Authors: Mercedes Gallego
—¿Han averiguado algo?
—No mucho, la verdad, pero una vez que se ha encontrado a los culpables y además se ha conseguido destapar el asunto de drogas de Castelldefels, que hacía tiempo venía amargando la vida al jefe superior, no tiene sentido seguir.
—¿Te lo ha dicho tu jefe?
—¿A mí? ¡Pero qué dices! Mi jefe no tiene la más mínima confianza conmigo; otra cosa es que se fie de mí, de mi trabajo y de la discreción que siempre le he demostrado… ¡Si supiera que te conté lo de tu teléfono me empapela!
—Tranquila, por eso no hay cuidado. Lo que no acierto a comprender es por qué me intervino a mí. ¿Yo que tenía que ver con todo eso?
—Eso pensé yo, pero después de leer el expediente me enteré.
—¿Tengo un expediente en la Brigada de Información? ¡Sólo me faltaba eso!
—No, no exactamente. El expediente lo tiene tu jefe y tú eres un elemento dentro del entramado.
—Todavía lo entiendo menos.
—Será mejor que hable claro. ¿Recuerdas el día que murió la cantante?
—Sí, claro. El día veinte del mes pasado.
—Exacto. Hace ahora casi un mes. Bueno, pues desde que el Gabinete confirmó al jefe superior de que la pistola con la que habían matado a la víctima pertenecía a un inspector de tu Brigada.
—Pero el comisario puso al corriente al jefe superior de todo.
—De todo no. Omitió algunos detalles; lo que levantó la liebre fue la actuación del juez, que desde ese día también está bajo sospecha, aunque claro, ese no está pinchado.
—Así que el jefe superior sospechaba que Salgado tenía algún asunto turbio con la judicatura. Vaya, eso sí que no lo podía imaginar. Pero ¿yo?
—Tú eras sospechosa de apoyarlo. Todo el mundo sabe que sois amigos…
—Éramos…
—¿Y eso?
—Es largo de contar, Virginia. Un día, cuando se te haya pasado el catarro y a mí la mala leche que me quita objetividad, te lo cuento. Sólo puedo adelantarte que estoy a punto de pedir el traslado a otro sitio. No aguanto ni un día más a un tío tan desagradable como Salgado.
Los estornudos de Virginia iban en aumento. Su nariz enrojecía por momentos y su bolsillo se llenaba de pañuelos sucios.
—Si, será mejor que nos despidamos porque me voy encontrando peor por momentos. Nos debemos una cena. Esta vez pago yo.
A lo mejor era eso lo que le ocurría a Salgado, que alguien le había «soplado» que había estado investigado, y la figura de Manel planeaba en todo ello, pero ¿qué culpa tenía ella?, aunque si era justa, no había habido una actuación especialmente desagradable hacia ella, sino la misma que con todos los demás. ¿Acaso era eso lo que le molestaba? Verse tratada como uno más y no como su protegida, como decían por la Brigada. Este pensamiento la irritaba todavía más. No quería ser protegida de nadie, y menos ahora que no necesitaba cobertura para actuar, ahora que era policía con los mismos deberes y obligaciones que sus compañeros, pero también con los mismos derechos.
Dudaba entre seguir adelante, investigando en solitario, o dejarlo para otro día, cuando al comisario le pareciese oportuno ordenar la continuación del caso. Aunque claro, por ir a ver a una señora de sesenta años tampoco iba a pasar nada.
Se encontraba en Las Ramblas, a un paso de la calle del Carmen; decidió ir.
Rosa, la viuda de Rosendo Marcos, el hombre asesinado el 26 de febrero, abrió la puerta contenta de volver a ver a la inspectora.
—¡Vaya! Ya pensé que se habían olvidado ustedes de mí. Pero pase, pase. ¿Le sirvo una cerveza? Porque ya, a la hora que es, no le voy a ofrecer un café.
—No quiero nada, gracias. Hemos tenido mucho trabajo y por eso no hemos podido venir antes, de hecho, vengo haciendo una escapada. ¿Algo nuevo?
—Como usted me dijo que si echaba de menos alguna joya o algo que la llamase. El caso es que me faltan las arras de la boda: trece monedas de plata, un recuerdo de familia que además, eran muy antiguas. Las heredó mi bisabuela.
—¿Sabe usted si eran valiosas?
—Bueno, eran de plata, que no vale mucho, pero a lo mejor por la antigüedad y eso…
La figura del prestamista planeó sobre la mente de Candela.
—No tendrá ninguna foto, claro.
—No, en esta ocasión no, pero las conozco como si las estuviera viendo. Han estado toda la vida en mi casa, quiero decir, en casa de mi madre, como antes lo estuvieron en la de la suya. Eran de 1800 y algo, de un cuarto de real. Se las regaló su padre a mi bisabuela cuando se casó y han ido pasando hasta que llegaron a mí. Como mis hijas no se han casado, las teníamos nosotros en casa, pero el otro día revolviendo mis recuerdos me di cuenta de que no estaban, por eso llamé para decírselo.
Ahora entendía mejor las últimas transcripciones de la conversación entre Mefisto y el prestamista, y ahora, precisamente ahora, al comisario se le ocurría la genial idea de aparcar la investigación. Algo oscuro se adentraba sin poderlo evitar en la, cada vez más larga, lista de incongruencias de su jefe. La conversación con Virginia no había hecho más que aumentar la creencia de que el temor del comisario por su cargo de jefe de la Brigada, le impedía llevar las riendas más de lo que él era capaz, no sólo de admitir, sino de controlar.
Aunque no entraba en sus planes, comprendía que no podía dejar de hablar con él, ya que al margen de las tribulaciones del comisario y su nefasta gestión de los últimos días sobre dos casos importantes, ella no podía soslayar que el vidente y sus cómplices podían estar planeando salir del país, lo que dejaría impune los crímenes que habían cometido. No estaba muy segura de quién había sido la mano ejecutora, lo que no le ofrecía duda era que uno de los dos había sido el autor material y el otro el cómplice, pero ambos merecían la cárcel.
Tal vez fuese mejor hablar de nuevo con Virginia a ver si conseguía aclarar las dudas que le habían surgido a raíz de la conversación mantenida. Lo que ella sabía sobre la muerte de Miriam era que Salgado había hablado con el jefe superior de las circunstancias en las que se había visto involucrado Manel y que el máximo responsable de la Jefatura había dado el visto bueno a las sugerencias del magistrado, es decir, nombrar a dos inspectores que nunca lograban esclarecer nada, porque trabajaban poco y mal, motivo por el que el jefe de grupo nunca les asignaba ningún caso, limitándose a encomendarles tareas de apoyo, casi siempre dentro de los archivos. Por la edad de los inspectores toda la brigada esperaba su jubilación para perderlos de vista. Veía claro que el caso lo pensaban investigar desde Madrid, pero ¿quién y cuándo? Ellos no se habían «encontrado» con nadie merodeando.
No tenía otra opción, iría a ver a Salgado.
El comisario la recibió con una actitud que se había vuelto habitual: seca y distante. Candela consiguió controlar las ganas de reprochárselo.
—¿Para qué quieres verme? —fue el recibimiento.
—¿A ti qué te parece? Vengo del Barrio Chino, he obtenido información de la viuda de una de las víctimas y quería pedirte que retomemos el caso o de lo contrario los sospechosos pueden abandonar el país y nos quedamos con dos palmos de narices y los culpables se van de rositas.
—¿Cuándo has obtenido la información?
—Hace un rato; vengo de hablar con la viuda.
—¿No te ha dicho Vázquez que el caso estaba en suspenso hasta nueva orden?
—Sí, me lo ha dicho, pero tampoco me ha asignado otro servicio. Además, la mujer había llamado a la Brigada diciendo que quería hablar con los que llevaban la muerte de su marido porque tenía algo que comunicarnos, así que me he acercado a verla.
—Por lo visto lo que yo ordeno contigo no tiene nada que ver.
—De eso precisamente quería hablarte, de tus órdenes. La verdad, Salgado, me parece que en los últimos días no estás a la altura de las circunstancias, empezando por tu forma de actuar con Manel.
Salgado miró a la inspectora de forma fría y distante. Sin inmutarse le respondió lacónicamente:
—¿Algo más?
En ese momento Candela perdió las formas que a duras penas intentaba controlar.
—¡Cómo que algo más! Todo, comisario, todo. Se dice que la Brigada se te ha ido de las manos, pero siempre te he defendido. Sintiéndolo mucho desde este momento me uno a la crítica. Ahora bien, te lo advierto: si Mefisto y el usurero se largan por culpa de tu forma de actuar, pienso dar cuenta de ti, que lo sepas.
Iba a salir del despacho cuando la voz del comisario respondió en el mismo tono que ella había empleado.
—Desde este momento quedas suspendida de empleo por insubordinación. Puedes irte a tu casa o donde te dé la gana.
—¡Perfecto! Eso pienso hacer.
Dio un portazo que retumbó en el pasillo; varios funcionarios que lo recorrían la miraron con una sonrisa cínica que ella ignoró.
Como una tromba, entró en la sala de inspectores dirigiéndose a su mesa, recogió sus cosas ante la mirada interrogante del jefe de grupo y se dispuso a salir. Antes de que alcanzase la puerta oyó la voz de Vázquez.
—¿Se puede saber adónde vas?
—Estoy suspendida de empleo, me lo acaba de decir el comisario. Dice que va a dar cuenta de mi insubordinación. Así que desde este momento voy por libre.
—¿Cómo dices? A ver, cuéntame eso más despacio. No lo empeores, Candela. Yo también estoy harto de las «cosas del comisario», pero enfrentándonos a él no vamos a arreglar nada. Espera. Vamos a tomar un café y me lo cuentas.
Vázquez también recogió su arma reglamentaria del cajón de su mesa e introduciéndola en la funda sobaquera que solía utilizar, cogió su abrigo instando a Candela a seguirlo. Ella caminó tras él. Vázquez no se merecía un desplante y tampoco le parecía una buena idea actuar de la misma forma que ella reprochaba al comisario.
—¿Qué está pasando, Candela? —estaban sentados en el Condal ante la mirada curiosa de otros policías que a esa hora solían acudir a tomar algo antes de dar por terminada la jornada matutina: eran casi las dos.
—Lo mismo me pregunto yo, Tomás. El comisario está desquiciado y se está cargando la Brigada. Empiezo a pensar, como dicen por ahí, que el cargo le viene grande.
—Lo que le viene grande es el lío en el que se ha metido con el asunto del juez a raíz de la muerte de la amiga de Manel.
—Es que desde el principio se equivocó. Nunca debió de aceptar el ofrecimiento del juez. No tenía sentido dejar a Manel al margen y mucho menos, decir que el día anterior había denunciado la desaparición del arma. Ahí fue donde se equivocó, porque él sabe mejor que nadie que de haber sido así, debía dar cuenta del hecho de forma inmediata y no al día siguiente, después de que se cargasen a una mujer con ella.
—Creo que se vio desbordado; él confiaba en Manel y nunca creyó que el inspector hubiera tenido nada que ver con esa muerte.
—Razón de más. Lo que tendría que haber hecho era hacer las cosas como es debido, aunque en un primer momento Manel hubiera sido suspendido de empleo.
—Bueno, eso es lo que quiso evitar, una mancha en su expediente.
—Pues mira lo que ha conseguido.
—Pero no ha sido por su actuación, sino por la del jefe superior que jugó a dos bandas.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que oyes. Le hizo creer al comisario que era mejor la forma que eligió, sin embargo, no tardo en ponerse al habla con Madrid y entre todos, iniciar una investigación interna para ver si el jefe actuaba en connivencia con el juez.
—¿Pero por qué?
—Por lo visto hay malestar en el juzgado; se dice que algunos jueces no juegan limpio y boicotean algunas investigaciones a cambio de dinero, favores y demás.
—¿Y eso quién lo ha dicho?
—Yo no lo sé, pero desde Madrid se vigila muy de cerca a dos o tres magistrados. Dicen que están vinculados a grupos de extrema derecha.
—Mira Vázquez. ¿Sabes lo que creo? —sin dejar hablar al inspector jefe, continuó—: que la policía necesita una renovación a fondo. Lo que no puede ser es que siempre tengamos que tener un enemigo focalizado. No se puede cambiar la persecución a los comunistas por los fascistas y encima, de tapadillo. La policía tiene que estar por encima de las ideologías y perseguir el delito sin mirar la bandera que lo cobije.
—Tiempo al tiempo, Candela. Venimos de una época en la que se trabajaba de otra manera y todavía es pronto para…
—¿Pronto? Hace cuatro años que murió el dictador y dos que tenemos una nueva Constitución. ¿Y qué hace la policía? Yo te lo diré. Seguir con sus vicios del pasado, incluido Salgado, que en vez de actuar como un demócrata se deja enredar por un juez para perpetuar el chanchullo.
—Pero él lo hizo con su mejor intención para proteger a un policía.
—Ya. Y de paso ganarse un incondicional más en la figura de Manel. Lo siento, Tomás. Salgado me ha decepcionado. Cuando termine este asunto pienso pedir destino fuera de la Brigada.
—Pues yo que tú lo pensaría. Nadie te va a tolerar lo que se te consiente aquí, bien sea porque fuiste la primera mujer en trabajar como policía, bien porque durante estos años Salgado siempre ha dado la cara por ti, pero eso de ir por libre se te ha acabado y si sales de aquí, ni te cuento.
—¿Has hablado tú con el comisario de todo esto?
—Claro que sí. Está destrozado; no sabe cómo se le ocurrió aceptar la propuesta del juez. Dice que lo pilló por sorpresa y tenía miedo de que si actuaba como debía, le cayese a Manel una acusación de asesinato y todos volvieran los ojos hacia él.
—Eso no justifica su reacción cuando a Manel se le escapó el Trepa.
—Hasta cierto punto sí, Candela. De nuevo por culpa del inspector, el jefe se hallaba metido en una situación equívoca.
—¿Equívoca? No fue a él a quien se le escapó el detenido.
—Sí, pero él asumió las responsabilidad ante el jefe superior. No dijo que el inspector había actuado por su cuenta.
Candela guardó silencio. Así que Salgado había cargado con el problema una vez más para defender a Manel. Eso no lo sabía ella, aunque tampoco era motivo para que se hubiera suspendido la investigación sobre los asesinatos del Barrio Chino.
—Eso no lo sabía, la verdad es que hasta cierto punto justifica su mala leche, pero ¿por qué ha suspendido los casos que llevábamos? ¿Y dónde está todo el mundo? Y sobre todo, ¿por qué no estoy yo?
—Vamos por partes: ha suspendido los casos porque hemos recibido un soplo desde Cádiz. Están allí los tres: el Trepa, el inspector Soriano y el Flaco. Por lo visto esperan un carguero que los llevará fuera de España, concretamente a Génova.