Authors: Mercedes Gallego
El trepa se frotaba las manos esposadas.
—¿Tienes un cigarro? —pidió a Manel.
—No hemos venido aquí a charlar y fumar un pitillo. Ahora mismo me vas a contar eso de que la culpa la tiene Gabi ¿Qué quieres decir?
—Es que estoy acojonao, poli. Como se entere de que te he dicho algo me la cargo. Es capaz de pegarme dos hostias o peor aún. Quitarme de en medio…
—El que te va a moler a hostias soy yo como no cantes rapidito y sin omitir detalles. ¿Qué coño pasa con Gabi?
—Al menos que me den un poco de agua, que estoy seco. Y que me quiten esto, joder. No me voy a largar —señaló las esposas.
Manel se pasó la mano por la cara acariciando sus mejillas, el gesto todavía le resultaba extraño, echaba de menos la barba. Sopesaba la posibilidad de conseguir una confesión que, por lo visto, no habían logrado sus compañeros, a juzgar por lo que estaba viendo, porque si el Trepa hubiera hecho alguna confesión a estas alturas todos estarían en la Brigada viendo la forma de ir a por Soriano. Además, él ya no estaba de baja, podía actuar y tomar declaración a un detenido, máxime cuando era un caso del grupo. Llamó al policía armado que custodiaba la puerta.
—Tráele un vaso de agua al mierda este.
El Trepa levantó las manos enlazadas por las esposas.
—Y que me quite esto, joder. Que está muy apretao.
El uniformado lanzó una mirada interrogante al inspector. Manel accedió con un gesto afirmativo y se alejó por el pasillo para traer el vaso de agua para el detenido.
Apenas habían transcurrido unos segundos. Ambos se hallaban frente a frente separados por la minúscula mesa de formica cuando de forma inesperada, el Trepa, dando un descomunal salto, lanzó la mesa sobre Manel que cayó de espaldas y se golpeó la nuca con el suelo quedando inconsciente.
El detenido abandonó la sala de interrogatorios con paso rápido y en unos instantes alcanzó la calle sin que la pareja de policías de guardia en la entrada se lo impidiese. Era difícil entrar en la jefatura, pero a nadie extrañaba ver salir a una persona sin esposar, andando de forma natural, por lo que cuando, instantes después, el que custodiaba la sala de interrogatorios, regresó con el vaso de agua y vio al inspector sin moverse tendido en el suelo, con la cabeza sangrando, comenzó a gritar pidiendo auxilio, el Trepa se mezclaba entre la gente que deambulaba camino de la Catedral.
La confusión se apoderó del sótano donde se hallaba la Brigada. Cuando la pareja de la puerta acudió a los gritos, el Trepa se hallaba muy lejos de las dependencias policiales y lo máximo que pudieron hacer fue atender al herido.
El comisario y los inspectores dejaron para más tarde el interrogatorio y se fueron a comer cerca de la jefatura, ajenos a los acontecimientos que habían dejado a Manel fuera de combate y al detenido en libertad.
Entretanto, en la jefatura, el vaso de agua que el Trepa había pedido terminó sobre la cara del inspector que abrió los ojos llevándose la mano a la nuca. Manel, miraba a su alrededor aturdido.
—¿Dónde está el detenido?
—Se ha largado, inspector —respondió el policía del calabozo.
—¿Qué se ha largado? ¡Me cago en la hostia, joder! ¿Cómo le habéis dejado salir?
Los de la puerta se defendían.
—Nosotros no sabíamos que era un detenido, inspector. Le hemos visto salir tan tranquilo y ustedes llaman a gente para declarar y eso, pues no hemos pensado que era un detenido. Iba sin esposas ni nada, así que…
—Está bien, está bien —Manel continuaba sangrando. El cuello de la camisa estaba empapado.
Uno de los policías se acercó a él.
—Deje usted que le eche un vistazo, inspector. Esto sangra mucho. A lo mejor debería ir a urgencias y que le den unos puntos.
Manel estaba confuso. El policía de los calabozos le sujetó del brazo.
—Venga conmigo inspector, vamos a ver qué pinta tiene la brecha.
El agua corría por la nuca de Manel que, a medida que se recobraba, veía ceñirse una inmensa nube sobre su vida. Salgado no se lo perdonaría, incluso podía acusarlo de complicidad y haber dejado en libertad al detenido.
—No ha sido mucho —decía el policía—. Le pondré un esparadrapo, a lo mejor no hay que dar puntos. Uno está acostumbrado a estas cosas… Cuando no es a un inspector que se la va la mano, son ellos mismos lo que se arrean contra la pared, pero no es la primera brecha que veo, no se preocupe, que no es nada. Es que la cabeza sangra mucho y es muy escandalosa…
No era nada, efectivamente. Una brecha de menos de tres centímetros que pronto dejó de sangrar cuando el policía la cubrió con un algodón impregnado de agua oxigenada y le puso un esparadrapo. La ropa sin embargo, se hallaba cubierta de sangre, de tal manera que era imposible salir de allí en aquel estado.
Llamó a Julia en cuanto regresó a la Brigada. Ninguno de sus compañeros estaba en su casa. «Lo más probable es que estén comiendo», pensaba, «pero no puedo ir a buscarlos con este aspecto».
—¿Qué te pasa Manel? —la abogada notó inmediatamente que la voz del policía no era la misma que hacía unas horas al despedirse.
—Me he vuelto a meter en un lío, Julia. Esta vez la he armado buena —a grandes rasgos le contó lo sucedido.
—¿Pero cómo se te ha ocurrido hacer algo así sin consultar con el comisario? Espera. No te muevas de ahí, te llevaré ropa limpia. No tardo nada, pero no te muevas de ahí.
La comida había discurrido con buen humor. Aurelio contaba un chiste sobre policías, entre las copas de coñac, los carajillos y los cafés, presidiendo la sobremesa. Manel, había recorrido la mayoría de los restaurantes de las inmediaciones; no todos estaban abiertos debido al puente, por lo que las alternativas se reducían considerablemente. Al fin los encontró en uno próximo a la catedral.
Julia se marchó en cuanto le entregó la ropa porque no deseaba que el comisario la encontrase allí. ¡Sólo le hubiera faltado eso a Manel! Él apenas la vio. Su aspecto era lamentable con el pelo mojado y algo enmarañado por detrás donde el apósito impedía el paso del peine. Todos se giraron al verlo acercarse.
—¡Hombre! Por fin contamos contigo —saludó Candela, contenta.
Pero su alegría duró escasos segundos cuando se fijó en la expresión de Manel, que no había pasado desapercibida para Salgado.
—¿Qué ha ocurrido, inspector? ¿Qué te ha pasado en la cabeza?
—Verás, comisario es que…
Manel no pudo concluir su relato, porque cuando Salgado le oyó decir que el Trepa se había escapado, se levantó bruscamente agarrando al inspector por las solapas zarandeándolo sin miramientos.
—Desaparece de mi vista, me oyes. ¡No quiero verte por la Brigada hasta que no encontremos al Trepa y resolvamos este asunto!
—Pero comisario, yo…
Los demás permanecían en silencio, conscientes de que cualquier cosa que dijeran empeoraría la situación. Los clientes miraban al grupo, atónitos, y dieron un respingo cuando el grito resonó en el restaurante.
—¡Fuera! ¡Quítate de mi vista!
Algunas mesas empezaban a vaciarse temiendo una pelea. Manel salió corriendo sin mirar a nadie; cruzó la Vía Layetana desoyendo el claxon de los coches que frenaban para no atropellarlo. Paró un taxi y le dio una dirección. La herida continuaba sangrando y dejaba un hilillo de sangre resbalar por su cuello.
El chiste de Aurelio había quedado en suspenso y nadie se acordaba de él. Diego miraba a Candela, ésta al inspector de Sitges, pero nadie rompía el silencio. Salgado se levantó sin decir nada y se dirigió a la barra a pagar la cuenta. Los demás lo observaban sin atreverse a decir nada. Acto seguido, salió del restaurante sin mediar palabra. Aurelio iba a ir tras él, pero Candela le sujetó el brazo:
—Deja que se vaya, Aurelio. Lo conozco hace años y es mejor dejarlo solo hasta que se le pase, porque puede decir y hacer cosas que te dejan para el arrastre.
Diego asintió moviendo la cabeza y preguntó a Candela.
—Y nosotros ¿qué hacemos?
—Yo me largo en busca de Manel, vosotros haced lo que se os ocurra para encontrar al Trepa.
—¿Sabes dónde puedes encontrar a Manel? —preguntó Diego.
—Más o menos —respondió con evasivas Candela—. Hasta luego. Nos vemos en la Brigada en algún momento.
Diego y Aurelio permanecieron unos minutos con el aspecto de dos jugadores en fuera de juego, sin saber muy bien qué hacer.
Candela se precipitó sobre la primera cabina telefónica que vio. Estaba segura de que Manel había llamado a Julia pidiendo auxilio, aunque sólo tenía razón a medias. Su amiga le contó sin omitir detalles su visita a la Jefatura cuando le llevó ropa limpia, y cómo éste le había pedido que se marchase, que no empeorase las cosas con su presencia.
—Entonces no ha ido a tu casa.
—De momento no, Candela. ¿Cuánto hace que salió del bar?
—Un cuarto de hora más o menos.
—Aún es pronto. Vente a casa si quieres y hablamos con él en cuanto aparezca. Estaba hecho polvo cuando lo dejé en Jefatura.
—No tardo. Si llega Manel dile que me espere, que no haga más tonterías porque se la está jugando.
—Tranquila, si aparece, no lo dejaré salir.
—Ahora voy. Lo esperaremos juntas.
No apareció. Julia y Candela llevaban más de media hora hablando pero Manel no había dado señales de vida. Lo peor era que ninguna de las dos tenía ni idea de dónde buscarlo.
—A lo mejor se ha largado a Castelldefels a buscar al Trepa.
—Imposible —respondió Candela—. Él sabe perfectamente que el último sitio donde se le ocurriría ir al camello es al bar de sus padres. Yo creo que el único sitio donde puede estar escondido el Trepa es en la comisaría de Castelldefels y ahí es difícil entrar. Si al menos Salgado no fuese tan animal, podíamos intentar algo, pero cualquiera se lo dice…
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Julia.
—Te juro que no lo sé. Yo esperaba encontrarlo aquí, pero ahora no tengo ni idea de dónde puede haber ido.
—Tal vez el Trepa le dijo algo y está sobre la pista. Cuando le llevé la ropa Manel me dijo algo de Gabi.
—¿Del músico?
—Sí, claro, de quién si no.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Qué te dijo exactamente?
—Nada concreto. Sólo dijo, como si hablase consigo mismo: «el hijo de puta de Gabi».
Candela empezó a revolver su bolso buscando la libreta en la que había apuntado las notas que solía tomar cuando llevaba un caso. En esta ocasión, lo escrito abarcaba dos: los asesinatos del Barrio Chino y la muerte de la cantante. El teléfono de Ismael aparecía en las notas tomadas el día que mataron a Miriam.
No le pensaba decir a Ismael el motivo por el que necesitaba hablar con Gabi, ni los últimos acontecimientos protagonizados por el inspector Romeu, por lo que intentó dar a su llamada un tono desenfadado, aunque su interlocutor se extrañó de que Candela quisiera hablar con uno de los músicos en un día medio festivo, mucho más, después de decirle que aquella noche podía verlo en el bar actuando.
—¿Quién toca en el sitio de Manel?
—Precisamente un amigo de Gabi, por eso te lo digo. Esta noche estará en el bar. Si no lo encuentras y quieres que le diga algo…
—Ni se le ocurra, Ismael —se dio cuenta de la angustia que transmitía su voz e intentó rectificar—. Es una sorpresa… Ya lo veré luego si no consigo encontrarlo. Esto… ¿tienes la dirección por si no contesta al teléfono?
—Candela, me ocultas algo. ¿Para qué quieres la dirección? Si no contesta al teléfono será que no está y si no está, para qué quieres ir a su casa.
—No puedo ser más explícita, Ismael. Le aseguro que quiero ayudar a Manel, es todo cuanto puedo decirle.
Cuando Candela colgó el teléfono, Julia, que había permanecido expectante sin decir nada, se lanzó sobre ella.
—Ahora no hagas tú lo mismo que Manel: ir por libre. Mira los resultados, un detenido huido, Manel, con una brecha en la cabeza y el comisario echando espuma, y esta vez con razón. Así que llama ahora mismo a tu jefe y cuéntale lo que está pasando si no quieres que lo haga yo.
—¡Vaya! Además de aguantar las broncas de mi jefe voy a tener que oír las tuyas. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
—Déjate de hostias y no te vayas por las ramas. O llamas a Salgado o lo llamo yo.
Candela se derrumbó en un sillón, se tapó la cara con las manos y exhaló un fuerte suspiro. Instantes después, llamaba a su jefe.
—¿Dónde coño te has metido? —fue la respuesta de Salgado.
Candela sin responder a la pregunta le aseguró que en menos de media hora estaba en la Brigada.
—Pues date prisa, que te estamos esperando para montar un dispositivo de búsqueda, pero no sólo del Trepa, sino del inspector Romeu, que si alguien sabe dónde puede estar eres tú. Hemos llamado a su amiga Julia, pero no para de comunicar.
—Con Julia no está, comisario. Yo estoy ahora en su casa.
—Me lo figuraba. Te quiero aquí inmediatamente.
El comisario preguntó al policía armado que custodiaba el calabozo si no había oído el estruendo que debía haber hecho la mesa cuando el Trepa abatió con ella a Manel, pero éste respondió que lo había oído cuando iba a por el agua y no pensaba que era el detenido, si no el inspector. «No es la primera vez que se les va la mano, comisario».
Claro que no. El hecho de que en su Brigada, desde que él era comisario, no se permitieran abusos hacia los detenidos, no quería decir nada. Algunas veces, cuando observaba los morados que lucían los delincuentes, los inspectores se limitaban a decir que se había autolesionado lanzándose contra la mesa o contra la pared. El policía armado tenía razón. No era infrecuente oír golpes durante los interrogatorios.
Candela se unió a los compañeros con los que hacía poco compartiera una comida casi festiva, pero lo único que no había cambiado eran las personas, porque el decorado del bar se había convertido en el despacho de un comisario de Brigada con la expresión más fiera que jamás había visto nadie en él y por dos inspectores que apenas levantaban la vista de sus cigarrillos. Ella entró desafiante, mirando a su jefe de frente cuando éste por toda bienvenida le lanzó un grito.
—¡A mí no me hables como si fuese una colegiala que no ha hecho los deberes, me oyes. No estoy dispuesta a tolerarlo!
Salgado no respondió. Se limitó a ocupar el sillón que había dejado vacío cuando inició sus interminables paseos por la habitación. Diego y Aurelio miraban de reojo esperando la reacción del comisario que, contrariamente a lo que pensaban, no fue violenta.