Authors: Mercedes Gallego
El suceso en el que se había visto envuelto su compañero también le parecía muy extraño. Estaba convencida de que se trataba de una trampa; no sabía si buscar a los autores entre los antiguos compañeros de Manel que se habían visto desplazados con el desmantelamiento de la policía política. Algunos de ellos habían solicitado destino en Barcelona huyendo de los enemigos que ellos mismos se habían creado. Pero ¿por qué ahora? ¿por qué cuando trabajaba en un caso con tan poca relevancia como eran las muertes de personas anónimas? A lo mejor el problema no eran las víctimas, sino el culpable. ¿Pero quién?
Llegó a la cita cinco minutos antes; Virginia a la hora exacta.
—¿Hace mucho que esperas? Son las nueve —dijo Virginia a modo de saludo.
—No; se me ha hecho pronto —respondió Candela sonriendo. ¿Dónde quieres ir?
—No salgo mucho; donde tú quieras. Yo sólo conozco algún restaurante de esos que frecuentábamos los domingos cuando vivía mi padre, una costumbre para que mi madre se librase de la cocina, al menos un día a la semana.
—¿Quieres que vayamos a un restaurante chino? Hay uno en una callejuela de la calle Casanova que no está mal.
—Lo conozco. Está en el Pasaje Pellicer ¿no? Hemos ido algunas veces cuando vivía mi padre. A él le gustaba mucho la comida china. Me parece bien, no he vuelto a ir desde que murió él.
La sopa de nido de golondrina entonó sus cuerpos fríos, no sólo porque la temperatura exterior lo era, sino porque el motivo que las había llevado hasta allí, helaba la sangre de ambas: una, porque sin conocer demasiado a su compañera, se jugaba su puesto revelando secretos relativos a su cargo, un delito específico de los policías y de todos los funcionarios públicos. La otra, porque no comprendía quién había ordenado intervenir su teléfono y por qué estaba sometida a una investigación.
—Apenas nos conocemos, Candela, pero sé lo suficiente de ti como para estar segura de que no estás metida en nada que pueda oler a sobornos, prebendas o algo parecido, lo que más odio de la policía. Me da la sensación de que si alguien quiere ir a por ti, es precisamente porque puedes estar amenazando a algún pez gordo, y en eso, estoy contigo.
—Puedes estar segura, Virginia, de que jamás conseguirán ponerme precio. Si fuera por eso no estaría en la policía, mi padre pagaría mejor que cualquiera, te lo aseguro.
—Ya sé que me aparto del caso, pero tengo curiosidad. Si no quieres no me contestes. ¿Es verdad lo que dicen, que no te hablas con tus padres?
—¿Quién dice eso?
—No tiene importancia. Tampoco pienso hacer de corre ve y dile, era sólo curiosidad porque la gente que lo dice no me merece mucho crédito.
—A medias. Es verdad a medias. No somos lo que se dice un ejemplo de armonía, y eso que soy hija única. Pero de ahí a no hablarme con ellos. No es cierto, Virginia. Mi padre me ha regalado la pistola que llevo, cuando estemos en el coche te la enseño. Cierto que últimamente nos llevamos mejor y hemos tenido temporadas más distanciados, pero eso son cosas mías. Bueno, adelante, que está abierto el confesionario. ¿Qué más dicen?
—Que están forrados.
—¿Mis padres? Probablemente, viven muy bien. ¿Y qué? Yo no lo estoy, vivo de mi sueldo. ¿Algo más?
—Mujer, no te pongas en guardia conmigo, por eso te lo he preguntado, para saber si son verdad las habladurías.
—Y qué más da, Virginia. También se meten con mi aspecto, que tengo mala leche… Si tuviera que estar pendiente de lo que se dice de mí, no haría otra cosa.
—Tienes razón. No sé por qué te he contado nada.
—Supongo que será porque te has extrañado al ver que soy una persona normal y corriente, que no «estoy forrada», que me hablo con los míos y que lo único que no he hecho nunca ha sido hablar de tonterías durante los desayunos, como hace la mayoría y...
Virginia se echó a reír
—Basta, Candela, por Dios. Tampoco es para tanto, un poco de mala leche si tienes, perdona que te lo diga.
Candela devolvió la sonrisa a su compañera, haciendo un gesto con la cabeza que acompañó con la mano, dándole la razón. Sí, un poco de mala leche sí tenía…
El camarero oriental sirvió el cerdo agridulce que habían pedido junto a un cuenco con arroz, y desapareció tan sigilosamente como había llegado. Ellas retomaron la conversación que las había llevado hasta allí. Virginia preguntó:
—¿Qué caso llevas que pueda tener algo que ver en esto?
—En principio el caso no parece ser el motivo —dudó un momento antes de hablar—. Mira Virginia, te voy a corresponder en la misma medida diciéndote lo que ocurre y el motivo que puede ser la causa de que me estén investigando. Confío por el bien de las dos, que no salga nada de aquí. Desde luego puedes contar con que yo soy una tumba.
—Lo mismo te digo, Candela. ¿Qué está ocurriendo?
Tomaban un té chino cuando Candela terminaba su relato. Los platos pasaron uno detrás de otro sin que ninguna los saborease como merecían. Virginia no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¡Menudo marrón! Entonces tú estás segura de que Manel no se ha cargado a la cantante ¿no?
—Estoy completamente segura, y menos de un tiro. Pero si no sabe casi disparar, figúrate que dice que por poco lo suspenden por eso. Es más, el otro día le pedí que me acompañase al Tiro Olímpico para probar la pistola que me ha regalado mi padre y me puso toda clase de pegas. Al final no fuimos porque las horas que tenían no nos venían bien.
—Por lo que me cuentas de vuestro grupo, y el hecho de que hayan asignado la investigación a los dos fachas, que según me has dicho, te tienen manía, me hace pensar que a lo mejor han sido ellos los que te han involucrado.
—No me extrañaría. A mí no me odian, pero a Manel también. Lo tienen entre ceja y ceja por ser catalán, pero además por ser de izquierdas. Lo mío, ya te lo puedes imaginar, no suelo caer bien, pero ser policía y ser mujer es demasiado para ellos.
—¿Manel es de izquierdas?
—Me parece que es socialista, pero no me hagas caso, a lo mejor va por libre.
—No, si a mí me da lo mismo. Te lo decía por curiosidad. Yo también pienso votar a Felipe en las próximas elecciones.
Tras una breve pausa Virginia continuó.
—Pensando en todo lo que me has contado, creo que tienes un camino por el que tirar. La mujer del juez.
—¿La mujer del juez?
—Sí. A la que le robaron cincuenta mil pelas. Hazte la encontradiza, intenta sonsacarle qué clase de «trabajo» hace Mefisto para ella o para el marido, y lo que es más importante: qué le pasa a su marido y si es vuestro juez… Yo qué sé. Tú estás más acostumbrada a estas cosas, tienes más experiencia que yo, que me paso el día vigilando portales.
—Algo había pensado, no creas. Después de la visita de hoy al bar de marras, queda claro que Cayetana trabajó en casa del vidente limpiando y que de los dos hombres fallecidos, al menos uno, iba a su consulta. Pensaba hablarlo mañana con Manel e intentar saber si el otro muerto también iba al vidente. Lo malo es que la viuda es un número. Una tía siniestra donde las haya, con una casa llena de santos.
Virginia miró el reloj; pasaban las once.
—¿Qué tal si nos vamos? Yo me levanto muy temprano, antes de ir a trabajar suelo pasar por el gimnasio.
—Estás en forma, ya se nota. Además, no bebes, no fumas. Vaya, lo mismo que yo —Candela se echó a reír—, que me bebo una botella de whisky a la semana y me fumo un paquete de tabaco al día.
—Ya lo pagarás. Tiempo al tiempo.
—Es posible que tengas razón, pero nunca he mirado al futuro.
—Entonces es que miras demasiado al pasado.
—No lo había visto desde ese punto de vista, pero tendré que pensarlo.
Se hallaban en la puerta del restaurante; Candela se ofreció para llevarla a su casa y Virginia aceptó.
Eran muy diferentes. Virginia, una persona metódica con vocación de científica que había visto trucada su carrera de medicina, hija de una clase media devenida en humilde por la muerte del padre, con todo el realismo que ello conlleva. Candela, idealista e impulsiva, que despreciaba el dinero porque nunca le había faltado y que soñaba con erradicar ella sola la delincuencia no sólo de la sociedad, sino de la policía.
Julia vivía en el Ensanche izquierdo, sonrió al pensarlo: l’Esquerra de l’Eixample, de nuevo pensó en la conveniencia de decir los nombres en catalán. Eran las once y cuarto. Si se daba prisa todavía podía hablar con su amiga antes de que se fuese a dormir.
Estaba en pijama viendo una película en la televisión cuando su amiga llamó a la puerta. Más contenta que extrañada la invitó a pasar, pero los términos se invirtieron cuando le hubo contado el motivo de su visita.
—No nos pongamos nerviosas, Candela. Vamos a jugar con ellos.
—Qué quieres decir.
—Lo que oyes. Virginia se ha portado como una jabata contándote lo que pasa contigo, pero como comprenderás, no podía soltar todo lo que sabe. Seguro que estamos todos los que rodean el caso Manel: el matrimonio amigo de Miriam, el propio Manel, tu jefe, yo, por supuesto, tú. Yo creo que deberías decírselo a Salgado, y sobre todo a Manel. No como confidencia de Virginia, no se me ocurriría ni sugerírtelo, sino como sospecha tuya.
—No me atrevo, no vaya a ser que al final salpique a Virginia, no me lo perdonaría nunca. Y a todo esto, ¿a qué quieres que juguemos? si se puede saber.
—A volverlos locos. A soltar nombres y nombres, a montar citas inexistentes… Jugar con ellos utilizando sus armas, Candela.
—Joder, tía. Yo creía que te ibas a poner como una fiera y ahora resulta que te divierte el asunto.
—No. No me divierte en absoluto, pero le tengo ganas a un juez que pretende coaccionar a la policía. Déjame urdir un plan para cogerlo con las manos en la masa. ¿Tienes prisa?
—Prisa no, pero estoy muy cansada. Duermo fatal con todo este asunto.
—Eso te lo cura un whisky.
Diciendo esto entró decidida en la cocina; Candela oyó el ruido de los cubitos de hielo al caer dentro de los vasos e instantes después, vio cómo su amiga abría el mueble bar, y con aire radiante, sacó una botella de Chivas de dieciocho años que mostró a Candela.
—Mira. Me la ha regalado un cliente hace unos días. Todavía no la he abierto.
—Vaya, esto debe estar muy bueno. Oye, por cierto, tus clientes deben pensar que eres alcohólica porque siempre te regalan whisky…
Arrellanadas cada una en un sillón, pasaron más de dos horas y, planificando la estrategia a seguir, vieron descender peligrosamente el nivel de la botella. Candela no fue a dormir a su casa.
Charly
la estuvo esperando toda la noche detrás de la puerta.
Entró en el Condal buscando a su jefe con la mirada. Salgado se hallaba en un extremo de la barra leyendo el periódico; parecía esconderse detrás del humo de un cigarrillo. Otros policías, unos ocupando mesas y otros en la barra también desayunaban a esa hora en el bar próximo a la jefatura al que algunos, jocosamente, llamaban «La sucursal». Fue directamente hacia él; hubiera llamado más la atención ignorarlo porque todos sabían la amistad que los unía.
Se acercó a su jefe con el pretexto de pedirle un cigarrillo, aunque su propósito era transmitirle un mensaje que, como habían acordado, consistía en una nota manuscrita: intenta ponerte en contacto conmigo hoy por la mañana, es urgente. Si puedes nos vemos a las diez en el Maracaibo.
Poco después el comisario abandonaba el bar. A la hora convenida tomaban un nuevo café en el bar de la calle Canuda.
Candela deseaba contarle la situación creada en torno a la intervención de su teléfono, que ella intuía no era el único, pero comprendía que Virginia no hubiera querido facilitarle todos los nombres, limitándose a decirle que en el informe hacían referencia a sus amigos, sin especificar los motivos. Sin embargo, no podía traicionar la confianza de su compañera de promoción; una cosa era poner sobre aviso a Julia, que ni siquiera era policía y otra muy diferente decírselo a su jefe, por si le salía la vena oficialista y montaba en cólera pidiendo explicaciones a esferas más altas.
—Ayer estuvimos en el bar de la calle Hospital. Nos hemos enterado que la mujer asesinada limpiaba en casa del vidente; el problema es que por la razón que sea su teléfono sigue sin intervenir. En Información me han dicho que no ha llegado la orden judicial.
—Pero si la pedimos el jueves y prometieron enviarla con fecha de ese mismo día para poder jugar con el factor sorpresa.
—Por eso lo digo; ya sé que en Justicia han estado de huelga, pero mañana hace una semana. No estaría de más que intentes enterarte de lo que ha pasado con la orden.
—En cuanto llegue a la Brigada subo a ver. ¿Has averiguado algo de lo otro?
—No. Por eso quería verte. ¿Tienes por ahí las fotos que te dio Leandro?
—Las llevo en el bolsillo. No me fío, por eso no las he dejado en mi despacho. ¿Para qué Las quieres?
—He pensado que este fin de semana me voy a dejar caer por el bar donde tocaba Manel preguntando por el traficante con el pretexto de comprarle algo.
—¿Irás sola?
—No. Ya te dije que si volvía al bar lo haría acompañada de Julia —Salgado intentó interrumpir pero Candela atajó su intento—. Ya sé lo que me vas a decir, pero no tengo otra alternativa. Si voy sola daré el cante de una manera estrepitosa. En cambio con Julia pasaremos por dos amigas que después de ir a un local, vuelven porque les ha gustado. No tiene nada de extraño.
—No sé, Candela. No me gusta. ¿Y Manel?
—Dice que no va a volver a tocar.
—¿Pero sigue yendo al bar? Y lo más importante, ¿sigue metiéndose esa mierda por las narices?
—Creo que no, pero claro, abiertamente no se lo he preguntado.
—Pues hazlo.
—Lo haré hoy mismo.
—Si vuelve al bar lo quiero saber de inmediato.
—También quería decirte que hables con Vázquez. Está muy raro. Se siente marginado, lo noto reticente y enfadado.
—Hasta cierto punto es normal que se sienta así. Apenas le he explicado lo justo y, por supuesto, ignora que hayamos montado una investigación paralela.
—También quería saber si han vuelto a abrir el bar, no vaya a ser que nos demos el paseo para nada.
—Según los informes de Morell y García, lo abren mañana.
—¿Han interrogado al dueño?
—Sí. He leído la declaración y el pobre hombre está fatal. No sólo ha muerto una mujer en su establecimiento, sino que se ha quedado sin conjunto. Esto no figura en el informe, pero me han dicho los que llevan el caso que se lo comentó él.