Authors: Mercedes Gallego
—Eso es tanto como dar por sentada su inocencia y yo no estoy tan seguro.
—Por lo que más quieras, Salgado. Manel no ha matado a su amiga. Ni sereno, ni drogado. Yo respondo por él.
El comisario Salgado, después de unos segundos de cavilación, respondió.
—Yo, después de saber que consume drogas, no lo descarto. Vamos a ver lo que tiene Leandro sobre el Flaco y su gente. Lo decidiré cuando lo sepa, de momento es mejor dejar las cosas como están.
—Luego te llamo —respondió Leandro—. O mejor, si quieres vente conmigo a la comisaría y lo miramos juntos.
—No. Es mejor que nadie pueda vincularme a la investigación. Te llamo yo dentro de un par de horas.
—Oye Salgado, a estas alturas y con jueces de por medio, no me fío de nadie. Nos vemos y te lo cuento. Nada de teléfonos. Esta noche me paso por tu casa. ¿Sigues viviendo frente a la Jefatura?
—No vive dentro de ella porque no puede, porque si pudiera…
—¡Mira quién fue a hablar! —respondió Salgado, riendo.
Abandonaron la calle Enrique Granados por separado: Salgado, en el coche que había utilizado desde por la por la mañana. Candela en transporte público.
Candela subió directamente a la Brigada de Información. Eran poco más de las cinco. Virginia le salió al paso.
—¿Qué te trae por aquí?
—Vengo por unas escuchas que tenemos en marcha desde el jueves, estaban pendiente de la orden judicial y tu compañero no me quiso adelantar nada hasta no tenerla. Supongo que ya estará solucionado, estamos a martes.
—Antes de marcharte pásate por la sala; tengo que hablar contigo.
El funcionario responsable de las escuchas remitió a Candela a hablar con el jefe de la Brigada; no se había recibido la orden judicial que amparaba la intervención telefónica y, aunque ésta se estuviera practicando, ningún dato saldría de allí sin la preceptiva orden.
Candela no acudió al jefe de la Brigada de Información, pensó que esta tarea debería realizarla a través del comisario Salgado, segura de que a ella no le darían ninguna explicación. Fue al encuentro de Virginia y ambas abandonaron la quinta planta de la jefatura.
Bajaron en el ascensor sin decir nada, Virginia, visiblemente nerviosa. Una vez en la calle, la funcionaria de la Brigada de Información le preguntó si conocía algún bar en el que no pudieran encontrarse con otros policías. Candela la condujo por las calles de atrás de la jefatura hasta la Plaza de la Catedral y juntas entraron en una cafetería frecuentada por turistas.
—¿Te pasa algo, Virginia? —pregunto Candela, que seguía inquieta a su compañera.
—Me la voy a jugar contigo, Candela, pero hay algo que si me ocurriese a mí, me gustaría que alguien hiciera lo mismo, porque me parece que te están haciendo la cama. Después de pensarlo mucho he decidido mojarme.
—Me tienes en ascuas. ¿Qué sucede?
—Bueno, ya sabes que Información también investiga a otros policías, tú has estado allí y lo sabes.
—Sí, claro. Dicen que está prevista la creación de una dependencia para esa clase de asuntos, pero todavía no hay nada. ¿Qué pasa, Virginia?
—Verás, Candela: tienes intervenido tu teléfono desde ayer.
La cara de Candela perdió el color, y la expresión de sus ojos parecía reflejar una intensa búsqueda en su memoria de las llamadas que había hecho.
—¿Desde qué hora? ¿Has leído algo?
—No, a mí nadie me ha dicho nada. Me he enterado por casualidad y no creo que nadie sepa que lo sé.
Candela encendió un cigarrillo; Virginia pudo comprobar que temblaba y continuó hablando sin esperar que su compañera pudiera recuperarse del golpe recibido.
—Ayer por la tarde yo estaba en la sala de inspectores terminando un informe cuando llamó el comisario preguntando por mí. Me pidió que entrase en su despacho para buscarle un teléfono en la libreta que tiene sobre su mesa. Apenas quedaba nadie en la Brigada; estaba buscando el teléfono que me había pedido mi jefe cuando me pareció ver tu nombre en un escrito que había sobre su mesa. En ese momento no tenía tiempo para mirar nada, así que le busqué el número que pedía y cuando se lo di —Virginia hizo una pequeña pausa—, esperé a que no hubiera nadie en la Brigada, regresé al despacho y pude leerlo. Estaba todo en tres folios con el sello en rojo de confidencial. ¿Qué ha pasado, Candela?
—¿Has visto reflejada alguna información procedente de mi teléfono?
—No; en el informe no había nada de eso, pero se desprende que han utilizado la transcripción porque en ella también figura Manel, una tal Julia Bofarull y un matrimonio del que sólo saben que se llama Ramírez.
—Los que estábamos en mi casa —dijo Candela hablando más para sí que para su interlocutora.
—¿Qué dices? No te he oído.
—Es muy largo de explicar, Virginia y ahora no tengo tiempo. Me espera Manel para ir de servicio. Esto que has hecho es impagable, no lo olvidaré. Si puedes, quedamos esta noche para cenar y te lo cuento todo. Me has demostrado que puedo confiar en ti.
—Espero que no le digas nada a nadie, y menos a tu comisario. Ya sé que sois amigos, Candela, pero yo me juego el puesto.
—Descuida, Virginia. A mí no hace falta que me lo digas, lo sé —Candela miró el reloj—. Me tengo que ir. Manel me está esperando.
—¿Dónde nos vemos?
—Depende, ¿me han montado vigilancia?
—Que yo sepa no. Además, no lo creo. No tiene sentido sin un expediente abierto —dudó un momento—. No, no. Seguro que no.
—Entonces vamos donde tú quieras. Te recojo a las nueve donde me digas.
Cuando Candela se quedó sola su cabeza era un torbellino de recuerdos sobre las llamadas que había hecho. No tenía más remedio que decírselo a Julia, porque aunque Virginia no le había dicho nada sobre ella, estaba segura de que todos los que estaban en su casa la noche anterior, también estarían pinchados. Se tranquilizó al pensar que había llamado al bufete y no a casa de su amiga, pero aún así, la situación era grave.
Al regresar a la sala de inspectores del grupo de Homicidios, Candela no era la misma. Su entrecejo fruncido y una mirada evasiva alertaron a Manel.
—¿Sabes algo nuevo?
—Seguimos sin escuchas.
—Ya —fue la lacónica respuesta de Manel. Yo no me refería a las escuchas, te hablaba del asesinato de Miriam.
—Si hay algo, yo no lo sé. ¿Por qué no nos vamos al bar? Tenemos que centrarnos en el trabajo, Manel. Deja que las cosas sigan su curso.
—Sí, vamos a trabajar a ver si nos olvidamos un rato de todo esto.
Lograron olvidarse del problema, pero también de decirle al comisario que se ocupase de saber qué estaba sucediendo con las escuchas del vidente.
Parecía que el dueño del bar los esperaba, porque un imperceptible tic recorrió su cuerpo cuando ellos se arrimaron a la barra. No obstante, se acercó a solícito, al menos en apariencia.
—¿Qué os trae por aquí de nuevo, pareja?
Manel dio una palmada sobre la barra levantando a continuación la mano en la que llevaba la placa.
—Vamos a hablar un ratito en serio, ¿te parece?
El dueño retorció el trapo que tenía en las manos al tiempo que decía:
—Oye tú, que yo no he hecho nada; los papeles del bar están en regla.
—De «oye tú» nada. Inspector. ¿Has entendido?
Los clientes poco a poco fueron abandonando el local. La mayoría era la clientela habitual que hizo una seña dando a entender que volverían a pagar cuando todo estuviera en calma. Otros dos pidieron la cuenta.
—Cobra, no te preocupes. Así podemos echar el cierre y hablar con tranquilidad. A menos que prefieras que hablemos en la jefatura, claro.
Manolo, el dueño del local, cobró apresuradamente y, saliendo de la barra, cerró la puerta con llave, dio la vuelta a un cartel prendido de una percha con ventosa, que minutos antes exhibía hacia la calle la cara en la que ponía «abierto».
Candela, que hasta ese momento se había mantenido en un segundo plano, entró en acción.
—Vamos a una mesa, que tenemos una larga charla pendiente contigo.
Observaron que el aplomo que el dueño del bar había exhibido hasta ese día, se diluía en el sudor que comenzaba a resbalar desde su frente.
Nadie rompía el silencio. El pulso lo ganaron los inspectores, porque Manolo, retorciendo el trapo que no había soltado, exclamó:
—Bueno, ya está bien. ¿Me pueden decir que quieren ustedes de mí?
—Varias cosas, no te impacientes —respondió Manel.
—La primera de todas, si conocías a Cayetana Romero, ya sabes, la mujer del albañil borracho, ¿recuerdas? —inquirió Candela.
—Venía por aquí, como mucha gente, pero yo no los conozco a todos; sólo sé cómo se llaman y poco más. Son clientes y ya está.
—A lo mejor también es cliente un relojero prestamista que tiene su chiringuito en la calle de atrás. Se llama Samuel ¿te suena?
—Es del barrio, claro que viene por aquí, pero yo no sé nada.
—Nada de qué —preguntó Manel—. Sólo te hemos preguntado si lo conoces.
—Y al vidente ese que se anuncia en tu tablón, ¿también lo conoces de venir por aquí? —era Candela la que intervenía sin dejarle respirar.
—El judío sí que viene, pero el otro apenas si lo he visto dos veces. No es cliente habitual.
Los policías utilizaron otra vez la coacción del silencio, y de nuevo, el dueño del bar no pudo soportarla.
—Oigan, que yo no tengo nada que ver con los trapicheos que se puedan traer esos dos. Yo me limito a servir lo que me piden, pero lo que hacen con sus vidas no es asunto mío.
Manel apoyó la espalda sobre la silla y cruzó los brazos sobre el pecho mientras le decía:
—Ah, ¿pero se traen trapicheos? Vaya, eso sí que es bueno. Pues cuenta, cuenta… A nosotros nos gustan mucho los chismes de barrio, ¿verdad Candela?
—Sí —respondió ésta—. Y nuestro amigo seguro que conoce muchos porque le encanta preguntar, ¿no es así, Manolo?
—No sé que quieren saber. No sé por qué están ustedes aquí. No sé nada, ¿me entienden? Nada.
—Ya, pero a nosotros nos extraña que hayan muerto dos clientes de la partida de dominó y una señora que limpiaba casas y algunas veces comía aquí. Te vas quedando sin parroquia, ¿no te parece raro? Por cierto, hay una cosa sí que nos gustaría saber: ¿le recomendaste a Cayetana alguna casa?
—Alguna sí, pero ahora no me acuerdo. Comprenderán ustedes que hace ya mucho que murió, y así de repente, no lo sé.
Candela se quedó pensativa y formuló una pregunta que hizo palidecer al dueño del bar.
—¿No se la recomendarías por casualidad a Mefisto?
Manolo, en vez de responder, ofreció una bebida.
—¿Quieren beber algo? Yo no puedo ni hablar, tengo la boca seca.
Entro presuroso detrás de la barra, limpiándose la frente con el trapo, destapó una botella de coñac y sirvió una copa que vació de un trago, y la volvió a llenar antes de girarse y ofrecer de nuevo una bebida a los policías, que volvieron a rechazarla.
—No hemos venido aquí de copas. Queremos respuestas. Vuelve a la silla, rápido —exigió Manel.
Candela volvió a la carga:
—Le he hecho una pregunta. Resulta que Cayetana trabajaba por las tardes en algún sitio que nadie nos ha sabido decir. ¿Trabajaba en casa de Mefisto, por casualidad?
El dueño del bar se había recuperado de la sorpresa inicial y lo negó.
—Y yo qué sé. Pero oiga, ¿usted se cree que yo puedo saber donde trabaja una fregona que viene a comer? Tiene usted mucha imaginación para ser policía, como todas las mujeres.
La bofetada resonó en el silencio del local. Manel miró atónito a su compañera.
—Este es un anticipo: como vuelva usted a mencionar mi condición de mujer, la siguiente irá a la boca para cerrársela una temporada.
El hombre, desconcertado por el golpe, se llevó la mano a la mejilla soltando maldiciones.
—La voy a denunciar. Usted no puede hacer esto, se va a acordar de mí.
Manel se puso de pie, agarró al individuo por la pechera del jersey y lo levantó de la silla:
—Se equivoca, amigo. Se va a acordar usted. O nos dice ahora mismo todo lo que sabe del judío, del vidente y de los muertos en torno al bar, o me lo llevo al calabozo y le acuso de encubrimiento. ¿Queda claro?
Candela sabía que había metido la pata con la bofetada, pero no se arrepentía. También sabía que las palabras de Manel no tenían ningún fundamento legal, pero confiaba en que el fulano no lo supiera.
No lo sabía, porque la acción surtió efecto.
—Yo no sé nada. Sólo le recomendé la casa porque el secretario del brujo me pidió una limpiadora; me dijo que no encontraba a nadie de confianza, pero ni siquiera sé si llegó a ir. Además, eso fue el año pasado, después del verano.
—Así está mejor —respondió Manel, soltándole—. Ahora vamos con otras cuestiones. ¿Qué relación tienen el judío y el vidente?
—Eso sí que no lo sé, inspectores. De verdad que no. Aquí nunca los he visto juntos, se lo juro. Yo, si ustedes quieren intentaré enterarme y se lo cuento, pero no sé nada de eso.
Decidieron dar por terminado el interrogatorio.
—A lo mejor nos hemos pasado con el fulano ese —dijo Candela que se arrepentía de la bofetada que había propinado al dueño del bar.
—Es posible, pero mira lo bien que le ha sentado. No te preocupes por eso, al fin y al cabo sólo le has dado una hostia que ha servido para que pensase que después de mi agarrón venían más.
—Dejamos el informe para mañana, si no te importa. He quedado para cenar y tengo un poco de prisa —sugirió Candela.
—Como quieras. No vamos a ganar nada con hacerlo ahora. ¿Le has dicho al jefe que vaya a Información a ver si sabe qué pasa con las escuchas del vidente?
—No. Mañana a primera hora me acerco.
—Entonces lo dejamos aquí. ¿Dónde tienes el coche?
—En la calle Condal, como siempre.
—¿Y no te cosen a multas?
—Sí, pero luego me las quitan.
—Vaya, ¿así que te apuntas al enchufe?
—¡Joder, Manel! Utilizo mi coche para trabajar cuando hace falta. Si tuviéramos aparcamientos reservados no nos pasaría esto.
Hasta las nueve no había quedado con Virginia; tenía tiempo de sobra porque su compañera vivía cerca de la Plaza de España, a menos de un cuarto de hora de la jefatura. Necesitaba hablar con Julia, pero no se atrevía a llamarla. Tampoco sabía cómo decirle a Manel que no le hablase de nada importante a través del teléfono. Todo estaba resultando muy diferente a lo que ella había soñado cuando aprobó las oposiciones y creyó que al ser una más en la estructura, su trabajo le resultaría más sencillo, al menos, no estaría siempre obligada a la supervisión de algún inspector, pero ahora surgían situaciones que nunca se había podido imaginar.