La trampa (29 page)

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Authors: Mercedes Gallego

—Ahora viene. Estaba durmiendo el pobre, pero dice que le tiene ganas al viejo ese, que va chuleando a los compañeros de la comisaría porque tiene amigos dentro del cuerpo y le avisan de las redadas sorpresa, por lo que nunca le encuentran nada encima.

—¿Es cliente o camello?

—Las dos cosas. Va de artista; dice que es pintor, pero nunca ha hecho ninguna exposición ni nada, así que de algo tiene que vivir y no me extrañaría que pase droga. Además, el Trepa no va a venir aquí a la una de la madrugada a entregar una papelina.

—No creo que se largue —dijo Candela—. Acaban de pedir cuatro copas.

—Eso no quiere decir nada, que en dos tragos acaban con una destilería. Mejor nos aseguramos y además, Aurelio nos registrará junto a ellos para disimular. Ven, ya verás.

Tiró del brazo de Candela dirigiéndose a la mesa. En el local sólo estaban ellos dos, el individuo al que el Trepa había pasado la droga y sus amigos . El camarero limpiaba afanosamente la barra después de sacar brillo a los vasos.

—¿Sois de aquí? —preguntó Diego cuando estuvieron a la altura de la mesa.

—Yo no —respondió rápido uno de los jóvenes, poniéndose en guardia.

—No, lo decía por ella. Acaba de llegar y me ha preguntado por un bar de chicas. Yo la he acompañado aquí porque había oído hablar de esto, pero no soy cliente, así que a lo mejor vosotros… Vaya, si no es molestia…

El contacto del Trepa los miraba de forma escrutadora.

—¿Sois pareja?

Diego encajó la respuesta mirando a Candela.

—Bueno, no exactamente, pero algo hay…

Ella se apretó mimosa contra su brazo exhibiendo su mejor cara de gata.

—Ya comprendo. Vosotros buscáis a una tercera para hacer un numerito… —soltó riendo uno de los jóvenes.

—Más o menos —respondió Diego con una sonrisa libidinosa.

—Pues no chata. De eso por aquí no encontrarás. Tíos, los que quieras, pero señoritas no. Tendrás que ir a Barcelona, allí sí que conozco un par de sitios —soltó una risa de falsete mientras movía la mano enseñando la palma al más puro estilo de un exhibicionismo homosexual.

—No, si yo ya se lo he dicho —se disculpaba Diego—. Ha sido ella la que se ha empeñado en que os lo pregunte.

Diego consiguió entablar una conversación rayando en lo absurdo, que ellos, imbuidos de droga, alcohol y noche siguieron con grandes risotadas hasta que un hombre corpulento de poca estatura entró cortando en seco la escena. Las caras se tornaron estatuas inanimadas.

Aurelio, el amigo de Diego, sacó la placa, la puso sobre la mesa y los miró con cara de pocos amigos:

—A ver, la documentación al ladito de la placa. Vamos, rápido. Y los bolsos —el tuyo también, muñeca—, dijo a Candela mirando fijamente sus ojos.

El que Candela y Diego habían apodado como «abuelo», fue el primero en protestar, pero de nada le sirvió apelar a la Constitución, a sus derechos y a la ley. Aurelio no estaba dispuesto a hacer concesiones, aún sabiendo que el individuo tenía razón.

Los que no llevaban bolso, fueron depositando el contenido de sus bolsillos. El mayor de ellos, que había contactado con el Trepa se resistía al registro apelando a sus derechos conculcados, según dijo.

Candela dejó su bolso junto a los otros, alegrándose de llevar la pistola en la funda de cintura que su padre le había regalado. Diego, la llevaba como siempre en la parte trasera encajada entre el pantalón y la camisa. Vació sus pertenencias dejando la placa en uno de sus bolsillos.

Aurelio empezó por el de Candela, sacó algunas cosas del interior mirando el fondo como si buscase algo concreto. Acto seguido, eligió el del contacto del Trepa. Ahí estaba el paquete abierto por una esquina manchada de un polvo blanco que no ofrecía dudas.

—Camarero. ¿Dónde está el teléfono?

—Ahí al fondo, señor.

Aurelio sacó la pistola encañonando a los presentes y esposando al dueño de la «mercancía» a un radiador, convencido de que los más jóvenes aprovecharían la ocasión para huir en cuanto él hubiera desaparecido camino del teléfono.

Así fue. Salieron corriendo en dirección a la puerta en el escaso minuto que el inspector tardó en regresar después de llamar a la patrulla nocturna. Lo sabía y, hasta cierto punto, se alegraba. Eso facilitaría el trabajo y él había cumplido su objetivo: coger al falso pintor con un buen paquete de coca encima.

—Vosotros os podéis ir —dijo al regresar dirigiéndose a Candela y a Diego. Y que no os vuelva a ver merodeando por aquí. En cuanto a ti… Ya me encargaré de buscarte un buen hotel. ¡Andando!

Capítulo 13

Eran más de las tres cuando entraron en el apartamento. Manel y Julia esperaban despiertos e intranquilos y habían dado buena cuenta de media botella de whisky.

Manel se había quitado las gafas; el pelo enmarañado sin el peinado clásico con la raya a un lado y el flequillo sobre la mitad de la frente, recordaba al músico melenudo. Candela notó de inmediato que las horas transcurridas mientras ella y Diego iban detrás del Trepa, no habían pasado en vano para la «pareja de novios». «Me parece que Julia se está colando por Manel…», pensó preocupada.

—Bueno. Ya está —exclamó Diego satisfecho—. Aurelio ha quedado en llamarme en cuanto interrogue al fulano. Con un poco de suerte canta quien le ha vendido la coca y tenemos al Trepa.

—Hostia, Diego. Eso que dices es cojonudo. Cuenta, cuenta… —preguntó Manel.

—…y cuando llegó al bar arremetió contra el viejo, hizo la vista gorda para que los jovencitos se dieran el piro y a nosotros nos dejó en libertad. Te juro que parecía una película, tenías que haber visto la cara del camarero —terminó de relatar Candela, acompañada por la sonrisa satisfecha de Diego.

—Y ese Aurelio, ¿de dónde ha salido?

—Es un viejo amigo de Atarazanas. Trabajamos muchos años juntos, pero hace ya unos cinco, Aurelio se quedó viudo; como no tiene hijos, quiso cambiar de aires, así que aprovechó una vacante en la comisaría de Sitges, la pidió y se la dieron. En verano pasamos muchas horas juntos. Es un gran tipo.

—¿Y ahora qué? Porque lo que hemos venido a hacer ya está hecho.

—Sólo una parte, Julia. Ahora tenemos que esperar a ver si el viejo canta y van a por el Trepa. Yo no me pierdo lo que pasará con el de Castelldefels si al camello se le ocurre cantar también —añadió Candela.

—Creo que deberíamos llamar al jefe y ponerlo al día. Que él decida lo que hacemos y, según cómo, a lo mejor quiere meter a los de estupas y nosotros nos quitamos de en medio.

Diego era de la vieja escuela y no le gustaba actuar por su cuenta. Él estaba acostumbrado a recibir órdenes a cada paso y no comulgaba con la política de los jóvenes que se arrogaban atribuciones que en su opinión, correspondían a los jefes. En esta ocasión, tanto Manel como Candela estuvieron de acuerdo. Julia, sin embargo, hizo un mohín de frustración. Probablemente deseaba recuperar a su «huésped», encerrarlo en su casa y pasar unos días de fiesta empleándose a fondo en su conquista.

—¿Llamamos ahora o esperamos a mañana? —preguntó Manel.

—Mejor esperamos a ver lo que nos dice Aurelio sobre la confesión del abuelo —respondió Diego mirando el reloj—. Prometió llamarme esta misma noche.

—¿Por qué no dormimos un rato hasta que llame? Entre unas cosas y otras son casi las cuatro y a mí no me aguanta más el cuerpo —Candela bostezaba ostensiblemente—. Todos estuvieron de acuerdo, si bien Diego matizó:

—Yo me echaré aquí mismo en el sofá, no vaya a ser que no oigamos el teléfono.

Eran más de las siete cuando Aurelio llamó desde la comisaría local. Diego se abalanzó sobre el teléfono e instantes después los demás aparecían en el salón mirándole mientras él escuchaba lo que el inspector le decía al otro lado del hilo, respondiendo con monosílabos. Cuando colgó, tres pares de ojos lo miraban inquisidores.

—Bueno. Como era de esperar no ha soltado prenda, insiste en llamar a un abogado, y según la última normativa, Aurelio no tiene más remedio que acceder. El muy capullo dice que no sabe nada del paquete, que a lo mejor se lo ha metido en el bolso alguno de los jovencitos que estaban con él en la mesa.

—La madre que lo parió. ¿Y ahora qué?

—Yo buscaría huellas en el paquete; lo más probable es que aparezcan todas: las del Trepa, el detenido de Sitges y las del inspector Soriano.

—Eso me ha dicho Aurelio, está en ello. Ya las ha levantado. Sólo espera ver el expediente del Trepa, que lo tiene Leandro. Me ha pedido que si podemos, aceleremos el envío, porque como es puente… Según cómo, de aquí al lunes han pasado las setenta y dos horas y tendrá que dejarlo en libertad.

—De eso nada —dijo Candela—. Leandro nos pasó una copia. Me voy ahora mismo a buscarla.

Diego movió la cabeza mirando a Candela.

—No. Llamamos al jefe y que lo haga él. No empieces a ir por libre como siempre.

—Yo lo decía para ir adelantando —respondió la inspectora con gesto contrariado, y acto seguido, mirando a Diego, añadió—: bueno, rápido, llama tú. Se supone que eres el más antiguo y eso del mando y las jerarquías por lo visto aquí es más importante que agarrar a los culpables…

Julia miraba la escena como si de una partida de tenis se tratase, moviendo la cabeza de un lado a otro dependiendo del que hablase.

El aspecto de todos era un tanto pintoresco. Manel, con un pijama recién comprado color azul marino; Diego, vestido con lo mismo del día anterior, que no se había quitado cuando se echó sobre el sofá, llevaba el pelo revuelto, con una espesa barba oscureciendo su cara. Candela vestía un esquijama verde claro con un enorme gato estampado en la pechera. Julia un pantalón de esquijama y una camiseta grande sin mangas en vez de la parte superior correspondiente. Todos despeinados y con grandes ojeras. Al fin, la abogada decidió tomar parte.

—Yo creo que lo primero que deberíamos hacer es preparar un café, ducharnos y vestirnos. Mientras, os ponéis de acuerdo en quién llama a quién y todas esas cosas tan oficiales que siempre andáis discutiendo.

Todos rieron su ocurrencia dándole la razón. Diego, como anfitrión de la casa, tomó la iniciativa dirigiéndose a Julia.

—Tú por hablar te encargas de hacer el café. Candela, entra si quieres en la ducha mientras yo llamo al jefe, y tú, Manel, ayuda a Julia con el desayuno y vas poniendo sobre la mesa las tazas y los bollos que compramos ayer.

—Sí, papá —respondió Manel con sorna.

Diego llamó al comisario Salgado que le prometió moverse para llevarles él mismo el expediente del Trepa, del que tenía copia porque en su día se la había facilitado el jefe de Estupefacientes.

—Dentro de una hora más o menos me tenéis ahí. Lo que tarde en vestirme y pasar por la Brigada para coger el expediente. Dame el número de Aurelio para hablar con él.

A las diez de la mañana el comisario Salgado entraba en la comisaría de Sitges preguntando por el inspector Aurelio Martínez, al que conocía de vista.

—Si te parece entramos los dos al interrogatorio. ¿Cómo has dicho que se llama el detenido?

—Rodrigo Díaz.

—Coño, como el Cid.

—Sí —respondió Aurelio—, pero este no es de Vivar, sino un vivales —ambos rieron—. Vamos a por él.

Rodrigo Díaz insistía en sus derechos reclamando un abogado. Salgado tomó la iniciativa.

—Mire usted, señor Díaz. Si entra aquí un abogado, usted sale derechito al juzgado imputado por posesión de drogas y, por la cantidad, podemos acusarle de tráfico. De momento no tiene usted antecedentes, pero a partir de ese momento los tendrá.

Aurelio, de acuerdo con lo hablado con el comisario, lanzó la propuesta.

—No puede usted negar los cargos, por mucho abogado que venga. Sus huellas estaban en el paquete, pero también hemos encontrado las de un tal Trepa, un individuo que consigue darnos esquinazo, aunque sabemos que es traficante. Usted nos confirma que él se la vendió y todo queda entre nosotros.

—¿Quiere usted decir que no me van a llevar al juzgado? —preguntó el detenido.

—No. De momento le dejamos en libertad; naturalmente incautamos la droga, pero «nos creemos» que alguien la metió en su bolso y no aportamos pruebas de lo contrario. Usted mismo.

—Y si yo no estoy detenido ¿cómo van ustedes a decirle al Trepa que me pasó droga?

—Por eso no se preocupe. Usted se quita de en medio una temporada y en paz. De lo demás nos encargamos nosotros.

Rodrigo Díaz permaneció pensativo unos instantes sopesando la propuesta, hasta que finalmente decidió aceptarla. Tampoco le quedaban demasiadas alternativas, pensó. Que luego el jodido Trepa se las apañase como quisiera.

—Está bien. Entonces ¿estoy libre?

—No tan deprisa, amigo. Primero tiene que firmar las diligencias y la confesión y luego se puede ir. En ellas haremos constar que usted no es el dueño del paquete de marras, que era de uno de los que huyeron del que no sabe su nombre y que, después de invitarle a una raya en el lavabo, cuando vio entrar al policía la metió en su bolso. Que cuando usted le preguntó de dónde la había sacado él le contó que era de confianza, que se la había vendido el Trepa, un camello de fiar.

—Pero me ponen ustedes bajo los caballos. En cuanto se entere el Trepa que yo he dado el soplo vendrá a por mí.

—Eso es precisamente lo que esperamos. Ahí estaremos nosotros para echarle el guante.

—Es que no vendrá él, comisario —respondió mirando a Salgado que había sido el último en hablar—. Vendrán sus amigos.

—¿Y quiénes son sus amigos?

—Eso no puedo decírselo o me fríen a tiros. Usted debería saberlo mejor que yo.

—Razón de más para que nos lo diga.

—No, si yo se lo puedo decir, pero sin pruebas no tendrán ustedes nada que hacer.

—De nuevo habla usted sin fundamento —Aurelio movía la cabeza afirmativamente al hablar—; lo que hagamos con la información y cómo la manejemos es asunto nuestro. Usted sólo tiene que firmar la confesión y en paz.

—Usted debe pensar que yo soy imbécil. Si firmo una confesión, me llevan al juez. Claro que si no me acusan de tráfico y «se creen» que la droga me la metió un chico en el bolso, me dejarán en libertad, pero de los antecedentes no me libra ni la madre que me parió.

—Eso déjelo de nuestra cuenta. Siempre se pueden «perder» y no llegar a los archivos nunca.

Los dos policías abandonaron la sala de interrogatorios y llevaron de nuevo al detenido al calabozo. Estaban satisfechos con el trabajo hecho. No sólo tenían al Trepa, sino a los implicados de la comisaría de Castelldefels que Leandro perseguía desde hacía tiempo, sin haber conseguido echarles el guante. Salgado estaba impaciente por hablar con él, pero antes era necesario apretarle las clavijas al Trepa.

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