La trampa (13 page)

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Authors: Mercedes Gallego

—¿Qué estaba investigando en este momento el inspector Romeu? Lo digo por si puede haber alguna relación.

—No lo creo, señoría. Está al frente de unos asesinatos acontecidos en el Barrio Chino en los que pueden estar implicadas algunas personas del entorno, pero no considero que esta investigación tenga nada que ver porque los sospechosos son un prestamista y un vidente.

La cara del juez experimentó un ligero sobresalto que pasó desapercibido para el comisario. El silencio reinó unos instantes hasta que el juez lo rompió:

—Vamos a tomar un café ahí al lado. Esto apesta a sangre. Llame usted a una patrulla para que custodien el cuerpo y salgamos de aquí.

—Ya lo he hecho, señoría. No tardarán.

—Pues vamos, ahí enfrente he visto un bar; los veremos llegar.

Salgado caminó tras él, extrañado por el comportamiento inusual del juez.

—¿Qué piensa usted hacer, comisario?

—No le entiendo, señoría. ¿A qué se refiere usted?

—Al inspector, naturalmente.

—De momento y hasta que se esclarezcan los hechos, dar cuenta de él y suspenderlo cautelarmente.

—No sea usted tan perfeccionista, comisario. ¿O es que cree usted que el inspector ha matado a la chica?

—En absoluto, señoría. Es un policía excelente, no tengo ninguna razón para creer que él haya hecho algo así.

—Entonces esperemos acontecimientos, no levantemos la liebre aún, que ya sabe usted que los de la prensa se lanzan como cuervos cuando huelen carroña. Como ya nadie les para los pies… Yo estoy con ustedes, que bastante tienen con hacer su trabajo.

Salgado no comprendía la actitud del juez, pero le dio las gracias. Más que extrañado, preocupado, se quedó el comisario cuando «su señoría» le respondió:

—No tiene importancia, comisario. Para eso estamos. Me debe una.

La frase resonó como una bofetada en el comisario Salgado, que se vanagloriaba de no ceder nunca a las presiones. Sabía que le costaría caro algún día, pero también era consciente de que un enfrentamiento acabaría con uno de sus inspectores apartado automáticamente del servicio y acusado de asesinato. No era su intención echar tierra al asunto al estilo del modelo policial contra el que luchaba desde que había ingresado en la policía, mucho antes de que los cambios políticos así lo demandaran.

Él mismo estaba atándose una soga al cuello; en el momento que la noticia se hiciera pública, no faltarían los que magnificarían los hechos, dando por sentada la culpabilidad de Manel, aunque no existía ningún móvil, al menos no de forma evidente puesto que la víctima y el inspector eran amigos y había sido él quien la llevó a la orquesta, el que le había abierto las puertas, según le contó el inspector minutos antes. Decidió sondear al juez.

—¿Qué sugiere usted, señoría?

—Con el fin de semana por medio, yo que usted «aceptaría» una minuta del inspector con fecha del viernes, comunicándole la sustracción o pérdida del arma. Así queda libre de toda sospecha y, como mucho, le caerá una sanción administrativa.

—Claro, pero entonces ¿cómo justifico que no se haya llamado a la comisaría del distrito?

—Eso no tiene mayor importancia, comisario. Puede usted llamar ahora si cree que es lo mejor, pero yo no lo haría. Las cosas que han ocurrido avalan los hechos: la mujer de la limpieza acude a su jefe y éste a un músico de su bar que es policía. Todo dentro de la razonable. El inspector reconoce su arma, que previamente ha denunciado como robada y se pone en contacto con usted. La secuencia lógica: usted llama al juzgado y yo que estoy de guardia, acudo.

—Sí, claro, pero ¿qué interés tiene usted en exculpar a un inspector? Eso es lo que no termino de entender.

—Porque estoy harto de que en los tiempos que corren empiecen a tener más derechos los chorizos que los que combaten el delito. Por eso y sólo por eso, comisario. A mí no me ha parecido que el inspector tenga nada que ver; son muchos años bregando con esta gentuza, comisario, y uno sabe ante quien está con mirarle la cara.

—Pero señoría, ¿qué le digo al jefe superior?

—¡Joder, comisario! Es usted un poco corto. Le enseña la minuta, que le había entregado el viernes a última hora el inspector y ya está.

—Entonces el que queda con el culo al aire por no cursarla inmediatamente soy yo.

—¿Y qué? No se va usted a poner en marcha un viernes a las nueve de la noche, por ejemplo. Lo más normal es dejarlo para el lunes, digo yo. A menos que sea usted de esos que viven dentro del trabajo, que de todo hay.

Sí. Él era de esos. Si el inspector Romeu le hubiese entregado una minuta denunciando la desaparición de su arma reglamentaria, aunque hubiesen sido las doce de la noche de un viernes, él habría mandado un telefonema de inmediato a la Dirección General de Personal, y en ese mismo momento habría iniciado la investigación para intentar saber las circunstancias que rodearon a la desaparición. Claro que la mayoría no hubiera actuado así, eso también lo sabía el comisario Salgado. Por primera vez en su vida, esa forma de proceder, de la que solía vanagloriarse, se le volvía en contra. Creía en Manel Romeu. Le había demostrado ser un policía intachable, al margen de su aspecto melenudo y desgarbado, lo era. No podía dejarlo en la estacada desperdiciando una oferta tan inusual, por más que procediese de un juez que olía a chanchullo más allá de lo razonable.

Aceptó.

El lunes por la mañana Candela deambulaba sin rumbo por la sala de inspectores del grupo de Homicidios, en la que, como era de esperar, no estaba Manel. Espió la llegada del comisario presa de ansiedad; pese a ser siempre el primero en llegar, lo hacía alrededor de las ocho, ese día no había dado señales de vida. Poco después de las dos, consiguió por fin entrevistarse con él.

—¿Sabes algo de Manel? —fue su saludo.

—Lo único que sé es que le ordené irse a su casa.

—¿Y qué? ¿Has vuelto a hablar con él?

—Ayer por la tarde, cuando se llevaron el cuerpo lo llamé y nos vimos un momento.

—¿No vas a suspenderlo de empleo?

El comisario se retiró el pelo con su gesto habitual para intentar colocarlo detrás de las orejas. Seguía llevándolo largo, a pesar de que las canas se iban apoderando de su color oscuro y las entradas se acentuaban con el paso del tiempo. Permaneció en silencio con gesto pensativo mirando en torno suyo como si alguien pudiera estar escuchando. Candela, sentada frente a él, observaba en silencio.

—Vamos a dar una vuelta y te cuento. Han sucedido cosas muy extrañas. Tenemos que averiguar qué coño ha pasado en el bar. Quién ha matado a la cantante y quién quiere quitarse de encima al inspector. Sólo tengo total confianza en ti y en Vázquez, pero él es jefe de grupo y no puedo asignarle un caso sin liberarle de otras funciones. Además, levantaría suspicacias. Tampoco sé si apartar a Manel de sus funciones. Hasta que no hable con el jefe superior estoy atado. Sólo quiero saber si cuento contigo.

—Eso no tienes ni que preguntarlo, Andrés. Sabes que sí. Otra cosa es que nos peleemos, que muchas veces me saquen de quicio tus ramalazos de legalidad, pero por otras muchas razones te estoy agradecida y puedes estar seguro de que haré lo que me pidas.

Caminaban por la calle Magdalenas, la parte trasera de la jefatura. Recorrieron varias callejuelas hasta llegar a Puerta del Ángel, donde entraron en un bar.

Salgado contó a Candela la conversación con el juez y el inesperado giro que había sufrido la situación.

—Así que ya ves, para no meter en un lío al inspector Romeu, me he metido yo. No sé por dónde me va a salir el juez, pero ya saldrá, ya. De eso no tengo ninguna duda. Me tiene cogido por los huevos.

—Es cierto. Mal asunto, jefe. Muy mal asunto…

Ambos encendieron un cigarrillo antes de continuar hablando. Candela no deseaba traicionar la confianza de Manel, pero comprendía que el comisario había apostado fuerte por su inocencia y era justo que supiera con quién se las estaba viendo; el comisario debería saber que el inspector consumía cocaína y dudaba entre decírselo ella o hablar con Manel y obligarlo a abordar él el tema con Salgado. Optó por callar hasta hablar con él.

—¿Qué has hecho con la pistola?

—Esa es otra. La recogí con el pañuelo para no borrar huellas y la tengo en mi despacho. ¡Joder, que lío! Si la mando al gabinete sin haber cursado la denuncia, no se lo cree ni Dios lo de la pérdida.

—Pues cursa la denuncia ahora mismo, habla con el jefe superior y entrega las pruebas al gabinete. Luego la remites al juzgado y en paz.

—No me descubres nada nuevo, eso ya lo sé. Lo que dudo es si decirle al jefe superior la verdad o seguir con la historia de la minuta.

—Hombre, la historia huele mal, pero es tu palabra la que está en juego y a estas alturas nadie va a ponerla en duda.

—Por eso mismo, Candela. Porque el jefe superior no se va a creer que no haya hecho nada sabiéndolo desde el viernes.

—Otros lo hubieran hecho, así que empieza a ser «humano» y baja del pedestal de una vez, que tú solito no vas a conseguir cambiar la policía.

—No sé, Candela. No sé. Esto cada vez me gusta menos. Aunque tal vez tengas razón. Cursaré la minuta y llevaré la pistola al gabinete para que la analicen. Claro que hasta que el forense no nos entregue la bala, suponiendo que esté alojada en el cadáver, no corre prisa.

Abandonaron el bar cabizbajos. ¡Menudo lío había organizado el dichoso Manel! —pensaba Candela—, y si añadimos el consumo de drogas, son dos faltas disciplinarias, porque él mismo reconoció que la tomaba antes de ir a trabajar, para despertarse. «Es urgente que hable con él».

Salgado por su parte, empezaba a arrepentirse de haber aceptado la propuesta del juez, que no veía clara. Le daba la sensación de que tarde o temprano se la cobraría.

—Entonces Manel viene a trabajar hoy, ¿no?

—Sí, supongo que sí. Se abrirá un expediente para conocer las circunstancias en las que perdió el arma o se la robaron y, dependiendo de lo que salga, será sancionado por falta leve o grave.

—¿Le apartarán del servicio?

—De momento sí, porque además no tiene arma.

—Claro, si ha aparecido junto a un cadáver, lo más normal es que el juez la retenga como prueba.

—Habrá que esperar la investigación para asignarle otra. Eso puede llevar tiempo, pero hoy por hoy no puede trabajar. Según lo que me digan los de Madrid cuando hable con ellos, veré lo que hago —Salgado daba muestras de desorientación.

Candela decidió cambiar momentáneamente de tema.

—Hoy por la mañana teníamos previsto volver a Información por si podemos disponer de las escuchas antes de interrogar a un tío, un cliente del vidente del Barrio Chino, pero no sé si esperar a ver qué pasa con Manel.

—Yo tampoco lo sé. ¿Es urgente?

—Lo era, pero comprenderás que todo ha pasado a segundo término. También nos disponíamos a completar el horario de una de las víctimas, que se dedicaba a hacer faenas domésticas en varias casas, pensábamos hablar con sus amigas porque nos faltaba por cubrir el horario de tarde. No se van a marchar, así que la gestión puede esperar.

—Pues vete a la sala. En cuanto termine de hablar con el jefe superior te llamo. Hasta que no sepa qué pasará con Manel prefiero no asignarte otro compañero. También tengo que hablar con Vázquez.

La conversación con el jefe superior no discurrió como pensaba el comisario. Por lo visto el juez ya había hablado con él. Al contrario de lo que Salgado suponía, su superior se mostró excesivamente comprensivo con lo sucedido, inclinándose por «echar tierra» sobre el asunto.

—He hablado con el juez que instruye el caso y me ha aconsejado que no abra expediente al policía, que sin duda, ha sido víctima de una situación insólita. Me ha pedido que destine a dos funcionarios para investigar lo sucedido y encontrar al verdadero culpable, porque a nadie beneficiaría una investigación interna.

—En eso estoy de acuerdo, señor, pero lo de «echar tierra» y que Manel continúe en el servicio como si no hubiera sucedido nada, no. Además no tiene arma.

—Coño, pues que se compre una. Muchos policías prefieren utilizar una personal porque, entre usted y yo, comisario, la reglamentaria es una mierda.

—Pero ya he enviado a Madrid la minuta en la que se me informa de la sustracción del arma.

—Por eso no se preocupe, comisario. Ya me moveré para que se den prisa. No es la primera vez que un policía pierde el arma o se la roban. Si fuese por eso, habría más de uno suspendido de empleo. Dígale que se compre una pistola hoy mismo, que vaya al Negociado de Armas y que la registre para poder usarla en vez de la reglamentaria.

El jefe superior miró al comisario que, atónito, no comprendía nada de lo que oía.

—¿Qué le pasa, comisario? ¿Es que no quiere usted defender a su gente? Para una vez que encontramos un juez comprensivo que prefiere saber lo que ha pasado antes de manchar la hoja de servicios de un policía, pone usted pegas?

—No es eso. Es que no es lo habitual. Lo normal, perdone que le diga, es que desde este momento el inspector Romeu debería estar suspendido de funciones hasta que se aclare lo sucedido.

—Pues no va a ser así. Hoy mismo pondrá usted a dos funcionarios a investigar y, créame comisario, confío en que todo se aclare en los próximos días.

—Como usted ordene. Pondré en el caso a mis mejores hombres.

—He hablado del tema con el juez. Vamos a encargárselo a Morell y García, son perros viejos y saben cómo hacer las cosas. Y si hay que pegar dos hostias, pues se pegan, que la situación no está para andarse con remilgos.

La cara del comisario se tornó de color ceniza. ¿Morell y García? Los residuos del pasado investigando una situación tan delicada como la que se había producido en la persona de un compañero. Si había que mantener la discreción, eran los menos indicados y si los había sugerido el juez todavía le parecía más extraño. Algo no cuadraba y antes de mostrar su desacuerdo a un superior que podía destituirlo sin explicaciones, decidió callar y, por una vez, actuar por su cuenta. En ese momento comprendió a Candela como nunca. Contaba con ella para desenmascarar una situación extraña que no acertaba a comprender, pero que olía muy mal.

—¿Ocurre algo, comisario?

El silencio de Salgado impacientó al superior.

—Nada. Se hará como usted dice. Ahora mismo voy a Homicidios para hablar con ellos y que se pongan a trabajar de inmediato. En cuanto a Manel, está en su casa. Llamaré para transmitirle sus órdenes.

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