Authors: Mercedes Gallego
—Que ahora va a notificar el fallecimiento de Miriam a la familia. Que con la situación que se creó se le pasó lo de ir a verlos. Dice que lo hará él.
—¿Le has preguntado si puedo ir yo?
—Descartado; quiere hacerlo personalmente. Insiste en que sigamos con nuestro caso como si nada.
—¡Pero cómo vamos a seguir como si nada, joder! Miriam ha muerto, me lo pueden cargar a mí y pretende que siga trabajando como si nada. Este tío está loco.
—Ya está bien, Manel. Te has metido en un buen lío tú solito. Has puesto al comisario en una situación contraria a su forma de pensar, hipotecando su prestigio y su rectitud ante un juez, que todavía no sabemos qué pedirá a cambio, pero no tardará en salir, descuida. ¿Y tienes la desfachatez de criticar al comisario? Lo tuyo es de psiquiátrico, Manel.
—Yo no tengo la culpa de lo que ha pasado.
—¿No? Si cómo dijiste los últimos que se quedaron contigo fueron el Flaco y su amigo, dos mierdas de camellos, ya me contarás quién tiene la culpa. Si no te metieras porquerías en el cuerpo, ni siquiera los hubieras conocido.
—Te juro que después de ésta no me quedan ganas de tomar nada. Es más, pienso dejar el jazz. No volveré al conjunto. Se acabó. Seré policía, si me dejan, claro, porque según están las cosas…
—Todavía lo eres, así que acábate el café y vamos a organizar el trabajo para hoy. Esta noche sin falta tenemos que ir al bar donde jugaban la partida los dos fallecidos.
Candela se dirigió a la barra con intención de pagar los cafés. Manel ni siquiera se movió. Miraba absorto la taza llena con la mente muy lejos de allí. La voz de su compañera instándole a salir lo sacó de la maraña de pensamientos que iba hilvanando sin ningún propósito definido.
—Seguimos sin saber dónde trabajaba Cayetana por las tardes. A lo mejor en el bar saben algo; valdría la pena ir allí tirando de placa, para interrogar al dueño como Dios manda de una puta vez.
—Antes deberíamos pasar por Información a ver si nos entregan algo de las escuchas del teléfono del vidente.
—Es verdad, con todo este follón, no he vuelto. Iré ahora mismo. Márchate a casa, Manel. Nos vemos luego y vamos al bar. Tienes muy mala cara.
—¿Y qué cara quieres que tenga? No he pegado ojo desde el domingo.
—Por eso te lo digo. Necesito que estés en forma cuando vayamos al bar.
Candela consiguió convencer a Manel para que se fuese a descansar y poder acudir a la cita con el comisario a la hora convenida. Salgado se encontraba allí cuando ella entró en el bar.
—Lo siento, jefe. Me he entretenido más de la cuenta; no había forma de deshacerme de Manel —desde la mesa pidió un café al dueño del bar.
—Menudo papelón acabo de hacer. La madre está destrozada, pero el padre… ¡Bueno se ha puesto! La pobre mujer no tenía fuerzas ni para enfadarse. El tío ha amenazado con poner una denuncia en el juzgado.
—¿Sabe que Manel es policía y que a lo mejor la mataron con su arma?
—Todavía no, pero no tardará en enterarse.
—Espera. Voy a llamar a Jesús para que no se lo diga.
—¿Jesús? ¿Quién es ese?
—El marido de Bea; un matrimonio amigo de Miriam que estaban allí aquella noche. Para eso quería hablar contigo, vaya nochecita he pasado, pero ha valido la pena. Me he enterado de un montón de cosas.
Brevemente, para llegar cuanto antes al final, sin mencionar algunos detalles, como la presencia de Julia, puso al corriente al comisario de las personas que rodeaban a Manel aquella noche, haciendo hincapié en que los últimos que recordaba haber visto el inspector, eran el camello y su amigo.
—Tengo que ver a Leandro ahora mismo, pero antes me pasaré por jefatura por si han terminado el informe de la autopsia y han extraído la bala. Si como me temo es de la pistola de Manel…
—¿Para qué quieres ver a Leandro?
—¿Tú qué crees? Al Flaco y a su amigo no les vamos a ver el pelo por el bar, tengan o no algo que ver. Los camellos huelen a la policía a distancia.
—Yo pensaba ir por allí en cuanto abran a tomar una copa con Julia.
—No metas a la abogada en esto, Candela. Sólo nos faltaba eso.
—Nadie sabe que investigo para ti. Iba a ir por libre, pero a Manel no hay quién lo pare, te lo advierto.
—Pues apáñatelas como te dé la gana, pero no quiero verlo merodeando por el caso y menos, que lo vean Morell y García. Y tú, al tanto, que te los puedes encontrar allí.
—Ya lo he pensado, pero tengo intención de hacerme la loca. Por eso es mejor que Julia venga conmigo.
—No se lo van a tragar. Ojito con esos que son capaces de hablar directamente con el juez sin pasar por mí.
—¿Pueden hacer eso?
—En teoría, no, pero este caso se me ha ido de las manos.
Salgado se retiró el pelo con su gesto habitual, aunque la confusión que reflejaba su cara no lo era. Por primera vez en su carrera se encontraba atado de pies y manos con el horizonte impregnado de una amenaza desconocida. Había ingresado a los veintidós y ahora, recién cumplidos los cuarenta, en la cumbre de su carrera, veía peligrar su futuro.
—¿Cómo se llama el juez?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Te lo puedes imaginar, para saber con quién nos las vemos.
—Se llama José Antonio Moreno de la Canasta. ¿Te suena?
—Desde luego que no, con esos apellidos no me habría olvidado de él. Suena a guasa, ¿no?
El comisario retomó la conversación.
—No estoy muy de acuerdo con lo que has hecho, Candela. Eso de pasarte la noche hablando del caso con un grupo de gente desconocida no es muy profesional, que digamos.
—Serán desconocidos para ti, pero excepto Jesús y Bea, los demás no lo son. De Julia y Manel no tendrás ninguna duda, supongo.
—De Julia evidentemente, no, pero hoy por hoy no descarto que Manel, con drogas o por lo que sea, no haya disparado.
Candela guardó silencio. Era evidente que Manel había contado a su jefe que consumía cocaína. Salgado tenía razón, el efecto de algunas drogas es imprevisible, según decían los expertos, y ella era una ignorante en el tema. En algún momento debería dejar de serlo.
—¿Te puedo acompañar a hablar con Leandro?
Salgado sopesó unos instantes la petición. Al final estuvo de acuerdo.
—De paso le dices que te dé bibliografía; a ti que te gusta tanto leer, no te vendría mal enterarte de qué van todas esas mierdas, porque nos las estamos encontrando en todos los casos. ¿A qué hora tienes que volver al trabajo?
—He quedado con Manel a última hora de la tarde para ir al bar donde se reunían dos de las víctimas a jugar la partida, ¿por qué?
—Entonces vamos ahora a ver a Leandro; luego miraré lo de la autopsia.
—También tengo que ir a Información, por si de una puñetera vez me pasan algo del vidente.
Candela siempre había llevado el pelo largo, una melena que recogía en una cola. Ese día lo llevaba suelto; el viento que los recibió cuando salieron del bar lo alborotaba. Lo mismo le sucedía al comisario, desde su juventud lucía una melena corta que inútilmente intentaba sujetar detrás de las orejas. Ese fue el tema de conversación mientras se dirigían a la Plaza de la Villa de Madrid, donde Salgado había aparcado el coche de la jefatura.
—A veces echo de menos un corte de pelo. ¿Tú no lo has llevado corto nunca? —preguntó a su jefe.
—Ya ni lo recuerdo. Lo dejé crecer cuando salí de la Escuela de Policía y siempre lo he llevado igual, aunque cualquier día me lo corto, ya empiezo a tener entradas.
—Entradas, no, pero alguna cana que otra…
La conversación era necesariamente intranscendente. El silencio pesaba demasiado cuando se producía; ninguno de los dos quería compartir sus pensamientos. Los del comisario, sombríos como quien espera que de un momento a otro suceda algo terrible. Los de Candela, llenos de incógnitas sobre la suerte que correría Manel, y lo poco que ella podía hacer para evitarlo.
Aparcaron delante de la comisaría de la calle Enrique Granados, donde se encontraba el Grupo de Estupefacientes. El comisario Leandro Gil los recibió cordialmente. Conocía a Candela desde el verano de 1976, hacía ahora tres años, cuando un hecho colateral al asesinato que investigaba Candela en Tenerife, sacó a la luz la actuación de un policía destinado en la capital de la isla, que aprovechaba su cargo para sustraer la droga incautada y comerciar con ella.
—Candela, me alegro mucho de verte. No había tenido ocasión de felicitarte por tu ingreso en el cuerpo —la abrazó efusivamente; Candela correspondió al comisario devolviéndole el saludo.
—Te lo agradezco de veras, Leandro. Yo también me alegro de volver a verte.
Después de intercambiar el saludo rutinario con Salgado, se interesó por el motivo que los había llevado hasta allí.
—Bueno, vamos al grano, que vosotros no os prodigáis con las visitas de cortesía. ¿Qué os trae por aquí?
—Es un asunto largo y farragoso. ¿Has comido?
—No. Pensaba ir a casa, pero si esperas un momento, llamo y comemos por aquí.
La comida discurría en silencio una vez que Salgado puso al corriente a su compañero de la situación en la que Manel estaba envuelto y la sospecha sobre los traficantes.
Leandro era tal vez el único amigo de verdad que Salgado tenía entre los policías. Un hombre pausado y trabajador, un poco entrado en carnes, rubio, casi albino, con unas gruesas gafas de montura de carey con cristales de aumento que resaltaban sus ojos azules. Permaneció pensativo reflexionando sobre lo que acababa de oír.
—Esto que me cuentas es muy grave, Andrés. No estoy muy seguro, pero yo creía que el Flaco estaba en la cárcel. No sé cuantos años le cayeron, pero me parece que no debería estar por ahí. A lo mejor salió con la amnistía. Cuando regresemos a la comisaría lo comprobaré.
—O sea que lo conoces.
—Ya lo creo; menudo pájaro.
—¿Tienes fotos de esta gente? —preguntó Candela.
—¿Te refieres a traficantes? Alguna hay. A veces los detenemos pero luego se libran de la quema, aunque eso sí, de la ficha no se libran. ¿Por qué?
—Por si me puedes las puedes enseñar, mejor dicho, darme una copia para ver si Manel reconoce al amigo del Flaco.
—No se te ocurra enseñar nada a Manel, Candela. No quiero que se entere que llevamos una investigación paralela, ya lo conoces, y puede liarla —añadió Salgado.
—Mira Andrés, si no permitimos que colabore con nosotros, lo hará por su cuenta, lo que puede ser más peligroso, porque entonces no lo tendremos controlado. Yo creo que haces mal dejándolo al margen. Es el único que sabe lo que sucedió.
—Coño, Candela. Pues si lo sabe que me lo diga y se deje de hostias.
—No digas tonterías, ya nos ha dicho lo que sabe, además, ¿te quedarías tú al margen si te hubieran tendido una trampa? Yo desde luego que no —respondió tajante Candela.
—¿Cómo es el inspector Romeu? —preguntó Leandro.
Salgado iba a responder, pero Candela se adelantó.
—No, déjame que le responda yo, porque tú no lo conoces. Sólo sabes que él recaló en nuestra Brigada precedido por un halo de polémica por la bronca que tuvo en Madrid. Manel nunca dio explicaciones y eso, en mi opinión, le enaltece, porque en ese momento era fácil ponerse la medalla de demócrata, criticando a los fachas. Él no lo hizo. Guardó silencio y se puso a trabajar.
—Bueno, lo que yo sé es que se lió a hostias con un policía de su grupo porque le recriminó que hablase catalán cuando llamaba por teléfono —añadió Salgado.
—Ese fue el detonante —puntualizó Candela—, pero lo que no sabes es que la animadversión de los de la Social Madrid hacia Manel, era anterior al asunto del catalán. Organizaron una «guerra contra el rojo», como ellos decían, y desoyendo las órdenes, propinaban palizas, hostigaban y perseguían a personas que por ley gozaban de todos sus privilegios. Ahí empezaron las divergencias y no porque él llamase a sus padres por teléfono empleando el catalán. Por algo será que sus compañeros le tildaban de «rojo de mierda».
Leandro los escuchaba tratando de hacerse una idea sobre la personalidad del policía, sin conseguir hasta el momento vislumbrar algo que tuviera que ver con las drogas.
—Todo eso está muy bien, pero no acabo de comprender cómo ha llegado a tener amistad con un camello. Lo que yo quería saber es si consume drogas o está relacionado con ese mundillo.
—Manel es músico, Leandro —continuó Candela—. El mundo de la farándula y la droga siempre han mantenido una relación muy estrecha —Candela no deseaba poner de relieve ante el jefe de estupefacientes que su compañero consumía cocaína desde hacía unos meses.
Salgado la miró inquisidor.
—Escúchame Candela. Manel ha hablado conmigo del asunto y no es cuestión ahora de tapar algo tan grave. Sí, Leandro. Además, consume coca.
Candela puntualizó.
—Parece que desde hace unos meses, sí. Fue el batería del conjunto quién le invitó a las primeras rayas.
—Mejor dejáis para otro momento vuestras peleas por el funcionario y nos centramos en el caso —intervino Leandro—. Aquí lo que parece es que alguien ha iniciado intencionadamente a un policía en el consumo de droga. Claro que el inspector Romeu no es ningún niño, él deberá asumir su parte de responsabilidad, pero esto huele a una trampa orquestada desde hace meses y que ha terminado de la peor manera posible. Por alguna razón, el juez te quiere tener controlado y el inspector Romeu no es más que una pieza en el rompecabezas. Pudo tocarte a ti, Candela.
Salgado saltó como una liebre.
—Dudo mucho que a Candela puedan tenderle una trampa tan burda, nunca hubiera aceptado una invitación semejante.
—Gracias jefe —respondió sonriendo Candela.
Leandro también sonrió constatando una vez más cómo el comisario defendía a su colaboradora.
—Lo digo en serio, Leandro. El inspector Romeu nos ha metido en un problema muy grave. Si hacemos las cosas como Dios manda, salta el escándalo y perdemos no sólo a un policía, sino el prestigio del cuerpo, en un momento delicado. Por otra parte, si hago la vista gorda y acepto los favores del juez, no tardará en reclamar el precio. El hecho de que haya pedido que la investigación la lleven Morell y García huele que apesta. No sé que se trae entre manos pero me temo que no tardaremos en saberlo, si no, al tiempo.
—Sí. A mí también me huele mal. Déjame que mire lo que hay del Flaco; con un poco de suerte encuentro fotos de los que trabajan con él —tras una pausa, el jefe de Estupefacientes, añadió—: hablando de otra cosa, Andrés, yo creo que Candela tiene razón. Deberías dejar a Manel que colabore en vuestra investigación. Él mejor que nadie puede ayudar a esclarecer esta burda historia.