne quien se acostó en el camastro, quien cubrió su propio rostro antes de morir? No, claro que no. La postura en la que quedó su cuerpo demuestra que alguien la depositó ahí.
—Joder —Mathieu no daba crédito—. ¡Entonces tuvo que ser Jules quien lo hizo!
—Eso es —coincidió Marcel, volviéndose hacia Edouard—. ¿Te parece un comportamiento suficientemente humano?
El médium bajó la cabeza, confuso ante la mirada inquisitiva que le dirigía el forense.
—Además está el ataque que sufrió ese Justin —recordó Marcel—. Jules no le mordió, solo le hirió para hacerle sangrar sin contagiarle su mal.
—El modo menos dañino de alimentarse —comprendió Mathieu—. Es como si nos enviara señales…
—De que sigue siendo él —Marcel asintió—. Pero son indicios cada vez más débiles. Nos queda muy poco tiempo.
El forense, cubriéndose los dedos con su propia ropa, modificaba la postura del cadáver sobre el camastro. A pesar de lo enigmático de aquel proceder, ninguno de los chicos tuvo fuerzas para indagar en torno a ello.
—Me pregunto qué estará haciendo ahora —Mathieu se asomaba al exterior del cobertizo y oteaba el panorama nocturno.
Edouard, mientras tanto, se planteaba si el joven gótico todavía tendría hambre.
Michelle rodeó por enésima vez el arcón, sin lograr reprimir su impaciencia en medio de aquel entorno aislado que constituía el sótano del palacio. Acababa de bajar del vestíbulo, desde donde había hablado por el móvil con el Guardián, tras descender por el intrincado camino que conducía hasta la Puerta Oscura.
Sus pisadas sólidas, imperiosas, habían resonado sobre las losas de piedra perdiéndose por pasillos y estancias abovedadas que no habían sido visitadas desde hacía siglos.
En aquel antiguo edificio, custodiado por presencias invisibles que se deslizaban entre las sombras de los corredores, la penumbra no la intimidaba. Tal vez, ese caserón suponía el único lugar que no despertaba sus recelos después de todo lo que había soportado desde que se abriese la Puerta Oscura, tan solo unos meses atrás.
Y es que, aunque seguía considerándose valiente, y se sentía con la energía suficiente como para enfrentarse sin titubeos a lo que pudiera amenazarlos —¿aún más si el peligro involucraba a Pascal?—, lo cierto era que sus pasos habían perdido algo de convicción. En ocasiones sorprendía en su propia mirada, siempre tan firme, resquicios vulnerables.
Su secuestro por parte del vampiro, aunque con un final feliz gracias a Pascal —un retortijón de remordimiento comprimió su estómago durante un instante—, había constituido para ella una durísima lección: de ese modo tan drástico, había aprendido que no todo podía controlarse.
«La determinación solo aumenta las probabilidades de ganar», se dijo, «de conseguir los objetivos. Pero no ofrece garantías».
Ella ya había perdido a uno de sus mejores amigos, y estaba a punto de perder a otro. Si Pascal no retornaba del Más Allá sano y salvo, el balance final —que se negaba a concebir— sería todavía más desolador.
No, ni siquiera el mayor valor, la audacia más entregada o una fidelidad sin límites, ofrecían garantías. Nunca las hay.
Ni en la vida… ni en la muerte.
«Y en la oscuridad acecha el Mal», concluyó Michelle en voz alta. «No todo está bajo nuestro control. Ni mucho menos».
Habían aprendido, habían madurado de golpe. Habían cambiado.
Ella inspeccionó los bordes erosionados del arcón, el perfil tallado de sus aristas redondeadas por el tiempo. Qué distintos eran ahora, pensó, a pesar del poco tiempo real transcurrido: Pascal, ella misma, incluso Mathieu desde su reciente incorporación… Por no hablar de las máximas transformaciones sufridas dentro del grupo: Dominique, que estaba muerto, y Jules, luchando con sus últimas fuerzas por no claudicar ante el vampirismo que iba devorando su cuerpo.
Cómo echaba de menos a Dominique, con sus bromas, su ironía y su humor retorcido.
Marguerite Betancourt tampoco había sobrevivido a la apertura de la Puerta, una vigorosa mujer que había sucumbido a la espiral de acontecimientos que se generaba sin descanso desde las entrañas de la Puerta.
Aunque nada de todo lo acontecido había mitigado en Michelle la necesidad de actuar. Por eso mismo se le hacía tan ardua la espera en el sótano, cuando intuía que la verdadera acción estaba teniendo lugar fuera. Michelle se negaba a quedarse al margen.
No obstante, las circunstancias la habían forzado a desempeñar ahora aquel tedioso papel vigilante, que nada iba con ella. ¿Cuándo regresarían los demás? Quería información y tareas que requiriesen una actitud más activa.
Sin saber por qué, cayó entonces en la cuenta de que no había comido en todo el día. El ritmo de búsqueda había sido tan frenético que Marcel y ella ni siquiera se habían percatado de ello, pero ahora que su labor resultaba más tranquila, el cuerpo le exigía una compensación inmediata. De repente fue consciente del apetito que tenía y de la debilidad que arrastraba. Rebuscando entre las bolsas que los demás habían dejado allí, encontró restos de bocadillos y agua, que le vinieron muy bien para recuperar energías… y para seguir dando vueltas a todo lo sucedido.
Michelle se alejó del baúl, hacia la escalera que conducía a los pisos superiores. Su mente, inquieta, imaginaba ahora a Jules vagando en la oscuridad, dejándose avasallar por la seducción de la noche en una letal caída hacia el abismo.
—Vuelve, Jules —susurró, en medio del silencio—. Si no, no podremos ayudarte. Vuelve.
Pronto, sus pensamientos volvieron a centrarse en Pascal. Recordando la información que les habían transmitido Mathieu y Edouard, incluso lo imaginó como gladiador, algo que en otras circunstancias menos dramáticas le hubiera provocado una carcajada, dado el físico poco corpulento de su amigo. Dominique sí daba el pego como luchador ahora que no dependía de una silla de ruedas, con sus hombros anchos y sus brazos fuertes.
Dado que Michelle sabía que ambos se encontraban juntos atravesando la Colmena de Kronos, los visualizó sin esfuerzo sobre la arena de algún anfiteatro romano, preparados para el combate. Le entró el pánico al recrear aquella escena en medio de asesinos profesionales, la forma de ser tan serena de Pascal frente a la ronca agresividad de esos prisioneros que se jugaban la vida en cada movimiento y cuya ferocidad podía hacerles ganarse el favor del emperador, el único que ostentaba la potestad de otorgarles la anhelada libertad.
El recuerdo de la poderosa arma que manejaba Pascal la tranquilizó; ellos jugaban en otra época, pero a cambio disponían de recursos que no estaban al alcance de sus enemigos.
O eso esperaba.
* * *
Pascal y Dominique contenían la respiración. Habían logrado colarse en el interior de un edificio de oficinas cuyo vestíbulo se mostraba vacío, posiblemente porque todos los empleados —inversores en su mayoría— se hallaban reunidos frente a la Bolsa. Todo el distrito financiero sufría bajo aquel ambiente tenso, sobrecogido ante un descenso en las cotizaciones que no parecía tener fin.
En su fuga, los chicos se habían cruzado con varios hombres de gesto pálido y mirada ausente que caminaban sin rumbo fijo, como espectros, ajenos ya a cuanto ocurría a su alrededor. El perfil errático y hundido de los primeros arruinados, en estado de
shock
. Uno de ellos, sacando un revólver de un bolsillo, se había volado la cabeza en plena calle, incapaz tal vez de reunir la fuerza necesaria para llegar a casa y comunicar a su familia que lo habían perdido todo.
Pascal y Dominique no habían llegado a verlo, pero su cadáver había quedado allí, tendido sobre la acera. Un reguero de sangre iba deslizándose desde su semblante destrozado hasta alcanzar la calzada, cuyo pavimento se tiñó de rojo, para terminar precipitándose sobre la rejilla de una alcantarilla. Poco después comenzó a escucharse el estridente sonido de las sirenas. Unos chicos, percatándose de lo que acababa de suceder, echaron a correr hasta allí para ver de cerca al muerto, que pronto estuvo rodeado de gente.
En realidad, aquella muerte supuso una distracción solo para los chavales; lo único que importaba a los adultos era la cotización de las acciones. Optimistas ante los buenos resultados de los años anteriores, la gente se había lanzado a la especulación bursátil, y ahora todos se veían alcanzados por la onda expansiva del desastre, demasiado tarde para reaccionar.
El Viajero se secó el sudor de la frente, apoyado en una pared del vestíbulo del edificio. Avanzaron hasta la zona de los despachos.
—¿Qué tal vas? —susurró a su amigo, al tiempo que sus ojos inspeccionaban el lugar en busca de un buen escondite.
—Bien —respondió Dominique dirigiéndole una mirada preocupada—. ¿Y tú? ¡Te han herido!
Pascal apretaba los dientes, con una mano sobre su costado dañado. Toda la ropa en contacto con la herida se hallaba empapada de sangre. Parecía imposible que hubiera podido correr en esas condiciones; el instinto de supervivencia multiplicaba la resistencia hasta extremos sorprendentes. De hecho, hasta ese momento, Pascal no había sido consciente de lo mucho que le dolía la cuchillada recibida.
—No es una herida profunda, por suerte —comentó.
—Déjame curarte con el botiquín que llevas en la mochila.
—No hay tiempo, Dominique. Tenemos que…
Se oyó movimiento en la calle: los perseguidores ya estaban allí. ¿Pasarían de largo? ¿Los habrían visto entrar en la oficina? Pascal y Dominique se miraron, todavía exhaustos por la repentina carrera que los había alejado de aquellas criaturas malignas… durante un rato.
Esos seres tenían demasiado interés en sus presas como para dejar que escaparan tan fácilmente.
—¡Rápido! —murmuró el Viajero—. ¡Tenemos que escondernos!
Pascal se ocultó tras la puerta entornada de un despacho y empujó la hoja de madera hacia sí hasta que su canto chocó contra la pared, junto a su hombro. Él quedó así aprisionado en el hueco libre, aprovechando la rendija que dejaban las bisagras para estudiar el acceso al vestíbulo. Por su parte, Dominique, con su espada en la mano, se había metido debajo de un imponente escritorio de caoba. A su espalda colocó un sillón, tapando de aquel modo el único lado que lo dejaba visible. Algunas fisuras en la madera le permitían también observar lo que ocurría en la zona central de las oficinas.
Ambos se quedaron en silencio. En apariencia, allí no había nadie.
Transcurrieron unos segundos de angustiosa calma. Desde sus posiciones no lograban verlo, pero a través de los cristales de la entrada se distinguía un conjunto de siluetas que permanecía quieto en la calle. Hasta que aquel grupo empezó a moverse.
Entonces un sonido rechinante invadió el espacio de las oficinas, quebrando el torturante compás de espera. La puerta principal de esas dependencias se acababa de abrir, no había duda. Alguien llegaba. Pascal comprobó, para su desolación, que se trataba de los muertos.
No se habían dejado engañar. Sin embargo, tampoco se mostraban muy convencidos, pues se movían titubeantes como dudando si perder tiempo en aquel lugar o continuar la búsqueda en la calle.
No hablaban, solo se dirigían gestos y gruñidos. Empezaron a repartirse por las diferentes estancias para llevar a cabo un registro rápido, pero antes de separarse por completo se detuvieron para escuchar, como rastreando algún sonido delator, tal vez el leve murmullo de la respiración de Pascal. El Viajero cayó en la cuenta de que él era el único que necesitaba oxígeno en aquella realidad.
Y el único cuyo corazón latía, un rítmico bombeo que quizá esos seres eran capaces de captar dentro de aquel ambiente cerrado.
Pascal palideció. Dos de esas criaturas empezaron a girarse hacia donde él permanecía escondido. Orientaban sus rostros cubriendo cada zona de aquellas instalaciones. Con sumo cuidado, el chico extrajo de un bolsillo el brazalete de Viajero, que se colocó en la muñeca, justo antes de que los dos agresores enfocaran con sus gestos afanosos la puerta tras la que se parapetaba.
El corazón de Pascal dejó entonces de emitir sus latidos, sumiéndose en un silencio protector. Las facciones atentas de las criaturas continuaron su ronda sin detenerse frente a él.
Había faltado muy poco.
Sin embargo, el Viajero no pudo relajarse. Sus ojos se clavaron poco después en un punto muy concreto del suelo, cerca de su posición. Allí, a escasos metros de distancia, una comprometedora gota de sangre permanecía sobre la madera, un diminuto estallido púrpura que resaltaba sobre el color desvaído de las tablas.
Pascal contuvo el aliento; por un instante, todo le dio vueltas. Al punzante dolor de su herida se añadió un agobio que colapsó su mente. Si los muertos llegaban a ver aquella gota, ya no se irían. No habría ninguna posibilidad de evitar el enfrentamiento.
Y ni siquiera con la daga tenía garantías frente a sus adversarios, mucho menos si debía proteger al mismo tiempo a Dominique.
Por otra parte, su propio escondite le impedía reaccionar con la suficiente celeridad para una hipotética fuga. Era improbable que lograra empujar la puerta y salir de detrás de ella sin llamar la atención de las criaturas malignas.
La brusca aparición de Dominique en la línea de visión del Viajero, moviéndose a gatas tras unas mesas, cortó de cuajo sus reflexiones. ¿Qué estaba haciendo? ¡Había abandonado su escondite! ¿Estaba loco?
No, no lo estaba. En cuanto Pascal cayó en la cuenta de la dirección de los movimientos de su amigo, supo que no había perdido el juicio: Dominique también había detectado la gota de sangre, e intentaba llegar hasta ella para limpiarla antes de que los delatase.