La trampa (23 page)

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Authors: Mercedes Gallego

Los padres del Trepa, cuando el inspector de Castelldefels se hubo marchado, también ofrecían consejos a su hijo.

—Miguel Ángel, hijo mío, que nos vas a matar a disgustos —decía llorosa su madre.

—Lo que tienes que hacer es marcharte una temporada fuera de Barcelona y esperar a que las aguas vuelvan a su cauce —aconsejaba el padre.

—Que no joder, que no. Que yo tengo mis contactos, y por la cuenta que les tiene no me van a dejar en la estacada.

—En la estacada no, en el cementerio es donde te van a dejar en cuanto vean peligrar su cargo —añadió la madre.

—Vale ya, coño. Que soy mayorcito para saber lo que tengo que hacer. Ahora no me puedo largar que tengo un asunto en marcha y hago falta. Es cuestión de días. A primeros de mes me abro, pero no antes. Y no se hable más del asunto.

—Como quieras, hijo. Lo decimos por tu bien, porque tenemos miedo de que te pase algo —sentenció el padre.

Manel y Candela fumaban en silencio, concentrados cada uno en sus pensamientos.
Charly
iba de uno a otro con la esperanza de recibir alguna caricia, pero ninguno le prestaba atención, por lo que decidió instalarse en la mesa del comedor sobre la que caía un pequeño rayo de sol que se abría paso entre las nubes, restos de la borrasca del día anterior que se resistían a marcharse. El frío había aumentado.

—Me estoy quedando helada. Voy a encender la estufa.

—Por mí no. Me marcho ya. Quiero ir a comer a mi casa; tengo intención de cambiar de aspecto. Si alguien me busca, es con mis barbas y mi melena, a lo mejor no es mala idea hacerlas desaparecer y con ellas al músico y al drogata… —dijo con un deje de nostalgia en la voz.

—Vamos, Manel —Candela se acercó cogiéndolo por los hombros—. No puedes permitir que toda esa chusma cambie tu vida.

—¿No? Pues ya la ha cambiado, Candela. Nada será lo mismo después de la muerte de Miriam.

—¿Pero cómo vas a dejar el saxo? Es tu vida.

—No. A partir de ahora mi vida es meter gentuza en la cárcel. Mira lo que te digo; me hice policía por tocar los cojones a la panda, porque se ganaba más y porque me imaginaba que me convertiría en un Marlowe catalán, añadiéndole el saxo para más morbo, pero eso se acabó. Ahora sé lo que soy. El músico murió con mi amiga.

Candela no respondió. ¿Qué podía decir? Cualquier cosa sonaría falsa porque en el fondo ella pensaba lo mismo. Estaba harta de que Manel se escaquease en cuanto podía, harta de cubrirlo ante los jefes cuando, con el pretexto de ensayar se quitaba de en medio. La policía no era compatible con la vida de artista si uno se implicaba de verdad en ella.

—Echaré de menos tus «pelos», ahora que me había acostumbrado, además, como camuflaje está muy bien. Nadie nos toma por pasma cuando vamos juntos.

—Si es por eso, me lo volveré a dejar crecer —respondió con una sonrisa triste—, pero en este momento son mis señas de identidad y he dado la cara demasiado, es mejor que cambie de aspecto.

Cuando se reunió con Julia a las nueve de la noche, la cara de Candela era el vivo retrato de la tristeza. Julia la encontró sentada y abstraída en sus pensamientos cuando la divisó al cruzar la puerta del pequeño restaurante en el que habían quedado, el mismo que el día que vieron actuar por primera y última vez a Manel. Se hallaba delante de una botella de vino con un vaso a medio consumir, fumando y con la mirada perdida en un rincón de la pared. No se dio cuenta de la presencia de su amiga hasta que ésta no le tocó el hombro.

—Hey, ¡qué pasa! ¿Dónde estabas?

—Hola. No te he visto entrar.

—No hubieras visto nada aunque hubiera entrado un toro… Oye, oye… ¿Qué te pasa? Menuda cara llevas.

—Estoy fatal, Julia. Lo de Manel tiene muy mala pinta.

—La tiene desde el principio. ¿Qué hay de nuevo?

—Lo que me esperaba: Manel se ha puesto en marcha e investiga por su cuenta. Claro, yo no puedo decirle que el jefe y yo también estamos en ello, lo más que he podido hacer es decirle que yo estaba esperando que abriesen el bar y que tú me ayudarías.

—Bueno, no le has mentido aunque no le hayas dicho toda la verdad. ¿Por qué no quieres decirle que Salgado también está en el ajo?

—Porque no, Julia. Porque Salgado me lo ha pedido y porque Manel no es de fiar cuando se pone nervioso. Dice cosas de las que luego se arrepiente, pero yo me juego la confianza del comisario.

—¿Ha descubierto algo Manel?

—Más o menos. De momento se ha enterado de dónde está el Flaco, que ni el de estupas ni mi jefe tenían ni idea. Le ha dicho que él no tuvo nada que ver, pero Manel ha conseguido enterarse de la guarida del amigo que iba con él. Pero digo yo: ¿para qué querrían cargarse a la cantante?

—Eso es lo que tienes que averiguar.

—Lo peor es que el tipo, el que llaman el Trepa, tiene amigos en la comisaría de Castelldefels.

—Espera acontecimientos Candela. Cada cosa a su tiempo. Poco a poco irás desenrollando la madeja, pero no tienes que precipitarte o será peor.

—Tal vez tengas razón, pero tengo miedo por Manel. Lo malo es que él también está asustado; fíjate si lo está que se va a cortar el pelo y la barba para que no lo reconozcan.

—¡Hostia! Qué pena, con lo guapo que está —titubeó antes de preguntar—: ¿Vendrá esta noche?

—No. Ha dejado el conjunto. Dice que no piensa volver a tocar.

—Pero ¿por qué?

—Yo creo que es por la muerte de la cantante. Se siente culpable. De pronto le han entrado unas ganas terribles de ser sólo policía. El mejor policía.

—¡Huy, qué peligro!

—Julia, no te pases.

No hablaron mucho durante la cena; cada una parecía concentrada en sus propios pensamientos. Los ojos de Candela ensimismados en un punto lejano, no invitaban a la conversación. Julia la miraba de soslayo sin saber muy bien qué decir para tranquilizarla. La abogada se había sumergido de lleno en este caso porque estaba segura de la implicación en él del poder judicial. Nada podía satisfacer más su orgullo que acabar con un juez que en vez de impartir justicia se servía de ella.

—Venga Candela, alegra esa cara que vamos a salir de esta. Ya ves, yo, sin comerlo ni beberlo, sólo por el hecho de ser amiga tuya, me he visto mezclada de rebote en tus casos. No quiero ni pensar lo que me pasará esta vez. Las otras dos se han limitado a joderme el despacho, no me extrañaría recibir un tiro…

—Mira Julia, no me digas eso que me pones nerviosa. Sólo me faltaba ahora tener que preocuparme también por ti, que bastante tengo ya con Manel.

—Era broma, mujer. Lo digo por lo de la canaria, que me destrozaron los muebles y por el de la lesbiana, que me dejaron todo lo que había sobre la mesa para tirarlo… Vamos, termina de comer y nos pedimos la primera. Además, me tienes que contar cómo van las relaciones familiares, si continúan en calma o se vislumbra una borrasca.

—Todo en calma, descuida. Con mi padre no he vuelto a hablar, pero mi madre me llama mucho más, diría que demasiado, pero en fin. Es difícil encontrar el equilibrio, ya lo sabes.

—Hablando de otra cosa; ayer estuve en la manifestación para pedir el derecho al aborto. Un éxito, éramos muchísimas. Luego me fui a votar. ¿Has votado?

—Sí, claro. Además estuve todo el día de guardia protegiendo una mesa electoral.

—¿Pasó algo?

—No. En mi zona hubo calma total, pero en algunos sitios los de siempre montaron el numerito. Ya sabes, los de «una grande y libre».

—Nos va a costar deshacernos de ellos, no creas.

—Yo me conformo con que no maten a nadie. Que chillen lo que les dé la gana, pero sin armas; eso sí, lo que te digo vale para todos, no sólo para la extrema derecha: terroristas, extrema izquierda… Todos los que sólo saben hablar con balas, vaya.

—Estoy de acuerdo contigo, ya lo sabes. Si no, para qué tenemos un parlamento.

—Bueno ¿qué? ¿nos pedimos la primera antes de ir al bar de Manel?

—Hecho —por primera vez en toda la noche, Candela esbozó una sonrisa.

Ismael se hallaba detrás de la barra con gesto cariacontecido; los músicos compañeros de Manel, bebían una copa instalados en los taburetes con un semblante serio, mientras hablaban entre ellos. Era evidente que esa noche no había actuación a pesar de ser sábado. La tarima no estaba instalada y en su lugar, algunas mesas vacías mostraban la desolación que invadía el ambiente.

Julia y Candela ocuparon una mesa próxima a la salida; el camarero se acercó a tomar nota de la consumición. Sólo tres mesas estaban ocupadas, una, por un grupo bullicioso que charlaba despreocupado; otra, por una pareja dedicada a hacerse arrumacos y la tercera por ellas. Bebieron un sorbo antes de empezar a hablar.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Julia.

—No sé, yo empezaría por hablar con los colegas de Manel, a ver si nos dicen algo.

—Pues allí los tienes, con cara de pocos amigos.

—Ya los he visto; estaba pensando la forma de entrarles.

—Yo iría directa al grano sin más, al fin y al cabo tú eres policía y a nadie puede extrañar que quieras ayudar a tu compañero.

—Ya, pero como no me han asignado el caso tengo miedo de que Morell y García se enteren.

—Pues habla claro con ellos. ¿Sabes si Manel tiene más confianza con alguno?

—Sí. Creo que es amigo del Batería, de Gabi.

—Es el del pelo rizado, ¿no?

—Sí, es ese. Pero dudo en la forma. Pensaba preguntarle por Manel, pero se va a extrañar que yo no sepa dónde está.

—Déjate de rodeos y dile que quieres hablar con él y que venga a la mesa. Le decimos que soy su abogada, que de hecho lo soy, si le pasa algo, aunque él no me haya contratado.

—No lo ha hecho porque no está acusado de nada, pero no lo dudes: si lo estuviera, lo serías. Me lo dijo él —tras una breve pausa, prosiguió—. No sé, Julia. Prefiero dejarlo hasta que hable con Manel. Ya le he comentado que estoy investigando; tal vez sería mejor unirme a él, porque de momento, de Salgado sólo tengo buenas palabras, pero me da la sensación de que no ha movido el culo.

—Entre los tres, Candela. Que yo me he apuntado a esto desde el principio.

—Tienes razón, puestos a ser ilegales, metemos a una abogada en el ajo. Espera un momento, voy a ver si a Ismael no le importa que demos un vistazo a la habitación esa que tienen ahí —señaló la puerta que daba acceso al pequeño cuarto donde había muerto Miriam.

Regresó a los pocos minutos con una llave.

—¿Entras conmigo?

—Desde luego, no quiero perderme nada. ¿Qué buscas exactamente?

—No lo sé. Cualquier cosa; que yo sepa nadie ha hecho una inspección ocular como Dios manda en este lugar.

—¿No vino el Gabinete?

—Ni idea. En el expediente no consta el informe, si te refieres a eso. Todo esto es una chapuza, Julia. Desde que el juez metió la zarpa, todo ha sido inusual y fraudulento. Lo que más me extraña es que Salgado haya tragado.

—¿Tú crees que también está pringado?

—Ya no sé qué pensar, Julia. Este asunto me sobrepasa.

—Desde luego; para que vayas diciendo que las cosas han cambiado. ¡Una mierda, han cambiado! —Julia aprovechó para meter su consabida crítica.

—Esto no tiene nada que ver con nuestro día a día, para que lo sepas. Aquí hay algo oscuro que está desvirtuando las cosas. Déjate de monsergas y abre bien los ojos, a ver si encontramos algo.

La pequeña habitación se hallaba prácticamente en el mismo estado que la madrugada del lunes 22 de octubre, faltaba poco para que hiciese una semana. Las sábanas y restos del relleno de los cojines habían desaparecido, aunque en el suelo, en las rayas que unían las baldosas, algunos restos oscuros podían pertenecer a la sangre de la cantante. Los escasos muebles: las dos sillas arrimadas a la pared, una a cada lado de la pequeña mesa y el catre en el que Miriam había dormido por última vez, era todo. Algo impedía abrir la puerta hasta el fondo: un cesto de mimbre lleno de trapos sucios, que probablemente habían empleado para limpiar, una escoba y un recogedor de basura. A su lado, una bolsa de plástico atada y llena, lista para tirar.

—Aquí no hay nada —dijo Julia mirando en torno suyo.

—Eso ya lo veremos, antes tenemos que revisar todo esto palmo a palmo si es necesario. Empezaremos por levantar la cama; coge de ahí —señaló una de las patas mientras ella se disponía a agarrar la otra.

Nada, excepto alguna bola de pelusa en la parte arrimada a la pared, donde la escoba no había llegado. Depositaron nuevamente la cama en el suelo. Candela se agachó sobre la bolsa de basura y la abrió. Los restos de los cojines manchados de sangre aparecieron ante sus ojos.

—Desde luego la gente es guarra, joder. Ni siquiera han sacado la basura de aquí —murmuró Julia.

—Mejor; mira a ver si encuentras un periódico por ahí. O si no, déjalo. No salgas. Lo tiraré al suelo y luego lo barro.

—¿Vas a revolver la basura?

—A eso hemos venido. A revolver basura, empezaremos por esta, que ya tendremos ocasión de revolver más.

Volcó la bolsa en el suelo; restos de pelusa, relleno de los cojines con restos de sangre, papeles, colillas, papel de váter arrugado, trozos de bocadillo duros y renegridos y una camiseta, también con manchas de sangre, llenaron el suelo.

Candela sacó un lápiz de su bolso apartando con él la porquería; una caja de cerillas de propaganda apareció entre el montón: era de un bar. La recogió guardándola en una hoja que arrancó de su libreta. Era negra y no tenía ningún dibujo, excepto las manchas en forma de lunares irregulares esparcidas a lo largo de la pechera.

—Esto puede ser una prueba, pero según cómo también puede ser en contra, porque dirán que la llevaba Manel. Recuerda que suele vestir de negro cuando actúa.

—Los otros visten también de negro.

—Pero no estaban junto al cadáver y Manel sí.

—Eso es verdad —reconoció Julia—. ¿Y las cerillas?

—Son de un bar de Barcelona. No perdemos nada con ir, pero ¿qué preguntamos?

—¿Y la calle?

—Se lo preguntaremos a Manel, a lo mejor él conoce el bar.

Candela buscaba algo en lo que envolver la camiseta que había encontrado. Abrió el cajón de la mesa y encontró algunas bolsas idénticas a la que habían utilizado para la basura, y la metió en una de ellas.

—Estoy pensando que si el Gabinete no revisó nada, el casquillo debió recogerlo el comisario, porque si hubieran estado aquí se habrían llevado también la camiseta —la extendió antes de guardarla.

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