Authors: Mercedes Gallego
Salgado estaba convencido de que había actuado como tenía que hacerlo y lo peor era que el muy capullo se había ido solo a buscar al detenido que se había escapado. Lo suyo, si sospechaba dónde se encontraba, era decírselo a él y montar el servicio… Eso era lo que debería haber hecho. A lo mejor él se había pasado un poco mandándolo a la mierda, pero el inspector tampoco se había hecho de rogar, había salido por piernas de allí. Seguro que ya lo tenía todo planeado y quería aparecer como un héroe delante de los demás dejándolo a él en ridículo. Eso era lo que el niñato ese buscaba. Dejarlo en ridículo, como todos.
La conversación entre Candela y Julia discurría por el mismo derrotero que los pensamientos del comisario, aunque Candela no era muy benévola con su jefe.
—Un acomplejado, eso es lo que es, Julia, un acomplejado. Desde que corren rumores de que la ley de la policía va a exigir título universitario a los mandos, no le llega la camisa al cuello, y lo paga con nosotros.
—Eso por un lado —respondía Julia encantada de poder criticar al comisario—. Por otro, qué quieres que te diga, pero tiene un tufillo a facha que tira para atrás. ¿No lo ves? Pretende que todo el mundo «forme filas» ante él y espere órdenes, no puede soportar que los demás piensen, y muchas veces, con mejor criterio que él.
—Tampoco es eso, Julia. Si no hubiera una dirección coordinada muchos servicios se irían a la mierda. Yo comprendo que hasta cierto punto tiene razón en controlar que no vayamos por libre, ahora que eso no quita que muchas veces se pase.
—Pues con Manel se ha pasado, y mucho. Estoy segura de que ha influido que Manel sea de izquierdas. En el fondo padece la misma comunistofobia que toda la policía.
—¡Vaya palabro que te acabas de inventar!
—Y tú, ¿qué piensas hacer?
—No lo sé, pero me incorporaré mañana. No puedo permitir que el caso que llevamos Diego y yo sufra más retraso. Ahora pensaba llamar a Vázquez para decírselo.
—¿A estas horas? Yo creo que ya no estará en la Brigada. Son más de las ocho.
El teléfono cortó la conversación. Era la madre de Manel pidiéndole a Julia que acudiese al hospital porque su hijo estaba mejor y no paraba de preguntar por ella.
—Ahora mismo voy —oyó Candela.
—¿Es Manel? —preguntó ésta.
—Su madre. Me ha dicho que Manel no para de preguntar por mí, que está mucho mejor. Me voy ahora mismo, ¿te vienes?
—Desde luego, me muero de ganas de verlo.
La recepción del hospital estaba vacía, por lo que ambas entraron sin problema en la habitación del enfermo.
Manel estaba muy pálido y la barba de tres días ensombrecía su cara. Un gotero colgaba a la izquierda de su cama conectado al brazo del enfermo. La cara de Julia se llenó de lágrimas al verlo, pero ella las apartó de un manotazo y se acercó. Los padres, que estaban sentados en un sofá situado debajo de la ventana, se levantaron al verla.
—Ya tienes aquí a tu abogada, hijo —la madre miró a Julia con ternura—. No ha hecho más que preguntar por ti desde que ha despertado.
—Vamos fuera un rato —dijo el padre cogiendo del brazo a su mujer—. Ellos tendrán ganas de hablar.
—Sí, pero poco tiempo, que la doctora ha dicho que está muy débil y tiene que descansar.
Julia miró a Candela, que comprendió de inmediato.
—Les acompaño, luego entraré a despedirme. Me basta con saber que está mejor. ¡Menudo susto nos ha dado!
—Y que lo digas,
filla meva, anda, vine amb mi,
que me parece que no hacemos mucha falta…
Entraron juntos a la sala de espera donde los familiares de otros enfermos se agolpaban formando grupos. El padre de Manel ofreció un cigarrillo a Candela:
—¿Qué pasa con Gabi, Candela?
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque mi hijo no ha parado de nombrarlo mientras estaba medio inconsciente. Cuando se ha recuperado se lo he preguntado pero no ha soltado prenda. A mí nunca me ha gustado ese chico, se lo he dicho siempre a Manel, que no miraba de frente —intervino la madre.
—A ti no te gustaba nadie que tuviera que ver con la banda de música, eso no es nuevo.
—Con Gabi pasan muchas cosas, señor Romeu, pero no soy la indicada para contarlas. Pregúnteselo a Manel cuando esté mejor.
—¿Van en serio tu amiga y mi hijo? —a la madre, una vez superada la angustia por la salud de su hijo, le preocupaba más la vida amorosa que lo sucedido en torno al batería.
—Tampoco soy la indicada para responder a eso, además, no tengo ni idea. Lo único que puedo dar es mi opinión, porque a Julia la conozco desde hace muchos años y me parece que esta vez es muy diferente.
—¿Eso qué quiere decir? ¿Que tiene un novio cada poco?
—No, mujer, no… —Candela se reía de su metedura de pata—. No quería decir eso, si no que nunca la había visto tan… tan colgada, vamos.
—Pues a ver si esta vez el chico sienta la cabeza y deja de una vez la música y todo ese mundo que no conduce a nada.
Candela no se sentía cómoda hablando de su amiga y mucho menos, de su compañero; intentaba escabullirse como podía del acoso de los padres de Manel. Julia salvó la situación cuando se unió a ellos.
—Quiere hablar contigo, Candela. Me imagino que será de trabajo; no le des alas, que todavía está muy débil.
—Descuida, Julia. Soy única para irme por las ramas.
No iba a ser tan fácil como ella suponía; Manel se había recuperado lo suficiente como para ponerla en aprietos puesto que ella desconocía la respuesta a la mayoría de sus preguntas.
—Así que te has largado sin más —decía un indignado Manel.
—Y qué querías que hiciera, Manel. O eso, o pegarle un par de hostias al jefe.
—El jefe tiene razón. No debí entrar en el caso sin haber hablado antes con él. Si os hubiera buscado antes de ver al Trepa, a estas alturas tendríamos el caso cerrado y yo no estaría aquí.
—¡Lo que me faltaba por oír! Que seas tú precisamente el que defienda al impresentable del jefe.
—Mira Candela, seamos justos: la culpa de lo que ha pasado es mía, y de nadie más. Sólo a mí se me puede ocurrir meterme en la guarida del lobo sin pensar en que podía pasar lo que pasó. Tengo que dar gracias de poder contarlo, así que, hazme un favor. Llama al comisario ahora mismo y dile que venga a verme en cuanto pueda.
—Ni lo sueñes. Yo no pienso llamar.
Sin darse cuenta, ambos iban alzando la voz, hasta que una enfermera entró en la habitación y le rogó a Candela que saliera de allí; cuando lo hizo, intentó tranquilizar al enfermo que sudaba copiosamente. La inspectora abandonó la habitación sin decir nada y lanzó una última mirada al maltrecho Manel. Acto seguido se despidió Julia y de los padres de Manel, que la miraba extrañada sin entender nada.
—¿Pero dónde vas tan deprisa? —preguntó Julia.
—A mi casa, Julia. Manel ya está fuera de peligro y yo tengo mucho trabajo.
—Pero…
Candela ya no la oía; corría por el pasillo para salir cuanto antes del hospital. Los padres de Manel miraron a la abogada interrogantes.
—¿Qué ha pasado?
—Vamos a la habitación —dijo el padre.
Cuando entraron los tres en la habitación, la enfermera miraba el termómetro que acababa de poner al enfermo. La fiebre había vuelto a subir.
—Será mejor que se quede usted sola con él —miró a la madre del policía—, y que no reciba visitas hasta que no lo autorice la doctora, ahora mismo me voy a hablar con ella.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Julia.
—Eso pregúnteselo usted a la mujer que acaba de salir, yo lo único que sé es que oí voces y cuando entré, ella y el enfermo discutían acaloradamente. Mire usted el resultado.
Candela bajó la cuesta de la calle San José de la Montaña dejando atrás el hospital. Una vez en el Cinturón de Ronda, paró un taxi y le dio la dirección de su casa.
Estaba furiosa consigo misma y también con Manel. Encima le daba la razón al comisario. No, si al final iba a resultar que ella, que esta vez no había ido por libre, era la única que plantaba cara al despotismo de Salgado, por más que comprendiese que el comisario, desde que era jefe de la Brigada, no era el mismo.
Desde que había abandonado el hospital el día que discutió con Manel, Candela no había vuelto; tampoco le había transmitido a Salgado el recado de Manel para que fuese a verlo. La mañana siguiente, de nuevo en la Brigada, la empleó en leer las notas procedentes de las escuchas del teléfono de Mefisto. Su nuevo compañero tampoco estaba en Homicidios, Salgado había ordenado a Vázquez que hasta que «las aguas volvieran a su cauce», el caso del Barrio Chino quedaba en suspenso.
—Pues no estoy de acuerdo, Tomás. Al menos déjame ir a ver a la mujer de la primera víctima; hace casi una semana que nos llamó y va a creer que no nos importa. No creo que me vaya a meter en ningún problema por ir a ver a una viuda de sesenta años.
—No es eso, Candela. No es eso. Es que de nuevo nos pasamos las órdenes de comisario por el forro. Si él ha dicho que lo dejemos estar de momento, nuestra obligación es dejarlo.
—¿Tú has leído las notas que nos han bajado de Información?
—Sí, claro.
—¿Y no le has dicho al comisario que hay cosas en ellas que pueden solucionar el caso?
—No. La verdad es que no he hablado con él del tema.
—Y ¿por qué?, si se puede saber.
Sin dejar hablar a Vázquez, Candela continuó:
—No, espera. No me respondas, lo haré yo: porque no te has atrevido, porque con Salgado no se puede hablar, sólo se puede escuchar y cumplir las órdenes sin rechistar. Ahora mismo me voy a verlo.
—Yo no lo haría, Candela.
—Pero yo no soy tú. Ahora vuelvo.
—Adelante —oyó Candela cuando tocó con los nudillos la puerta del despacho del comisario.
La cara de su jefe parecía tallada en granito. No expresaba ni enfado ni alegría, ni siquiera reproche o esa expresión cínica que tanto molestaba a todos. Absolutamente nada. Al ver que la inspectora permanecía callada, preguntó con un tono de voz tan neutro como su cara.
—¿Qué quieres?
—Me ha dicho Vázquez que has suspendido momentáneamente la investigación del Barrio Chino y que Diego está asignado a otro servicio.
—Así es —respondió en la misma línea Salgado.
Candela, antes de enfrentarse una vez más con su jefe sondeó el terreno.
—¿Te ha informado Vázquez del contenido de las últimas escuchas del vidente?
—Si, se las di yo.
—¿Y no vamos a hacer nada?
—De momento no. ¿Algo más?
Candela estaba a punto de explotar, pero logró contenerse.
—¿A qué servicio has destinado a Diego?
—Esas cuestiones las tienes que tratar con el jefe de grupo. Y ahora, si no tienes nada más que decirme, retírate. Tengo mucho trabajo.
Candela dio media vuelta sin contestar; cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, oyó a Salgado.
—Si piensas ausentarte del servicio haces una minuta pidiendo días de permiso. Aquí nadie tiene bula para escaquearse.
Abandonó el despacho sin responder. Era lo último que le faltaba, que el comisario le dijera que ella se escaqueaba. Una vez más, decidió ir por libre; regresó a la sala de Homicidios a buscar su chaquetón y el arma reglamentaria que, como siempre, descansaba en el cajón de su mesa. Vázquez la observó sin decir nada y ella abandonó la sala en silencio.
No aguantaba más. Seguro que el comisario había destinado a todo el mundo a la búsqueda del Trepa, como si no hubiera ya un dispositivo de alerta emitido a toda España, incluso se había extendido a la Interpol. ¿Qué sentido tenía dejar a la Brigada sin policías? Además, parecía que Salgado le estuviera haciendo el juego al juez. Eso debería ser, que el juez presionaba para que su chapucera actuación ante lo sucedido con Manel no saliese a la luz. Sopesó la idea de ir a ver al jefe superior, pero la descartó, consciente de que su fama de insubordinada no sería la mejor carta de presentación.
Estaba muy nerviosa. Antes de iniciar su solitaria investigación decidió entrar en el Condal para tomar un café; se habían hecho las diez de la mañana entre unas cosas y otras y tenía por delante demasiadas gestiones, para perder el tiempo, pero en el estado de agitación que se encontraba no era muy oportuno presentarse en casa de Rosa, la viuda de la primera víctima, que esperaba hacía varios días la visita de la policía.
Virginia se hallaba acodada en un extremo de la barra; tenía mala cara y estornudaba sin parar. Candela se acercó a saludarla.
—No te acerques que te lo pego —un estornudo acompañó sus palabras.
—Ten cuidado no te pegue yo la mala leche —respondió Candela con una sonrisa.
—Te he llamado varias veces, pero no estabas ni en el Homicidios ni en tu casa.
—¿Has llamado a mi casa?
Virginia miró de un lado a otro antes de responder.
—Si te parece damos una vuelta, aquí oye hasta la cafetera.
Efectivamente; el dueño del bar siempre pasaba la bayeta en el momento y rincón oportunos. Candela todavía no había pedido la consumición y propuso a Virginia un bar distinto.
—¿Qué pasa que no estás de vigilancia?
—No me encuentro bien. Me iba a ir a casa antes de que me suba la fiebre, pero al final decidí tomarme una aspirina con algo caliente a ver si consigo tirar. ¿Y tú?
—Ya ves; no es mi mejor momento.
—Me lo ha parecido. Tienes una cara que hace honor al refrán en eso de que es el espejo del alma. A ver si consigo alegrártela con mis noticias: han quitado la intervención a tu teléfono.
—¡Joder, es verdad! Ya ni me acordaba, te lo juro. En mi Brigada son únicos para conseguir que una se olvide de sí misma.
Los estornudos de Virginia no cesaban; se hallaban en la Plaza de la Catedral, muy próxima a la jefatura. Candela señaló un bar que había frecuentado con Salgado.
—Ven, entremos aquí. Tú no estás para dar paseos con el frío que hace.
—Creo que me voy a ir a casa. Lo único que me apetece es meterme en la cama tapada hasta el cuello y dormir.
—Si quieres lo dejamos para otro día.
—No, tranquila. No es más que un catarro.
—Una cosa que sí me gustaría saber es por qué me intervinieron el teléfono.
Virginia miró a uno y otro lado antes de elegir una mesa apartada, lejos de las que se encontraban ocupadas.
—Supongo que tarde o temprano te enterarías, ahora ya es vox populi, así que nadie va a sospechar que he sido yo la que te lo ha dicho. Verás, fue a raíz de la muerte de la amiga de Manel. Todo resultó muy rocambolesco y, aunque el jefe superior no dijo nada a tu comisario, decidió dar cuenta a Madrid de lo sucedido. Está todo en el informe.