Authors: Mercedes Gallego
Candela no ahorró detalles contando a Julia lo que había sucedido con el juez y con el jefe superior, detalles que el propio Manel ignoraba.
—Eso no me lo ha contado el comisario, Candela. Ahora el juez lo tiene en sus manos; ya veremos por donde nos va a salir —dijo Manel, compungido.
—Lo mismo pensamos Salgado y yo, pero no hay más remedio que seguirle el juego o expedientarte. Ya puedes agradecer al comisario que la primera vez que se «pringa» sea para salvar tu culo y no el suyo, como es costumbre en la policía, algo que con la mano en el fuego, sé que Salgado no haría nunca.
Julia intervino cortando la enfebrecida defensa que Candela hacía de su «amado jefe».
—Aquí hay muchas lagunas. El único que puede aclararlas eres tú, Manel —dijo mirando al policía.
—Para eso estamos aquí —añadió Candela—. Tienes que hacer un esfuerzo, no podemos perder el tiempo, Manel. Es necesario que intentes recordar todo lo que sucedió aquella noche.
—¿Para qué? Si nosotros no vamos a llevar la investigación. A menos que lo hagamos por nuestra cuenta, claro. ¿Estás dispuesta?
—A medias, Manel. No podemos dar la cara porque si se entera el jefe se nos cae el pelo. Vaya, más que el jefe, los dos asquerosos esos que llevan el caso. No los puedo ni ver, te lo juro.
—Ya ves que también tienen sus adeptos. Yo no pienso quedarme cruzado de brazos, ya lo sabes —después de una breve pausa, continuó—. Lo último que recuerdo es que íbamos puestos, tanto Miriam como todos los de la banda, excepto Pol, el pianista, que nunca toma nada y se marcha siempre en cuanto hemos terminado la actuación. Juntamos dos mesas y nos sentamos alrededor. A mi lado estaba Miriam; junto a ella Bea y Jesús, el marido. Al otro lado, Gabi, al lado suyo Álvaro y Javier, dos asiduos del bar y un poco a la derecha, porque apenas cabíamos, el Flaco y un amigo suyo. El Flaco es el que nos vende la coca, ya lo sabes. A su amigo era la primera vez que lo veía.
—¿Y el dueño del bar?
—¿Ismael? A ese ni tocarlo. Es amigo de mis padres de toda la vida. Debe rondar los sesenta y es un tío legal. Vio que la juerga seguía, y él tenía sueño, debió de largarse. Lo raro es que nadie de la policía haya ido a hablar con él; de ser así, me lo habría dicho.
—En este caso todo es inusual y extraño, ¿no te parece, Candela? —preguntó Julia.
—Desde luego. Que el juez no haya ordenado la detención del dueño y que nadie haya hablado todavía con él, no tiene explicación.
—Puede ser que los dos que investigan el caso hayan ido a verlo hoy, lo mismo que a la mujer de la limpieza. Debería avisar a Ismael que no diga que yo estaba allí.
—Nada tiene sentido, Manel. A estas alturas Morell y García ya deben estar al tanto de que Ismael se presentó contigo en el pub cuando lo llamó la señora de la limpieza. Ya nos enteraremos. Lo que sabemos es que el pub está cerrado hasta nuevo aviso —respondió Candela.
—¿Y tú cómo lo sabes? —inquirió Manel desconfiado.
—Lo sé. No le des más vueltas, Manel. Confía en mí.
—Tú me ocultas algo, Candela.
Julia estaba cansada de oírlos discutir y zanjó la situación:
—Dejad vuestras diferencias, por favor. No tenemos tiempo de chiquilladas. Son las once y media, podemos llamar a Ismael y que nos diga quién más tiene llaves.
—No hace falta, Julia. Gabi, seguro. También lo conoce hace tiempo.
—Pues llama a Gabi a ver si las ha perdido o se las ha dejado a alguien y si recuerda cualquier otra cosa que a ti se pueda haber escapado —sentenció Candela.
—Espera. Voy a llamar.
El apartamento de Candela era pequeño; el salón comedor sólo estaba separado del dormitorio por una puerta corredera. El teléfono se hallaba en una de las mesillas de noche. Mientras Manel hablaba con su amigo, Candela y Julia siguieron comentando el caso.
—¿Cómo se llama el juez que instruye el caso de Manel? —preguntó Julia.
—No lo sé. No he visto las diligencias.
—Pues pregúntaselo a tu jefe. Me temo que esto puede ser una trampa tendida desde arriba.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que oyes. Nada mejor que tener agarrado por los huevos al comisario más estricto, o sea, al tuyo.
—A mí también me huele raro, pero no se me había ocurrido. ¿Pero por qué?
—Eso es lo que tienes que averiguar. Por qué y quién. Aunque me temo que no tardarás en saberlo.
—No entiendo qué puede haber detrás de todo esto. Lo malo es que nos está distrayendo de un caso que tenemos entre manos y me jode, porque es de gente corriente que sin saber por qué, ha muerto estrangulada en el último año.
—No te preocupes, si es de gente corriente, no será por el caso. La gente corriente no mueve corrupción.
Manel regresó con cara de pocos amigos.
—Esto cada vez se lía más. Gabi dice que cuando él se marchó, nos quedamos Álvaro y Javier, los clientes de confianza —aclaró—, el Trepa, El Flaco, Bea y Jesús. Ahora que lo pienso es verdad. A mí me extrañó, porque Gabi es de los que resisten hasta el final. Dice que él tiene sus llaves, o sea que alguien entró cuando yo estaba en el váter o el Flaco y su amigo se quedaron dentro escondidos.
—Esa puede ser la explicación. ¿Dónde vive el Flaco?
—Ni idea. Tengo que enterarme. Soy un imbécil, joder. Por mi culpa Miriam está muerta. ¡Joder, joder…! Muerta, joder… Está muerta.
Rompió a llorar balbuceando y llamando a Miriam.
—¡Para ya Manel! Coño, que pareces un niño de teta. ¡Hostia! Una cosa es que los tíos tengáis derecho a llorar y otra es lo que te pasa a ti, que a la primera de cambio te pones como una plañidera.
—Mujer, no le hables así. Es normal que esté hecho polvo si se han cargado a una amiga suya y encima con su pistola.
—Julia, por el amor de Dios. Que no puede ponerse a llorar cada vez que le afecta algo, que es mayorcito y además poli, ¡coño!
—Candela tiene razón —Manel se limpió las lágrimas de un manotazo—. Vayamos por partes. Gabi no recuerda a la hora que se marchó, pero dice que debían de ser las tres y media o así. Entonces nos quedamos solos el Flaco, su amigo y yo, porque los dos clientes se fueron casi después de Gabi y poco después Bea y su marido.
—¿Tienes el teléfono de los amigos de Miriam?
—No, pero sé dónde viven. Podemos mirarlo en la guía. Creo que se llama Ramírez. ¿Tienes ahí la guía de calles, Candela?
Durante unos instantes sólo se oyó el sonido de las hojas al pasar. Manel recorría con el dedo índice las líneas de una hoja, hasta que se detuvo en uno.
—Aquí está, apunta.
Jesús y Bea no sabían que Miriam había muerto. Encajaron la noticia consternados, rogando a Manel que les permitieran unirse a la reunión.
Después de consultarlo con Candela, volvió a llamar para darles la dirección.
A la una de la madrugada, el grupo había congregado a cinco personas en torno a una muerte inexplicable. Los recién llegados contaron su parte de la historia. Empezó Jesús.
—Miriam se encontró mal de repente a eso de las dos; dijo que estaba muy mareada, bueno, a decir verdad, no se tenía de pie. Bea y tú —señaló a Manel—, la acompañasteis a un cuartito con un catre y se quedó allí durmiendo. Me acuerdo que me dijiste que no había problema, que conocías al dueño y que si no se encontraba en condiciones de ir a su casa, se podía quedar allí.
—¿Yo te dije eso?
—Bueno, tu también ibas fino. Casi no enfocabas, los ojos parecían mirar sin ver. Creo que todos nos pasamos un poco. Bea y yo nos fuimos después de Gabi. Tú te quedaste con los dos clientes, el Flaco y su amigo.
—Aquellos dos se fueron nada más iros vosotros. Yo me quedé con el Flaco y su amigo.
Bea lloraba en silencio un poco apartada. No podía creer lo que había sucedido. ¿Miriam muerta? ¿Por qué? Al fin decidió intervenir.
—¿Quién ha hablado con sus padres?
Miriam vivía sola, por lo que la familia no la echaría de menos hasta pasados algunos días. Candela pensó que en su caso, pasarían muchos días antes de que sus padres notasen su desaparición, a pesar que desde su último viaje la relación era más fluida. En cambio Julia, sabía que un solo día sin llamar a casa de los suyos, era motivo de una alarma tan exagerada, que una de sus primeras tareas al llegar el bufete consistía en hablar por teléfono con su madre.
Manel y Candela se miraron como si los hubieran pillado en una falta grave. Inconcebible pero estaban seguros de que nadie en la Brigada había llamado a la familia. Era muy tarde para hablar con Salgado, y también lo era para decirle a unos padres que su hija hacía veinticuatro horas que había sido asesinada sin que nadie se hubiera dignado a comunicárselo. Bea insistió.
—¿Quién ha ido a verlos? —Candela decidió responder.
—Me temo que nadie, Bea. Este caso es un galimatías de despropósitos. Ahora mismo no podemos hacer nada, pero te doy mi palabra que a las ocho de la mañana, si nadie se lo ha dicho, lo haré yo personalmente; o al menos me preocuparé de que alguien lo haga.
—Yo se lo diré —añadió Manel—. Soy el más indicado para dar explicaciones.
—Precisamente tú eres el menos indicado —sentenció Julia.
—Yo no entiendo nada —intervino Jesús—. Lo más normal es que cuando el juez levante el cuerpo, la policía se desplace al domicilio de la familia para comunicarles lo sucedido. ¿Por qué no se ha hecho?
Una buena pregunta. ¿Por qué no se había hecho? La respuesta sólo podía tenerla el comisario Salgado, que fue quien instruyó las diligencias.
La madrugada avanzaba sigilosa causando estragos en todos ellos. Julia fue la primera en iniciar la retirada.
—A estas horas lo mejor que podemos hacer es irnos a dormir. Yo no sé vosotros, pero yo tengo un juicio a primera hora. Sintiéndolo mucho, me voy a mi casa.
—Nosotros también nos vamos —se unió Jesús.
—Yo me quedo un momento si no te importa —dijo Manel mirando a Candela.
—Si quieres quédate a dormir —le respondió ésta.
—Te lo iba a preguntar.
Cuando se quedaron solos, a pesar de lo avanzado de la madrugada —eran más de las tres—, llenaron de nuevo sus vasos y continuaron hablando. Candela intentó centrar los hechos, necesitaba facilitar más datos al comisario, aunque Manel lo ignoraba.
—Por lo que nos has contado, parece que los últimos en abandonar el grupo fueron el Flaco y su amigo.
—Ahora que lo pienso, sí. En realidad yo no los vi marcharse —Manel cerró los ojos como si mirase dentro de sí—. No sé, Candela. Es todo como una nebulosa. A partir de determinado momento veo al Flaco que preparaba una última raya, luego ya ni siquiera recuerdo haberla esnifado. Eso sí, sé que cuando salí del bar, en la mesa en la que habíamos estado sentados no quedaba nadie.
«Tengo que hablar con Ismael, el dueño del bar», pensó Candela, aunque a su compañero no le dijo nada.
Salgado no esperaba encontrar a Candela delante de la puerta de su despacho cuando llegó a las ocho menos cinco.
—¿Qué haces aquí?
Candela, sin responder a su pregunta, formuló la suya. Había sugerido a Manel que esperase en la sala de inspectores; le había costado convencerlo, pero al final accedió.
—¿Alguien ha hablado con los padres de la cantante?
La cara de Salgado recorrió una amplia gama colores para terminar en un blanco ceniciento.
—¿Los padres? ¡Hostia!, la familia… Nadie, Candela. Es imperdonable, pero nadie.
—Me lo temía.
—Todo fue tan inusual, Candela, que cuando me disponía a hacerlo, el juez me pidió que fuese con él a tomar un café; bueno, ya te conté cómo sucedieron las cosas, así que me quedé preocupado por la deuda que acababa de contraer y ya no volví a pensar en ellos. Luego me marché y al final, de la forma que ha ido todo… Es inadmisible, pero se me olvidó.
—¿Y qué piensas hacer?
—Ir dentro de media hora, por supuesto. Lo haré personalmente.
—Manel quiere ir.
—Ni se le ocurra. Diga lo que diga el juez, en cuanto esté listo el informe de balística, si la bala procede de su pistola, es el primer sospechoso, porque en un juicio, lo de la minuta comunicando la perdida, no se sostiene.
—Puedo ir yo, si quieres.
—Ni hablar. No te quiero ver dar la cara en este caso. Te necesito en la sombra, porque a los primeros que hay que vigilar es a los que lo llevan. Vamos a tomar un café y me voy a hablar con la familia, tampoco es plan ir ahora deprisa y corriendo.
—¿Tienes la dirección?
—Sí. Estaba en su agenda. Ya te digo que pensaba ir, pero luego… ¡La madre que parió al dichoso juez!
—Deja de echarle la culpa al juez, lo mejor será que intentes arreglarlo. Anda, que como agarre este asunto la prensa…
—No lo quiero ni pensar.
—Cuando regreses de casa de los padres de Miriam, me llamas. Tengo algunas novedades para contarte, la noche ha sido muy jugosa.
—Te espero a las once en el Maracaibo —respondió el comisario.
—No sé si podré; ahora que lo pienso Manel y yo tenemos que seguir con lo del Barrio Chino, me está esperando en la sala. Te llamaré en cuanto pueda para decirte si he conseguido deshacerme de él sin que sospeche. Si no te llamo, a las once nos vemos.
Candela regresó a la sala de inspectores. Vázquez se hallaba, como venía siendo habitual, inmerso entre papeles: otra labor tediosa que recaía sobre sus espaldas era revisar la petición de dietas, siempre inflada por sus protagonistas y que le costaba no pocas discusiones para ajustarlas a la realidad. Todos le echaban en cara su meticulosidad diciéndole que parecía que las pagaba de su bolsillo, pero lo que probablemente ignoraban era que él se ajustaba a un cupo mensual y si excedía el margen, la bronca estaba garantizada, además de que las recortarían por lo sano. Por eso indagaba la veracidad de las peticiones, intentando que el recorte no afectase a los que se las habían ganado.
Manel la esperaba impaciente; su mirada interrogante no pasó desapercibida para Vázquez, que empezaba a estar harto de notar movimientos extraños a sus espaldas. Candela, obviando al inspector jefe, saludó a su compañero como si acabase de llegar y no se hubieran visto desde el día anterior.
—Hola, Manel. ¿Te vienes a tomar algo antes de empezar? Todavía es temprano para ir a interrogar a la gente.
Salieron de la sala seguidos por la mirada inquisidora de Vázquez, que, sin embargo, guardó silencio.
—¿Qué te ha dicho el comisario?