La trampa (10 page)

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Authors: Mercedes Gallego

—Tienes razón, Manel. A veces parezco paranoica. No volverá a suceder, te lo prometo.

—Anda, vamos a la Brigada, hacemos el informe y pedimos la orden para el teléfono del gurú. A lo mejor ocurre como con el judío, que se llama Pepe y es de Cádiz… —volvió a reír.

Esta vez Candela se unió a sus carcajadas.

—No me extrañaría…

No se llamaba Pepe, se llamaba Cándido y había nacido en Badalona, no en Cádiz. Vivía en la calle san Rafael desde hacía 2 años. Tenía antecedentes por hurto y agresión. Los funcionarios de Badalona confirmaron que la familia vivía en la localidad, pero que a él no lo habían vuelto a ver. Le habían caído tres años de cárcel, pero sólo había cumplido dos por la amnistía concedida hacía dos años. Era obvio que el piso lo había alquilado cuando recuperó la libertad.

Vázquez no estaba en la Brigada; decidieron hacer la gestión con el comisario ellos mismos. Salgado los recibió sonriente.

—Os felicito por lo de la Barceloneta. Nos hemos apuntado un buen tanto con el Consulado. Sobre todo por la rapidez.

—Ojalá todo fuera tan fácil —respondió Candela.

—En realidad han sido los confis del inspector Garrido de la Barceloneta, no hacíamos maldita falta —añadió Manel—. Si somos honrados, nosotros no hemos hecho nada. Sólo ruido y aumentar las estadísticas, el caso lo han resuelto ellos solitos.

—¿Lo dices en serio?

—Ya lo creo, jefe. No sé a quién se le ocurrió la brillante idea de que se investigase desde aquí. Los asaltos a navajazos suelen ser chorizos corrientes a los que se les ha ido la mano y eso lo sabe mucho mejor la gente del distrito.

—Yo os lo ordené porque el jefe superior se empeñó. Al parecer se lo pidieron en el Consulado.

—A vueltas con los enchufes —Candela no desperdició la ocasión para clavar su puya.

Ignorando el comentario, Salgado se interesó por el caso del Barrio Chino.

Después de ponerlo al corriente, Manel puntualizó:

—Por eso hemos pensado que este tío puede tener algo que ver. Todavía no sabemos si con los crímenes o simplemente con estafas, pero limpio no está, eso seguro.

—Espera un momento, voy a llamar al juzgado. Dame una copia de este informe para enviarla, mientras, intentaré adelantarlo por teléfono.

Permanecieron unos minutos en silencio observando cómo su jefe mantenía la conversación con el juzgado.

—No hay problema. Tú misma, Candela. Sube a la Brigada de Información y que vayan poniendo en marcha la intervención. La orden llegará mañana, pero me han dicho que la hacen con fecha de hoy. ¿Algo más?

—De momento no, jefe. ¿Seguimos con el caso o tienes algo para nosotros?

—¿Y Vázquez? ¿Cómo es que no ha venido él?

—No está.

Salgado no dijo nada y dio por finalizada la reunión.

Candela Miró a Manel mientras le decía:

—Me voy a Información. Espérame en la sala.

Manel asintió.

—Mientras intentaré organizar un poco todo lo que tenemos, a ver si se me ocurre algo.

Candela regresó a los pocos minutos.

—He visto a Virginia. Está loca por venir aquí. Dice que ha hablado con su jefe pero que no quiere ni oír hablar del tema. Incluso le ha prometido un turno fijo para que pueda matricularse y terminar la carrera.

—Pues que lo aproveche, joder. Que no sea tonta.

—Eso le he dicho yo. Quiere ser forense y no nos vendría mal una de la casa metida en los juzgados. Le he dicho que pregunte si puede matricularse fuera de plazo de las asignaturas que le quedan de quinto, así en octubre puede empezar sexto. Creo que con una instancia razonada se puede hacer y ella, por lo de la muerte de su padre, lo tiene bien.

—Bueno, a lo nuestro. Como hasta la noche no podemos ir a casa de las amigas de Cayetana a ver si nos completan de una puta vez el horario, podíamos dejarnos caer por la puerta del vidente y mirar quien entra y sale. Si vamos esta noche a verlas nos ahorramos venir mañana que es sábado.

Candela aceptó la propuesta.

—Enfrente hay un bar, podemos instalarnos allí.

—¿No daremos el cante? —dijo Manel.

—Pues en la calle lo daremos más. Aquello es muy estrecho.

—¿Y dentro de un coche?

—¿Bloqueando la calle? No, Manel, tú no has estado por allí, pero en cuanto lo veas te darás cuenta de que daremos el cante donde nos pongamos, así que, cante por cante… En el bar se está mejor.

—Pues vamos a «cantar».

Abandonaron la jefatura de buen humor.

—He pedido hora para ir a disparar el lunes. ¿Por qué no te vienes conmigo?

—¿A pegar tiros? No me entusiasma, Candela. Lo de disparar no termina de convencerme. Es lo peor de ser policía. Seguro que no doy ni una en la diana.

—A mí me encanta. Tengo medalla de bronce. Me gustaría probar la pistola que me ha regalado mi padre.

—Vamos, que te va la marcha…

—Desde pequeña me gustaba disparar en las ferias. Tengo varias fotos de esas que te salen cuando aciertas en el centro.

—De acuerdo. Iré contigo, a lo mejor no me viene mal, porque como un día tenga que disparar me puedo cargar al primero que pase. Soy una nulidad, ya lo verás.

Llevaban más de una hora sentados; habían consumido dos cafés cada uno y un paquete de cigarrillos. Los bostezos presidían la reunión cuando Manel dio un salto y se levantó de la silla.

—Vámonos Candela; ese tío que acaba de salir estaba en el bar jugando una partida el día que fuimos. No nos hemos enterado cuando entró, estamos en Babia, ¡joder!

—Ve tú tras él, yo voy a pagar los cafés. Ahora te alcanzo —sugirió Manel.

Sin correr para no llamar la atención, pero a paso ligero, Manel se unió a su compañera instantes después. En ese momento atravesaba la plaza en la que habían aparecido los cadáveres; al llegar a la calle San Pablo, vieron cómo entraba en un portal.

—Espera que tomo nota del número —dijo Candela sacando su libreta.

—Deja pasar un rato y vamos a mirar los buzones.

—No hace falta, Manel. Miramos el Registro de la Propiedad y con las fichas del documento vemos las caras. Es mejor que no nos vea por aquí.

—Ahora que lo pienso, ¿has quedado en volver al vidente?

—No me ha dicho nada; la primera vez que fui, él mismo me dio hora para la semana siguiente, pero en esta ocasión no me ha dicho nada.

—¿Y no te parece raro?

—En cierto modo, sí. ¿Me habrá mordido?

—Pierde cuidado, si lo ha hecho lo sabremos por el teléfono. Lo que está claro es que a ese no vuelves; supongo que estarás de acuerdo.

—No, si yo ya había decidido no volver. Desde el hallazgo de la señora del juez, estaba claro que aquí había algo oscuro —permaneció pensativa antes de continuar hablando—. Manel, ¿te das cuenta de que llevamos tres semanas y estamos como al principio? Cualquier día nos quitan el caso y nos quedamos sin saber lo que ha pasado.

—Tampoco se va a hundir el mundo, Candela. No siempre se consigue atrapar a los culpables. Eso tenías que haberlo asumido ya con los años que llevas en Homicidios.

—Ya, pero me jode.

Continuaron caminando en silencio hacia la Jefatura. Recorrían la calle Condal y ya muy cerca de su destino, Manel insistió una vez más.

—Vente mañana al bar a ver nuestra actuación. Parece mentira, Candela. Ya no te lo voy a decir más, entiendo que no te apetece y en paz; sólo te lo decía porque te diviertas un poco, que falta te hace…

—Tienes razón. En realidad, no sé por qué no he ido. Se lo comentaré a Julia a ver si quiere acompañarme. No te prometo nada, pero lo intentaré.

Capítulo 5

El día no deparó nada nuevo; otra vez el trabajo pesado: consultar archivos en el Registro de la Propiedad, volver a mirar las fichas del Documento Nacional de Identidad y un nuevo nombre de una persona normal, sin antecedentes y sin otra característica digna de atención, si no fuera porque, como las dos víctimas masculinas, estaba sin trabajo. Las amigas de Cayetana tampoco conocían la casa para la que trabajaba por las tardes.

Puesto que el trabajo se había estancado, decidieron que no valía la pena seguir durante el fin de semana. Candela prometió acudir al día siguiente a la actuación y Manel se marchó contento, no sólo por la promesa de ir a verlo, sino porque creyó haber dado un paso adelante en una relación que él deseaba fuese de amistad y Candela la reducía a compañeros de trabajo.

Alrededor de las cuatro de la tarde, intentaba con escaso éxito convencer a su amiga Julia de que fuese con ella a ver la actuación de Manel.

—Que no, Candela. Que no voy a ir. Ya sé que es muy majo, que te fías de él y todo lo que tú quieras, pero es policía. Ya tengo cubierto mi cupo de amigos policías contigo.

—Pero mira que eres clasista, Julia. ¿Y vosotros habláis de igualdad? Una mierda, eso es lo que sois, mirando más las apariencias que otra cosa. Luego dices de los burgueses… Ya te digo, eres peor que mi padre que siempre me decía con quién tenía que ir.

Un paréntesis de silencio hizo creer a Candela que Julia había colgado el teléfono.

—¿Julia? ¿Estás ahí?

—Sí, sí… Perdona. es que pienso que a lo mejor tienes razón. ¿A qué hora es? —Julia empezaba a ceder.

—A la que tú quieras. La actuación es a las once. Yo había pensado que cenásemos algo por ahí y luego nos vamos al bar. Me muero de ganas de ver a Manel con el saxo.

—Pues desde que lo conoces has tenido tiempo.

—Por eso mismo. Entre las oposiciones y el trabajo he estado dos años secuestrada. Venga, mujer. Anímate, que puede estar bien.

Cuando Julia colgó el teléfono permaneció pensativa con la mano sobre el auricular. Tenía razón Candela, estaba llena de prejuicios sobre las clases, la derecha, la izquierda, el proletariado y… «la madre que los parió a todos juntos» —concluyó hablando sola—. Una mierda, eso es lo que es todo. Una enorme mierda. ¿De qué nos han servido tantas concesiones para lo que pintamos? Nuestro líder ya no tiene ni pantalones de tanto bajárselos. No nos quiere ni la izquierda, porque los que se arriman a la moderación, se van con los del PSOE y los de la antigua izquierda ya no confían en los comunistas, cosa que no me extraña porque yo tampoco es que me fíe mucho con tantos cambios para estar ahí, como dicen los que mandan.

Comenzó a mover papeles de un lado a otro de la mesa. Abrió una carpeta, la volvió a cerrar sin haber mirado su contenido. Desplazó unos centímetros el bote de cerámica lleno de bolígrafos y lápices. Puso derecha la grapadora. Alineó milimétricamente a ella la taladradora, para finalizar su obsesivo recorrido en el teléfono, que levantó con furia marcando el número de su amiga.

—¿Sique en pie la invitación?

—La doblo. Te invito también a la copa —respondió radiante Candela—. Te recojo mañana a las ocho y media, que el bar está en Gracia y se aparca muy mal.

El 4L amarillo de Candela necesitaba la jubilación, pero todavía era capaz de circular con alegría por el Ensanche, como en ese momento que corría veloz por la calle Provenza, cerca de la Sagrada Familia, donde Candela lo había dejado aparcado. Ingresar en el cuerpo de policía, no sólo había supuesto para Candela asentarse en la profesión, sino doblar económicamente su sueldo, por eso se planteaba la idea de comprarse un nuevo coche, la duda se centraba en cambiarlo por una moto. Sonrió para sí al pensar que esta idea se había convertido en un pensamiento recurrente cada vez que subía a su viejo cuatro latas, como solían llamar al modelo que conducía.

El escaso tráfico permitió recorrer la distancia desde la Sagrada Familia, donde vivía Candela, hasta la avenida Príncipe de Asturias, porque Julia, a pesar de ser sábado, tenía demasiado trabajo para poder tomarse el día libre. En un cuarto de hora; le sobró tiempo para plantarse delante del bufete. Aparcada frente al él, miraba su fachada y las ventanas, rememorando el día que salió encañonada con su propia pistola por el culpable del asesinato de tres mujeres. Hacía dos años ya; lo sentía lejano en el tiempo pero próximo en su vida. Su segundo caso, su segundo tiro. Fumando un cigarrillo, acarició inconscientemente la pierna que recibió el último balazo: —espero que esta vez no me llenen de plomo, pues de momento, asesinato que investigo, tiro que me llevo, menuda gracia.

—¡Qué puntual! —saludó Julia sonriente al verla aparcada frente al portal.

—No hay nadie por las calles, he atravesado Barcelona en menos de un cuarto de hora.

—No me extraña, con este tiempo. No es normal en octubre, parece que estemos en pleno invierno. ¿Dónde me llevas a cenar?

—Cerca del bar hay un restaurante que me ha recomendado Manel. Dice que es pequeño pero que tienen una buena carta, especialmente las galtas de xai.

—Yo prefiero otra cosa, no me gustan las cabezas de nada.

—Pero si no es la cabeza entera, sólo el carrillo.

—¡Ag! que asco. Pídetelas tú si quieres, yo prefiero otra cosa.

Después de dar buena cuenta de una botella, la cena y la copa de moscatel a la que invitó la casa —que fueron varias—, salieron eufóricas del pequeño restaurante y, riendo de buena gana, entraron en El Raconet, como se llamaba el bar donde actuaba Manel, que se hallaba al final de la calle Vallfogona. Eran las once menos cuarto.

Manel se acercó presuroso cuando las vio. Ya no se parecía al policía que había visto Julia hacía dos años; ahora llevaba el pelo largo lo mismo que la barba y vestía una camisa, pantalón y un chaleco de cuero, todo ello negro. Una corbata muy fina del mismo color completaba su atuendo.

Candela le dio dos sonoros besos al verlo.

—Pero qué guapo estás, colega. Ahora sí que no pareces de la pasma.

Manel se ruborizó hasta la raíz. Se acercó a Julia tendiéndole la mano.

—Te agradezco que hayas venido, Julia. Es importante para mí que personas como tú confíen en que dentro del cuerpo también hay gente normal.

—Espero que así sea, Manel. He de confesarte que Candela me ha convencido, yo no quería, pero ahora me alegro.

El bar era alargado; al fondo, sobre una tarima de madera, se podía ver un viejo piano junto a una batería.

Manel condujo a las dos mujeres a una mesa desde la que se veía el pequeño escenario. En días en los que no actuaba nadie se llenaba con mesas, pero esa noche éstas se apretaban entre sí dejando libre el espacio. Alrededor de las once y cuarto, Candela y Julia pedían el segundo whisky que el camarero les sirvió con rapidez; antes de poder dar un trago, las luces del bar se apagaron al tiempo que dos potente focos iluminaron el escenario.

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