La trampa (35 page)

Read La trampa Online

Authors: Mercedes Gallego

Gabi y el Trepa lo pensaron y al final le quitaron las ligaduras de los pies encañonándole con su propia pistola.

—Ahora vamos a salir a dar una vuelta, pero como se te ocurra hacer el más mínimo movimiento te pego un tiro, me largo corriendo a buscar una ambulancia, me meto en casa de mi novia y me busco coartada para un mes, ¿te enteras?

—¿Y yo qué hago?

—Tú vas cubriéndome las espaldas con la pistola, que ya sabes cómo van estas cosas, y salimos de aquí como una pareja de policías. —mostró la placa de Manel—. Me lo llevo «detenido», así si nos ve alguien no pasa nada. ¡Vamos! ¡Cúbreme!

Momentos más tarde salían por la puerta; Gabi, exhibiendo la placa y el Trepa encañonando al policía. Las personas que circulaban por la calle se apartaban a su paso, por lo que, sin ninguna resistencia, alcanzaron el coche de Gabi. Empujaron de mala manera a Manel en el asiento trasero. No tardaron en abandonar el lugar a una velocidad considerable.

—Tú —gritó Gabi al Trepa—, encañona a este sin pestañear, que nos vamos a dar una vuelta.

—¿Qué piensas hacer con él? —respondió atemorizado el camello.

—Darle el pasaporte, claro. O te crees que lo voy a dejar así como así para que me arruine la vida.

Manel daba patadas sin cesar a los asientos delanteros; circulaban por la Autovía de Castelldefels y la conducción se hacía cada vez más complicada porque Manel no dejaba de moverse lanzando golpes sin dejarse intimidar por las amenazas del Trepa.

—Mira tío, que no me va de un muerto, ¿te enteras? O te quedas quietecito o te lleno de plomo.

—Ni se te ocurra disparar en el coche, ¿me oyes? Enseguida paro y lo dejamos atado a un árbol, será cuestión de que se muera solo para que el día que lo encuentren no nos carguen el muerto. Y tú, harás bien en salir del país, que te ayude el inspector o esa gente tan importante que dices conocer.

Rebasaron un hospital; a unos dos kilómetros encontraron un camino de tierra, que conducía a un paso subterráneo sin asfaltar, y llevaba al otro lado de la Autovía; continuaron adentrándose en una gran pineda hasta que Gabi paró el coche.

—¿Lo vas a dejar aquí? —preguntó el Trepa.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me lo cargue? Si las cosas se ponen chungas no me podrán encolomar el muerto. Venga, coño, dame la cuerda y déjate de hostias. Además, si nos cogen, siempre podemos cambiarlo por nuestra libertad.

El Trepa salió del vehículo hacia el maletero, mientras Gabi obligaba a Manel a salir del coche esquivando las patadas que lanzaba. Finalmente, lo agarró por la chaqueta y consiguió sacarlo, pero Manel aprovechó el impulso para lanzarse de cabeza contra el estómago del batería, que cayó al suelo entre exclamaciones de dolor. El Trepa revolvía el interior del maletero buscando la cuerda cuando el cuerpo de Manel se echó contra la puerta, apresando al camello antes de que pudiera darse cuenta. La pistola rodó por el suelo, Manel lo aprovechó para lanzarla de una patada lejos del alcance de ellos. El Trepa y Gabi intentaban incorporarse, pero antes de que pudieran hacerlo, Manel se perdió entre los pinos corriendo a gran velocidad. Eran cerca de las seis y la oscuridad amenazaba el ambiente.

—Pero mira que eres inútil, joder. Mira que no darte cuenta de nada —recriminaba Gabi.

—¿Y tú?, mira el listo. Un tío con las manos atadas te deja fuera de combate…

—Venga. Larguémonos, rápido.

—¿Y la pistola?

—Deja la pistola en paz, que no tenemos tiempo de ponernos a buscar.

—Pero no puede estar lejos, le dio así —hizo un movimiento con la pierna balanceándola en el aire—. Debe de haber ido hacia ahí.

—Que no, joder. Que dejes la pistola y vámonos de aquí. Tendrás que pedirle a tus amistades que me saquen del país a mí también. En cuanto ese cabrón se recupere y consiga hablar con sus colegas nos echan el guante en menos de media hora. Yo tengo amigos en Francia y podemos esperar allí, en le frontera francesa no hay problema, pero necesitamos pasaportes para cruzar el charco.

—Pero es que yo no tengo ni el carné, Gabi. Se lo quedaron los de la Brigada. Tampoco tengo guita. La tengo en mi casa.

—Entonces vamos a tu casa.

—Ni hablar; a estas horas aquello estará lleno de pasma.

Gabi lamentaba no haber matado a Manel, pero una cosa era meterle en un lío que crearle problemas para que tuviera que dejar el conjunto y otra muy distinta matar a alguien y menos, a un músico que había sido amigo suyo.

Se justificaba pensando que todo había sido culpa de Manel. Si él estaba actuando, se las componía para colar un solo de saxo y relegaba su batería a mera comparsa. No se dio cuenta hasta que se marchó dos años para hacerse policía. Entonces comprendió hasta que punto necesitaba deshacerse de él, pero no matándolo, claro, se decía al tiempo que deseaba lo contrario.

No fueron a casa del Trepa, pero se equivocaron. A esa hora, las siete de la tarde del viernes, todos se encontraban en el despacho de un comisario jefe, que buscaba refuerzos para enfrentarse a la desaparición de un detenido, un inspector, un policía corrupto y un presunto culpable de asesinato, llamado Gabi. Dos horas más tarde, cuando cesó la reunión y habían conseguido los refuerzos, ya no hacían falta, porque dos de los buscados ya no estaban a su alcance. Candela estaba segura que, de haber ido inmediatamente a casa de Gabi, no la habrían encontrado vacía y era muy probable que Manel, si estaba vivo, estuviese en poder del Trepa y de Gabi.

Cuando Manel oyó arrancar el coche desde los matorrales en los que se había escondido, empezó su maniobra para liberar sus manos.

«Lo primero que tengo que hacer es intentar pasar las manos delante; vamos a ver…»

Se tumbó en el suelo encogiendo las piernas todo lo que pudo, pegándolas contra su cuerpo. Las muñecas sangraban cuando por fin consiguió pasarlas por las nalgas y, contorsionando su columna, logró introducir las piernas en el espacio existente. Afortunadamente no habían cogido las llaves, que permanecían en el bolsillo pequeño del pantalón. Las extrajo ya sin dificultad y cuando consiguió abrir las esposas, una alegría cercana al triunfo recorrió su cara.

Era noche cerrada; sería muy difícil encontrar la pistola, aún así debía intentarlo. Empleó más de media hora en recorrer el espacio sin éxito, por lo que decidió abandonar la búsqueda. Miró la hora; eran casi las nueve. Imaginaba a sus compañeros buscando al Trepa, ignorando todo lo que él conocía, y rió para sí. No podía seguir en la policía, estaba claro de que no era su sitio. Su padre tenía razón, lo mismo que Ismael y todos sus amigos. Por mucho que cambiasen las cosas siempre habría un comisario como Salgado que se creían en posesión de la verdad solo por ostentar el mando.

El frío calaba sus huesos. Cuando salió de casa llevaba puesto un abrigo, pero había quedado olvidado en la sala de interrogatorios, después de la agresión y fuga del Trepa. Le dolía la nuca y el roce de las mangas de la camisa sobre las muñecas desolladas; a pesar de todo, continuó caminando hacia las luces que divisaba a lo lejos procedentes de los coches que circulaban por la Autovía. Tardó más de una hora en encontrarla pero no le sirvió de nada porque ningún coche paraba para recogerlo. Por fin, después de caminar durante más de media hora por el arcén, encontró un bar.

Lo primero que hizo, con un hilo de voz, fue pedir un coñac y un café con leche «muy caliente», e inmediatamente, preguntó por el teléfono y llamó a Julia.

La abogada estaba inquieta. Hacía más de una hora que Candela había llamado por última vez preguntando si sabía dónde estaba a lo que ella había respondido que suponía que se había incorporado al dispositivo con los demás. Cuando Candela puso al corriente a Julia de la actitud de Salgado, Julia puso el grito en el cielo tachando de fascista y autoritario al comisario. Discutieron hasta que Candela, dejándose llevar también por los nervios, colgó la comunicación, por eso, cuando Manel le pidió que no dijese a nadie que había hablado con él, ella respondió:

—Descuida. No lo haré. Por lo visto a la única que le importa lo que te ha pasado es a mí. Dame la dirección del bar, salgo inmediatamente a buscarte.

Julia insistió en llevar a Manel al despacho de una doctora amiga suya y él, que al principio lo había rechazado, terminó aceptando la ayuda.

Con las muñecas vendadas, un analgésico y la primera dosis de un antibiótico, Manel pensó que ya estaba todo, pero antes de llegar a casa de Julia su estado empeoró. Pasó todo el sábado postrado en la cama con fiebre. El domingo, la fiebre, como había pronosticado la doctora, subió hasta el delirio. Julia dudaba si debía avisar a los padres de Manel o al menos a Candela, pero cuando en alguna ocasión se lo había sugerido a él, éste se negó en redondo, pidiéndole por favor que lo dejase allí hasta que pudiera salir de la cama.

Candela había pasado el sábado y el domingo de un lado para otro siguiendo las órdenes del comisario, que cada vez estaba más desquiciado, hasta tal punto de que cuando se disponían a regresar de la comisaría de Castelldefels, donde les contaron que el inspector que buscaban se había tomado unos días de permiso y se había marchado, se negó a subir al coche en el que había ido con el comisario.

—Me largo en taxi, en tren, en autobús o andando pero no voy contigo, ¿me oyes? No tengo por qué aguantar tu mala leche ni un minuto más, y da gracias a que no doy cuenta de ti. Esas no son maneras de tratar a la gente, ¿te enteras? —dio un portazo y se alejó del coche.

Salgado arrancó sin volver la cabeza.

Un policía armado de la comisaría local que había presenciado la escena, cuando hubo desaparecido el coche del comisario, se acercó a Candela ofreciéndose a llevarla, si esperaba un momento para buscar un compañero que ocupase su puesto. Ella aceptó, y de madrugada, entró en su casa donde ni siquiera su amigo
Charly
le sirvió de consuelo. Estaba preocupada por Manel y cada vez más convencida de que la amistad con Andrés Salgado había terminado. Tampoco era hora para llamar a Julia; descartaba que Manel estuviera con ella, pero sobre todo, estaba segura de que si estaba allí, no se lo diría.

Capítulo 16

A Candela, el fin de semana le había cambiado algunos valores. Por una parte, el extraño suceso en el que se había visto envuelto Manel; por otra, el hecho de que su amiga Julia hubiera ligado con el policía, le producía inquietud, aunque todavía no sabía por qué. Y por último, pero no en el último lugar, su ruptura con Salgado. Dolía porque la decepción abarcaba toda su corta carrera policial y, lo que era peor, le cuestionaba su propia actuación. Todo el mundo decía que ella tenía «mala leche» ¿No estaría imitando el modelo de Salgado? Si lo hacía, era de forma inconsciente, pero mirando hacia atrás, se daba cuenta de que sí, que necesitaba frenar su carácter o terminaría como él. No quería ni pensar que si en el futuro llegaba a comisaria, su comportamiento fuese tan déspota como el de su jefe.

Estaba cada vez más angustiada por Manel. No se atrevía a llamar a Julia para no preocuparla, por si no estaba con ella. Aunque su amiga no le había dicho nada, Candela la conocía y sabía que Julia era una tumba y si Manel estaba en su casa y le había pedido ayuda, nunca lo traicionaría.

Caminaba junto a Diego en dirección a la calle del Carmen; aunque ninguno de los dos decía nada, en el ambiente flotaba la figura de Manel, hasta que Candela decidió romper el silencio materializando los pensamientos de ambos.

—Creo que voy a llamar a Julia. Estoy segura de que ella sabe adónde está Manel.

—Yo también lo creo y me da la sensación de que le ha pasado algo.

—Entremos aquí un momento y llamo —señaló la puerta de un bar.

Diego permaneció en la barra mientras Candela se dirigía al fondo del local donde se hallaba el teléfono público. La vio marcar un número y acto seguido, otro. La cara de Candela cambió de color tras los primeros segundos en los que no la vio pronunciar palabra. Cuando se reunió con él pagó apresuradamente los cafés instándolo a salir.

—Vamos Diego. No tenemos tiempo que perder. Manel está muy grave.

Diego la siguió apresurando el paso; corrieron hacia la Plaza de Cataluña por la avenida de Puerta del Ángel. Cuando consiguieron parar un taxi y le dio la dirección de Julia, Candela le explicó a Diego lo que sucedía.

—Me ha dicho Julia que es una larga historia y que no tiene tiempo, que está esperando una ambulancia.

—¿Pero qué pasa? ¿Está herido?

—No. Está enfermo.

—¿No te ha adelantado nada?

—Nada. Sólo me ha dicho que vayamos cuanto antes.

Manel ardía sudoroso postrado en la cama de Julia con los ojos entornados, murmurando palabras ininteligibles.

—Lleva así desde anoche; le pongo compresas frías y recupera un poco la consciencia, pero enseguida vuelve a estar igual. He hablado con Laura, una amiga mía que es médico, la que le curó las heridas. Me ha dicho que lo lleve al hospital de la Esperanza, que conoce al gerente y le harán un hueco.

—¿Hace mucho que has llamado?

—Unos diez minutos. Me han dicho que tardarían media hora.

—¿Has llamado a sus padres?

—No. Pensaba hacerlo desde el hospital.

—Julia, por Dios, ¿por qué no me has llamado?

—Lo he hecho pero nunca estabas en casa; en la Brigada tampoco te he localizado, no sabía dónde podía encontrarte. Estoy muy asustada, Candela… Manel y yo… si le pasa algo no sé qué voy a hacer…

Candela abrazó a su amiga con ternura; Diego las contemplaba consternado, pero su mente estaba demasiado ocupada en los acontecimientos en torno al policía y sin reparo, las interrumpió.

—Comprendo vuestros sentimientos, pero no podemos perder tiempo —miró con insistencia a Julia—. Escúchame, Julia. Manel no está así por casualidad, tú debes saber lo que ha pasado, necesitamos conocer detalles de todo para poder actuar.

—Ahora no, Diego. Media hora más no va a cambiar nada, te lo aseguro. Cuando se lleven a Manel te pongo al día, pero ahora lo único que me preocupa es su estado.

—Voy a llamar a sus padres ahora mismo —Candela se acercó al teléfono.

—Llama también al comisario —sugirió Diego.

Fue como si a Candela le hubieran destapado una espita que contenía el borbotón de palabras de odio hacia Salgado.

—¿A ese? Ni pensarlo. Él tiene la culpa de que Manel se encuentre en este estado.

En el hospital de la Esperanza esperaban a Manel; la amiga de Julia había hablado con la gerencia y cuando llegó la ambulancia, un equipo médico lo reconoció de inmediato y le diagnosticaron neumonía. Cuando los padres de Manel entraron en la sala de espera en la que aguardaban Julia, Diego y Candela, Manel se encontraba en Radiología para conocer el alcance de la enfermedad.

Other books

The Covenant by Naomi Ragen
Men of No Property by Dorothy Salisbury Davis
Airman's Odyssey by Antoine de Saint-Exupéry
Santa Baby by Katie Price
I Promise You by Susan Harris
A Reason to Stay by Kellie Coates Gilbert
Corrupted by Alexis Noelle
Trigger Point by Matthew Glass