Authors: Mercedes Gallego
—Pero Vázquez, joder. Que el nuevo no tendrá ni idea de que Salgado lo suspendió. Además, lo hizo porque no tenemos gente y le dio prioridad a lo de Manel.
—No sé, Candela. Tú siempre buscas la forma de salirte con la tuya. Lo hablamos cuando sepamos qué pasa con el comisario y a quién ponen en su lugar, ¿de acuerdo?
Candela aceptó a regañadientes. No tenía ánimo para empezar una discusión.
Pasadas las once de la mañana, todos dormitaban en la sala de espera del hospital Clínico, cuando apareció una enfermera preguntando por los acompañantes de Andrés Salgado. Como si un muelle que los sujetase a las sillas hubiera sido liberado por una mano invisible, los tres saltaron al unísono.
El médico que había operado a Salgado se mostraba optimista sin ocultar la gravedad de la herida.
—Está grave y pasará unos cuantos días en la Unidad de Cuidados Intensivos, pero si no aparece ninguna complicación podemos decir que está fuera de peligro. De momento necesita respiración asistida; hemos estabilizado la respiración para que cicatrice la herida del pulmón. Sería conveniente que no volviese a fumar porque la cicatriz dejará una zona lesionada de por vida. No afectará a su estado general, pero cuanto menos castigue a los pulmones, mejor para él.
—¿Cuándo podemos verlo? —preguntó Candela.
—Deben pasar al menos 24 horas para poder recibir visitas. De uno en uno y sin grandes sobresaltos. Dentro de unos días, cuando lo traslademos a planta podrán hablar con él, de momento es mejor que no le comenten al herido ningún tema profesional, si es eso lo que esperan.
—No se nos ocurriría hacerlo, doctor —puntualizó Leandro—. Lo más importante en este momento es su salud.
—No lo dudo, pero ya sé cómo son ustedes los policías. No es la primera vez que irrumpen aquí para hablar con algún herido sin importarles su estado.
—A veces es vital para atrapar al agresor que le ha conducido al hospital —dijo molesto Vázquez—, pero este no es el caso.
—En fin, señores, esto es lo que hay. Váyanse a sus quehaceres porque ya les he advertido que en las próximas 24 horas el herido no puede recibir ninguna visita.
Los tres policías se miraron cuando el médico se alejó. Candela no perdió la oportunidad de cargar contra él.
—Joder, qué tío más estúpido. Nos ha tratado como si fuéramos desalmados.
Ninguno respondió porque el jefe superior hacía su aparición en ese momento.
—Me ha sido imposible venir antes. ¿Cómo está?
—Grave —respondió Vázquez—, pero saldrá adelante.
—¿Cuándo podemos verlo?
—Hasta pasadas 24 horas, nada —continuó Vázquez—. Ya sé que no es el momento, pero quería preguntarle quién estará al frente de la Brigada en ausencia del comisario.
—El comisario Marín, de Seguridad Ciudadana. Llevará las dos Brigadas, total, hasta no hace tanto eran la misma. Es usted el jefe de Homicidios, ¿verdad? —preguntó el jefe superior dirigiéndose a Vázquez.
—Sí señor.
—Pues váyase a la Brigada. Esta misma mañana quiero un informe, detallando las circunstancias que han rodeado a lo sucedido al comisario Salgado. Y usted inspectora, tome declaración a los detenidos para ponerlos a disposición judicial cuanto antes.
Ambos respondieron con el consabido «sí señor», aunque no estaban de acuerdo con las órdenes recibidas. Era injusto por su parte no pensar que llevaban una noche sin dormir y muchas horas de tensión.
Antes de abandonar el recinto, todavía impartió más órdenes, esta vez dirigidas al comisario de Estupefacientes.
—Usted, comisario, supongo que tendrá algo que decir en la muerte del inspector Soriano. Le espero en mi despacho a primera hora de la tarde. Ahora tengo que irme. Buenos días.
Todavía resonaban los pasos del jefe superior por el pasillo del hospital cuando Candela explotó:
—La madre que lo parió, este tío es un cabrón con pintas.
—Por una vez estoy contigo, Candela. Pienso lo mismo.
—Pues como por una vez en la vida todos estamos de acuerdo, vamos a celebrarlo. Os invito a desayunar ahí enfrente —apuntó Leandro intentando suavizar la situación.
Todos cumplieron las órdenes. Candela entraba en su casa alrededor de las siete; se encontraba mal por el exceso de café para mantenerse despierta y los dos paquetes de tabaco consumidos, aún así decidió llamar a Julia para ponerla al corriente.
—Lo único que te pido es que no le digas nada a Manel, Candela. Mañana le dan el alta, pero hasta la semana que viene no puede hacer vida normal. Le han ordenado reposo, pero ya lo conoces. Si se entera de esto no habrá quien lo pare.
—No sé, Julia. Yo creo que al contrario, el hecho de saber que los dos impresentables están a disposición judicial será un alivio para él.
—¿Y Gabi?
—Ese es otro tema. Todavía no ha aparecido. El Trepa me ha dicho que se ha largado de España.
—Pero cómo, ¿no había orden de búsqueda en la frontera?
—Ya, pero como buscaban a dos y con la labia que tiene, seguro que ha conseguido pasar. No sé cómo, pero si a estas alturas está fuera de España, será difícil echarle el guante. También me temo que Soriano le proporcionó un carnet falso. El Flaco y el Trepa llevaban uno cada uno con otros nombres y su foto. Con decirte que hasta Soriana llevaba uno con un nombre distinto, te lo digo todo. Ahora hay que averiguar cómo se llama Gabi en este momento.
—Pero qué barbaridad. Entonces en Cádiz tiene cómplices, porque los carnets de identidad no los venden en las tiendas.
—Julia, por Dios… hay infinidad de métodos para levantar el plástico del carnet, cambiar la foto y poner otro nombre.
—Sí claro. Ahora que lo dices…
—Por eso te pido que no digas nada a Manel, es muy capaz de lanzarse a por Gabi y si me apuras, a ir tras él fuera de España, que tú sabes perfectamente no tenemos potestad a menos que exista un permiso de colaboración conjunta.
—Comprendo. No le diré nada. Lo malo es que sólo retrasaremos las cosas, porque dentro de una semana le darán el alta completa y será él quien se presente en la Brigada para incorporarse.
—Para entonces espero que hayamos detenido a Gabi. Hoy no he hecho nada porque ni siquiera me he acostado, pero será lo primero que haga mañana. Hablar con el sustituto de Salgado y que coordine un servicio con la policía francesa para ir a por él.
—¿Sin saber dónde buscar?
—Descuida, de eso me encargo yo. No dudes que lo sabremos. Hablamos mañana, Julia. No puedo más.
—Claro. Hasta mañana. Cuídate.
—Lo intentaré…
Apenas había dormido cuatro horas; eran las dos de la madrugada. El teléfono resonaba con insistencia. Candela pensó ignorarlo, pero al final, lanzando al aire su mejor retahíla de tacos, respondió.
—¡Dígame! —casi bramó.
—¿Inspectora Luque?
De un salto quedó sentada en la cama y mecánicamente encendió un cigarrillo.
—¿Quién es usted?
—No se alarme, inspectora. Soy el juez Moreno de la Canasta. Se trata de mi mujer, de Leonor. Creo que usted la conoce, me contó que usted le dio dinero para un taxi y se portó muy bien el día que fue atracada en la puerta del vidente.
—Lo recuerdo, sí. Dígame. ¿Qué ha pasado?
—Ha desaparecido, inspectora. A medio día cuando llegué a casa no estaba. He pasado la tarde entera buscándola por ahí: nada. Nadie sabe dónde ha ido, incluso me he presentado en casa del vidente por si había ido allí y el secretario me ha dicho que no está, que se ha ido de viaje.
—¿Qué se ha ido? Pero si tenía prohibido salir del país.
—A lo mejor no ha salido, pero su secretario me dijo que se marchó con maletas.
—¿Y no le dijo adónde? No lo creo. Ahí hay gato encerrado.
—Perdone que la haya molestado a estas horas, inspectora, pero no quería poner una denuncia formal, bueno, ya sabe usted lo que pasa con ese pájaro. Me imagino que su jefe le contaría… En fin, lo del chantaje y eso.
Candela creyó mejor no darse por enterada; el juez estaba lo suficientemente angustiado para no aumentar su desazón.
—Sólo nos comentó que de momento mantuviéramos la cautela en torno al vidente, pero no fue muy explícito. Además, ya sabe usted cómo han ido las cosas por la Brigada y no hemos tenido tiempo de ocuparnos del caso del vidente.
—Sí, sí. Ya lo sé. He ordenado prisión sin fianza para los detenidos. Recuerde usted que yo levanté el cadáver de la cantante y he seguido instruyendo el caso.
Candela barajaba soluciones pensando con toda la velocidad que le permitía su estado somnoliento y cansado. El juez se impacientó.
—Inspectora ¿sigue usted ahí?
—Sí señoría. Estaba pensando cómo actuar. Si he de serle sincera, no me atrevo a ir por mi cuenta, ya sabe usted que mi jefe está en la UCI; el comisario que lo sustituye no es… Vamos, no soy santo de su devoción y me costaría caro si actúo sin que él me lo ordene.
—Pero no es por su cuenta. Usted pertenece a la policía judicial, yo soy juez y solicito sus servicios.
—Sabe usted perfectamente que las cosas no son así. No podemos saltarnos el cauce legal.
—Entonces, según usted, ¿qué cauce legal tiene que seguir para poder ayudarme a buscar a mi mujer?
—Señoría, usted lo sabe mejor que yo. Que me lo ordene mi jefe. Claro que usted puede ordenárselo a él.
—Y vamos a lo que quiero evitar. Poner una denuncia formal por la desaparición de mi mujer. A lo mejor se ha ido porque sabe que hoy nos marchábamos a Alicante para vender nuestra casa.
—¿Es que ella no está de acuerdo?
—Bueno, verá… ¿Podemos vernos y le explico la situación?
¿Qué le iba a decir al juez? ¿Que era viernes y desde el miércoles había dormido sólo cinco horas…? ¿Que en este momento tenía cosas más urgentes que solucionar que la huida de su mujer…?
—Está bien. Nos vemos en el Drugstore de Tuset dentro de una hora. Al menos deme tiempo para ducharme y llegar hasta ahí.
—Muchas gracias, inspectora. Yo me voy para el Drugstore, vaya usted cuando pueda, estaré esperando.
«Menuda papeleta —pensaba Candela dejando caer el agua por su espalda—. Es que tengo mala suerte, joder. A ver cómo le digo que yo no puedo entrar a saco en casa del vidente, por mucha orden judicial que él me extienda. Encima sola, que lo tengo prohibido por el comisario porque es lo que más me gusta. ¿Y si llamo a Vázquez? Al fin y al cabo él es el jefe de grupo».
Bajaba en el ascensor hablando con la imagen que le devolvía el espejo: ojerosa, con el pelo mojado pegado a la cabeza recogido en una coleta en la nuca, una bufanda anudada al cuello y el chaquetón más grueso que tenía en su armario. «Otros años en noviembre no ha hecho tanto frío; parece que todo se confabula para joderme la vida…»
El juez le hizo señas desde una mesa; Candela pidió una copa de coñac y un café a su paso por la barra.
—He pensado que podemos llamar al inspector jefe Vázquez; él es el responsable de homicidios, de hecho, mi jefe directo.
—No me parece una buena idea, inspectora. Lo único que le pido es que me acompañe a la casa del vidente, nada más.
—Está bien. Vamos.
—No, no. Termine usted la copa y el café. No va de media hora, aunque estoy muy angustiado por si le ha pasado algo a Leonor.
Mientras Candela daba sorbos a la copa de coñac, el juez le explicó el motivo por el que pensaba vender la casa, soslayando el por qué del chantaje, aunque ella le advirtió que esas cosas nunca terminan bien, que siempre piden más, hasta que exprimen a su víctima. Un juez era una pieza demasiado suculenta para un individuo de la categoría de Mefisto, sin embargo el juez no quiso escucharla.
—Puede que tenga usted razón, inspectora, pero eso ya lo pensaré en otro momento, ahora lo único que me preocupa es encontrar a mi mujer.
Nadie abría la puerta a pesar de que Candela mantuvo pulsado el timbre durante más de un minuto.
—No hay nadie.
—Pero esta tarde estaba aquí el secretario. Yo he hablado con él.
—Pues ya ve usted. No abren.
—¿Va usted armada, inspectora?
—Sí señoría, pero no pensará usted que me lie a tiros contra la puerta.
—No quería decir eso, era por si la necesitamos. Además, no se haga usted la loca conmigo. Sé perfectamente que ustedes los policías son capaces de abrir hasta la puerta del mismísimo infierno cuando quieren.
Candela miró al juez con sorna; rebuscó en su bolso hasta que encontró un manojo de hierros de diferentes formas y eligió uno tras mirar la cerradura. Instantes después, la puerta cedía a una leve presión.
La oscuridad era total. Candela comenzó a recorrer el pasillo:
—Oiga, ¿hay alguien ahí?
—Aquí no hay nadie. Encienda usted la luz. Vamos a registrar esto. No se preocupe por la orden.
Las voces resonaban en el interior cuando iban recorriendo una tras otra las habitaciones del piso en el que vivía Mefisto.
—Este es el despacho que usa para las consultas —dijo Candela abriendo una puerta situada al fondo del pasillo.
—¡Leonor! —el grito del juez resonó en el aire.
Su mujer se hallaba tendida en la silla que habitualmente ocupaban las visitas, con una herida en la cabeza. En el sillón del otro lado de la mesa, Mefisto yacía sobre sus cartas de Tarot; los cristales de cuarzo que regalaba a sus clientes se hallaban esparcidos por la mesa cubiertos de sangre. El juez se acercó a su mujer zarandeándola mientras sollozaba pronunciando su nombre.
—Déjelo, señoría: está muerta y el vidente también —afirmó después de intentar sin éxito encontrarle el pulso.
Un denso silencio se apoderó de la situación. El juez permanecía lívido abrazado a su mujer. Ya no lloraba. Candela lo sujetó del brazo tirando de él y le rogó que salieran de allí.
Candela cerró la puerta con cuidado, pero antes de abandonar el piso, limpió todas las superficies que habían tocado. El juez la dejaba hacer como un autómata con la mirada perdida en el vacío. La siguió hasta el coche que habían aparcado en la plaza cercana; ella abrió la puerta del copiloto y sin dificultad consiguió que él juez ocupase el asiento. A toda prisa, abandonaron el lugar; minutos más tarde alcanzaron la Ronda de San Antonio y Candela detuvo el coche. El juez parecía petrificado fundido contra el asiento.
—Bueno, señoría. Ahora no tenemos más remedio que poner una denuncia.
—Haga usted lo que tenga que hacer, pero por Dios, rápido, saquemos de allí a mi mujer cuanto antes.