La trampa (21 page)

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Authors: Mercedes Gallego

Resguardándose en un portal, sacó del bolsillo del chaquetón el plano que Gabi había dibujado, e intentó localizar la casa en la que esperaba encontrar al Flaco. Eran las once y media; Cataluña votaba el estatuto y él buscaba esclarecer la muerte de su amiga, pero por encima de todo, buscaba saber si él había sido el causante, algo que había empezado a pensar.

Un individuo malcarado al que le faltaban dientes se acercó al verlo consultar el improvisado mapa.

—¿A quién buscas? —le preguntó.

Manel iba a responder con un exabrupto, pero lo pensó mejor. Tal vez pudiera serle útil la ayuda.

—Al Flaco —respondió sin apenas mirarlo.

—No está. Se ha largado de vacaciones.

—¿Cómo que se ha largado de vacaciones? ¿Adónde?

—Ni idea, tú. Pero seguro que no está. Vive ahí —señaló un portal—, en el bajo. Su madre sí que está.

Retrocedió unos pasos y entró en el portal. Encontró dos puertas y llamó en la que el individuo le había indicado.

El aspecto de la mujer que apareció tras la puerta no era tranquilizador; llevaba el pelo cano recogido en un moño y vestía una bata guateada con algunos lamparones en las solapas, además de pequeños agujeros con el ribete marrón, probablemente hechos por la brasa de algún cigarrillo.

—No está —respondió cuando preguntó por el Flaco.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—No sé. Ya es mayorcito para no dar explicaciones.

Manel no estaba para contemplaciones ni tenía intención de dejarse intimidar por los modales de la señora. De un empujón la introdujo en la vivienda y cerró la puerta a sus espaldas.

El arma reglamentaria estaba en poder del juzgado y él se había comprado otra. Lo que se proponía hacer no era para ir alardeando de ser policía. Reservó la pistola y sacó un cuchillo que llevaba escondido, se abalanzó sobre la mujer inmovilizándola con un brazo. La mano libre esgrimió la hoja acercándosela al cuello mientras repetía la pregunta.

—¿Dónde está?

La madre del Flaco no gritó. ¿Para qué? En la Mina nadie acudía a los gritos de auxilio, cada uno ventilaba sus asuntos en solitario, por lo que, con una parsimonia que impresionó a Manel, apartó la hoja de su cuello mientras decía:

—En Lloret. Se ha ido a casa de sus colegas.

—¿Dónde está la casa de sus colegas, señora? No me ponga nervioso que no estoy para hostias.

—No tengo ni idea de cómo se llama la calle. Yo no he ido nunca, pero sé que está en las afueras, casi al lado de dónde empieza la Collada de Tossas; se lo oí decir un día que vino a verle un colega y hablaron de la casa.

—Será mejor que me haya dicho la verdad, por su propio bien.

—Es usted muy «convincente» —respondió señalando al cuchillo. Y ahora, lárguese de una vez y déjeme en paz.

Manel no esperaba que la madre del Flaco se viniese abajo tan pronto, pero el instinto de supervivencia de la Mina estaba muy arraigado en sus habitantes porque sabían que sus vidas sólo les importaban a ellos mismos. Total, su hijo era mayorcito, ya había cuidado de él muchos años, si se había metido en líos con el barbudo, que se apañase, ella no estaba dispuesta a jugarse el cuello ni por él. Nadie merecía nada.

Siguió carretera adelante hacia Lloret. Alrededor de las tres se hallaba en las inmediaciones de la discoteca Pachá, situada muy cerca de donde se iniciaba la carretera de la collada que le había dicho la madre del Flaco. Aparcó el coche en la parte trasera y se dispuso a recorrer la zona. Divisó a lo lejos dos casas que a todas luces no eran residenciales; se adentraban en el campo rodeadas de matorrales silvestres y sin caminos de acceso. En una de ellas había un coche aparcado, y junto a él, una moto.

El coche era un Citroën BX. El mismo modelo que muchos de los que disponía el Parque Móvil. El color verde oscuro inconfundible le hizo pensar en el que habían utilizado él y Candela en días anteriores, pero no recordaba la matrícula; por otra parte desde esa distancia no se distinguía. Regresó al suyo y esperó dentro. Sabía que no encontraría a Candela en la Jefatura; ella formaba parte del dispositivo especial montado para las votaciones. No se atrevió a llamar a Vázquez para preguntarle la matrícula del coche. Sólo podía esperar a que alguien se subiera en él para saber a quién pertenecía. La moto era del Flaco, se la había visto en varias ocasiones.

Tenía hambre y estaba agotado. En ese momento echaba de menos una raya, pero ni tenía ni pensaba sucumbir, aunque sus manos temblaban cuando encendió un nuevo cigarrillo. Pronto haría un año que consumía droga y la supresión brusca, sumada a los acontecimientos que estaba viviendo, influían en su comportamiento más de lo que él estaba dispuesto a admitir. La lluvia arreciaba contra el parabrisas y el olor a humedad dentro del coche era insoportable.

Despertó pasadas las cinco de la tarde; ni siquiera se acordaba de cuando se había dormido. El Citroën BX ya no estaba allí y lo peor era que podían haberlo estado observando hasta hartarse mientras él dormía plácidamente.

La lluvia se había tomado una tregua. Todavía regía el horario de verano, por lo que la noche se avistaba en el horizonte como una amenaza o como una aliada, no estaba muy seguro, porque aún no había tomado ninguna decisión sobre lo que iba a hacer.

En las inmediaciones no había ningún bar en el que poder comer o, al menos, tomar un café para despejarse. Decidió esperar a que la oscuridad fuese total para acercarse. Puso el coche en marcha recorriendo el mismo camino que lo había llevado hasta allí. Muchos establecimientos estaban cerrados, la temporada turística había terminado. Se adentró en una calle que hacía pendiente y conducía al Paseo Marítimo. Aparcó sin dificultad y entró en un bar.

Pidió un café, que bebió con avidez, y un bocadillo. Cuando hubo terminado, mientras fumaba un cigarrillo, con la cabeza más despejada, decidió regresar a las inmediaciones de lo que él suponía era la casa donde el Flaco se había refugiado. Eran las seis de la tarde; la lluvia arreciaba de nuevo acompañada de una densa niebla que impedía la visibilidad. Ocupó el mismo aparcamiento del que había salido hacía apenas una hora. La discoteca se adivinaba desierta, probablemente a estas alturas del año, sólo abriría los fines de semana.

Antes de entrar en un mundo como el del Flaco, que por muy proveedor suyo que fuese, era un camello y él policía, quiso dejar escritos sus últimos pasos en una nota destinada a Candela. La guardó en la guantera del coche y lo puso en marcha, cruzó la carretera y se adentró por el camino de tierra apenas dibujado que conducía a la casa frente a la que había visto aparcado el Citroën BX verde y en la que todavía se hallaba la moto. Permaneció unos instantes dentro del vehículo antes de decidirse a llamar. Finalmente, ajustándose el chaquetón se plantó delante de la puerta y llamó con insistencia. Estaba seguro de que lo habrían visto llegar, por lo que el factor sorpresa quedaba descartado.

Dentro se oyó un ruido, como si alguien hubiera corrido una silla en la que probablemente se hallaba sentado, al que se unió un murmullo de voces; Manel distinguió al menos dos, aunque no podía oír lo que decían. Tampoco consiguió reconocer la del Flaco en ellas. Volvió a llamar, esta vez con más ímpetu.

Todavía se hallaba golpeando la puerta cuando ésta se abrió apenas veinte centímetros. Un individuo mal aseado, con el pelo y la barba largos y pegados en su propia grasa, asomó la cabeza por la rendija.

—¿Qué quieres?

—Hablar con el Flaco —respondió Manel dando por sentado que se hallaba dentro.

—No está.

—Sí que está; acabo de oír su voz —mintió—. Además, me habrá visto venir porque conoce mi coche, así que dile que salga y se deje de hostias o me lío a tiros contigo —acompañó sus palabras sacando la pistola.

—Vale tío, vale… no te pongas nervioso.

El Flaco, que se hallaba a escasos centímetros del que había abierto la puerta, asomó la cabeza por encima de él dándole un empujón que estuvo a punto de hacerlo caer. El individuó se deshizo en improperios.

—Tenemos que hablar. Abre —Manel hablaba al tiempo que empujaba la puerta.

—No tengo nada que hablar contigo.

El inspector perdió la poca paciencia que le quedaba y entró en tromba, saltando los goznes de la cadena que impedía la apertura. Encañonando al Flaco con la pistola, le obligó a sentarse con las manos sobre la cabeza.

—Ni se te ocurra moverte o te dejo seco.

—Joder, Manel, que se me cansan los brazos.

—O eso o las esposas, elige.

—Vale, vale. Los dejo en la cabeza —sin darle tiempo a hablar le dijo—: ¿por qué te has cargado a Miriam? Pensaba que era tu amiga.

—Maldito seas, cabrón. Yo no me la he cargado y tú lo sabes. Ahora me vas a contar lo que ocurrió aquella noche. Y sin mentiras, que te mando al otro barrio.

—Yo no sé nada, te lo juro. Estábamos allí, enharinaos hasta el culo, y de golpe la cantante se puso pálida y tú te la llevaste a un cuartito, que yo ni siquiera sabía que existía. Luego, al rato, se largaron sus amigos y al poco Gabi. Cuando te fuiste a mear, mi amigo y yo también nos largamos, era muy tarde.

—¿Dónde está tu amigo y cómo se llama?

—El nombre no lo sé. Le llaman el Trepa, porque tiene amigos entre los importantes.

—¿Dónde vive?

—No lo sé, joder, Manel. No lo sé.

—¿Cómo te pones en contacto con él? No me digas que no lo sabes que te pego una hostia.

—En un bar. Cuando necesito verlo le dejo allí los recados y luego él me llama.

Manel propinó una patada en la espinilla al Flaco, que se revolvió bajando los brazos para acariciarse la pierna entre grandes alaridos.

—Hostia tío, que me vas a romper la pierna —los ayes y lamentos parecían los de un niño después de una azotaina.

—El nombre del bar, que tengo prisa.

El melenudo grasiento miraba la escena desde un rincón sin atreverse a mover ni un músculo. Sus ojos enfocaban con dificultad, era evidente que había tomado algo más que cocaína. Cuando Manel fijó sus ojos en él, levantó las manos en señal de rendición:

—Tranquilo, tío. Que yo no me meto donde no me llaman. Si quieres me voy, pero esta es mi casa, así que vuelvo dentro de un rato y en paz…

Manel cortó la perorata:

—No te muevas de ahí, y cállate.

—Pues el bar no sé muy bien cómo se llama, pero está en Castelldefels, al final de todo, a la salida del pueblo. Abre sobre las doce o así, que luego cierra de madrugada.

Manel miró el reloj: las siete menos cuarto. Tenía tiempo. Propinó otro puntapié al Flaco diciéndole:

—Por tu bien, reza a tus dioses para que lo encuentre, porque si no te vas a esnifar toda la tierra del cementerio.

—Ay, ay… Volvió a quejarse restregándose la pierna.

Manel iba a salir cuando de repente se giró sobre sí mismo mirando fijamente al Flaco.

—¿De quién era el coche verde que había aquí aparcado?

—¿El coche verde? ¿Qué coche?

—Volvemos a empezar —puso el cañón en la mejilla del Flaco, que con los ojos desorbitados apenas podía hablar.

—De un cliente, joder… Era de un cliente.

Abandonó la casa consciente de que no sacaría nada más. Volvería por allí. Estaba seguro de que esta era sólo una primera visita de cortesía antes de consolidar una «larga relación», tan larga como el tiempo que emplease en encontrar al asesino de Miriam. No descartaba al Flaco, pero en ese momento no podía hacer nada y prefirió encontrar al cómplice en vez de llevarse a esos dos a la jefatura.

Mientras circulaba por la autopista camino de Barcelona, Manel pensaba que era inútil asignar esta investigación a cualquiera que no fuese él. Intuía que Candela actuaría por su cuenta en el momento en que abrieran el bar de Ismael, pero hasta entonces no podría hacer nada. En cambio él conocía a todos los que habían formado parte de aquella funesta noche; desde los que se marcharon antes y no tenían nada que ver, hasta el último en abandonar la «fiesta», como el Flaco y su misterioso amigo Trepa. La lluvia dificultaba la circulación y en algunos tramos encontraba caravana.

¿Qué era eso de que conocía gente importante? ¿Qué entenderían unos camellos de poca monta por gente importante? Esperaba enterarse esa misma noche, pero allí tal vez sería mejor no ir como policía, porque no descartaba que alguno de la comisaría, que, según los rumores que corrían, tenía algo que ver con el mueblé de la autovía, no fuese una de las «personas importantes» que conocía el Trepa. Pero ¿ir solo? Excepto Candela no tenía ningún amigo en la policía. No caía bien y él lo sabía. ¿Vázquez? No, descartado: a ese no le caía mal, pero era tan legalista como el comisario ¿o no? En realidad, no lo conocía, a lo mejor se equivocaba. Decidió olvidarse de que era policía, no deseaba involucrar a Candela en una investigación clandestina que podía costarle el puesto.

Pensaba que mientras él estaba metido dentro de un coche camino de un antro que ni siquiera sabía cómo se llamaba, en Cataluña se votaba el Estatuto de Autonomía. «¡Mierda, no me va a dar tiempo de ir a votar!».

Era noche cerrada cuando llegó a Castelldefels, el pueblo costero del sur de Barcelona. Hacía menos frío que en Lloret, aunque el cielo estaba cubierto igual que allí, pero al menos no llovía; una tímida luna intentaba abrirse paso entre las nubes con escaso éxito. La oscuridad era total cuando apagó las luces del coche y empezó a caminar por las calles de sorteando los charcos en busca de la guarida del Trepa.

A esa misma hora, Candela estaba a punto de finalizar la jornada en la que, junto a otros compañeros, protegían las urnas que guardaban la decisión de los catalanes para la aprobación o rechazo del Estatuto de Autonomía. Los colegios electorales estaban a punto de cerrar y sólo permanecerían de guardia los miembros de la policía uniformada para acompañar a los que se disponían a hacer el recuento de votos. Estaba cansada. La lluvia había hecho todavía más difícil la jornada; las botas de piel vuelta estaban empapadas, lo mismo que el chaquetón.

No sabía nada de Manel; a la hora de comer había llamado a su casa pero su madre le dijo que se había ido a trabajar y que no vendría a comer. Llamó a la Brigada donde se enteró de que Manel no había dado señales de vida. Pensaba en Manel; era consciente de que su compañero no se quedaría cruzado de brazos, ella tampoco lo haría, pero ignoraba dónde podría estar. Él poseía mucha más información que nadie para llevar a cabo una investigación que no avanzaba y que dudaba mucho que lo hiciera. Parecía más bien que alguien con oscuras intenciones, deseaba alargar la investigación con fines que no alcanzaba a comprender, si no era por el extraño comportamiento del juez que levantó el cadáver de Miriam.

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