La trampa (44 page)

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Authors: Mercedes Gallego

—Ya, pero es inmediato. Cuándo él quiera salir de la cama a ver qué pasa, nosotros ya estaremos dentro.

Subieron sigilosamente la escalera sin necesidad de abrir la puerta de acceso al portal, que cedió porque no estaba cerrada con llave. Gabi vivía en el tercer piso. Se sorprendieron al ver la luz que se filtraba por debajo de la puerta de la vivienda; ellos no habían encendido la luz de la escalera y las botas con suela de goma que calzaban ambos, silenciaron su llegada.

—Seguro que está durmiendo y deja la luz encendida por precaución. Prepárate, voy a pegar un tiro a la cerradura.

—Espera, Manel. Ponte de lado y dispara en diagonal, puede rebotar la bala y en vez de la cerradura ser tú el herido.

—Ya lo sé, Candela. No me pongas más nervioso.

Candela se apartó hacia un lado de la puerta pegando la espalda en la pared, con el arma sujeta con ambas manos a la altura del pecho. Manel alargó el brazo disparando con el cañón pegado a la cerradura. A pesar del silenciador, el ruido fue considerable. Afortunadamente la puerta se abrió sin problema cuando Candela lanzó una patada. Al mismo tiempo que ellos entraban en el piso, Gabi aparecía por el pasillo con los ojos desorbitados y un aspecto lamentable; en calzoncillos, camiseta y la barba crecida de varios días. Levantó las manos cuando Candela se lo ordenó.

—No, así no. Sobre la cabeza —Manel, entorna la puerta no vayan a empezar a salir vecinos.

Manel obedeció dócil a Candela, instando a Gabi a entrar en el salón. Sin dilación, le puso las esposas con las manos en la espalda y le obligó a sentarse.

—Coge las mías también, las llevo en el bolsillo. Pónselas en los pies. Este pájaro no es de fiar —sugirió Candela.

—¿Y ahora qué? —se envalentonó Gabi—. Me vais a dar el pasaporte, supongo.

—Sí, pero no al otro mundo —respondió Manel—. Eso sería hacerte un favor y quiero que te pudras en la cárcel pensando cada día en Miriam. Llama a Vázquez, Candela. Hagamos las cosas bien.

—A buenas horas lo dices…

Candela llamó a Vázquez. El inspector jefe reaccionó enfadado en un principio, complacido en el fondo y feliz al final al poder dar por concluido un asunto tan oscuro que había llevado a su jefe casi a perder la vida. Él no se anduvo con miramientos y le dio una patada al batería que caminaba delante de él. Le había quitado las esposas de los pies, pero las manos continuaban ligadas a la altura de las nalgas, de tal manera, los huesos de los dedos crujieron al romperse.

—Animal, me has roto los dedos… Soy músico, me has destrozado la vida…

—Andando, so cabrón, que tú ya no eres músico sino un futuro presidiario.

Manel tosía enrojecido por los estertores, pero no soltaba el cigarrillo. Vázquez se encaró con él.

—Y tú, deja ya el tabaco, ¡joder! que te vas a morir a lo tonto. Y vete a tu casa antes de que tu familia se dé cuenta que has desaparecido y empiecen a llamar a tu novia y se líe.

Epílogo

Había transcurrido más de un mes desde que Gabi fue conducido ante el juez. Los dos casos se habían cerrado. Casos, que sin guardar ninguna relación se habían convertido en uno; Salgado invitó también a Julia a la comida para celebrar que el médico le había dado el alta definitiva. Estaba mucho más delgado y se había cortado de nuevo el pelo. El restaurante elegido era el motivo de la conversación.

—Esto te va a costar una pasta, jefe —decía Candela mirando alrededor.

—Lo paga el Ministerio, no te preocupes. Tenemos premio en metálico por el caso del Barrio Chino —respondió Salgado con una de sus escasas sonrisas.

El restaurante lo había elegido expresamente. Pensaba que, no era justo que por haber sido herido de gravedad, la recompensa económica hubiera recaído en su persona, cuando él sabía que el trabajo más duro lo habían hecho los del grupo de Homicidios.

—El premio es tuyo, jefe. Podías haber aprovechado para cambiarte de casa y dejar el cuchitril ese donde vives.

—Mi casa no es ningún cuchitril, Candela. A mí me gusta. Eso tú que en el fondo llevas una pija en la entretela.

—Comisario, no me llames pija que sabes que me enciendo.

La mesa estalló en carcajadas. Un solemne camarero comenzó a servir el vino, no sin antes solicitar entre los comensales quién era el encargado de probarlo. La escena se congeló mientras se miraban unos a otros; la mesa la compartían todos los que habían intervenido en ambos casos, incluido el jefe de Estupefacientes. Los siete se miraron unos a otros, mientras el camarero continuaba con la botella en la mano esperando la decisión. Al final, fue Candela la que rompió el silencio.

—Yo creo que aquí la única que entiende algo de bebidas es la abogada —todas las miradas recayeron en Julia, que enrojeció—. Nosotros nos lo bebemos todo, vivimos en la calle y no siempre elegimos el restaurante. Así que por unanimidad, te ha tocado, Julia.

Vázquez, que no era muy amigo de discursos, levantó la copa cuando el desconcertado camarero consiguió servir la bebida una vez que la sommeliere hubo dado el asentimiento.

—Propongo que cada uno formule un brindis o un deseo. Ahí va el mío: brindo porque el grupo de Homicidios adquiera alguna vez un poco de disciplina —exclamó mirando a Candela.

Ella no tardó en responder.

—Yo brindo por que la disciplina se acerque a la práctica y a la eficacia en vez de condicionarla…

Nota final

Todos los hechos narrados son imaginados, así como los personajes. Nada de lo relatado guarda ninguna conexión con el Grupo Especial, ni con la policía de la época. La experiencia sólo ha sido un punto de apoyo para la creación de los personajes.

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