Authors: Mercedes Gallego
—Qué coño va a ser cosa de los dos, si me lo dijo él mismo cuando la vio muerta. Porque no me dio la gana de sonsacarle más, que si no… Vosotros y vuestro pito… No tenéis arreglo.
—Vete a la mierda, Candela. No te aguanto cuando te pones en ese plan.
Candela sonrió abandonando la sala de inspectores. No se fue al lugar que la había mandado su compañero, sino al hospital Clínico donde nada había variado; todavía no hacía veinticuatro horas que el comisario había sido intervenido y hasta el día siguiente el médico no había autorizado las visitas. Salgado permanecía sedado e inconsciente, era lo único que podía ver a través del cristal de la Unidad de Cuidados Intensivos. Permaneció mirando a su jefe unos minutos. Su pelo largo despeinado y echado para atrás dejaba al descubierto las entradas que iban abriéndose camino en su frente. Su mandíbula puntiaguda apenas se distinguía porque la tapaba un tubo conectado a un aparato de respiración asistida. Las manos inmóviles a lo largo de su cuerpo, una de ellas con una aguja sujeta por esparadrapo y la otra con los dedos extendidos, daban una extraña sensación de paz artificial.
«Hasta mañana, Jefe, te prometo que no me volveré a enfadar contigo». Lo miraba desolada; hasta cierto punto compartía el miedo que sentía Salgado por la remodelación de la policía, que podía dar al traste con su carrera y consideraba lógico que él y muchos otros no tuvieran cabida en una policía profesional. Por mucho cariño que le tuviera, debía reconocer que era un ignorante. El tiempo que había trabajado a su lado se lo había demostrado. No le gustaba leer, apenas la música y nada el cine. La única conversación posible a su lado era la policía, los casos… Al menos no era propenso a las hostias, pero por otra parte el estilo dictatorial y déspota era el mismo que el de todos ellos, salvo muy honrosas excepciones. «Ya veremos cómo termina esto».
Abandonó el hospital presa de una extraña congoja que no quiso ni supo contener. Una lágrima indiscreta rodaba por su mejilla cuando subió al coche que había dejado aparcado en la calle Casanova, enfrente del Clínico.
En el hospital de la Esperanza le confirmaron que el enfermo Manel Romeu había sido dado de alta. La noticia, aunque la esperaba, fue como un soplo de aire fresco después de haber visto al comisario; aparcó en una esquina delante de la cabina telefónica que vio al pasar.
—Hola Candela. Pensé que serías Julia.
Por el entusiasmo que demostraba la madre de Manel, la cosa debía de marchar.
—Estos días me ha sido imposible ir al hospital, hemos tenido muchísimo trabajo. ¿Cómo está Manel?
—De salud bien, pero de ánimo, fatal. Te explico. Bien de la neumonía, pero con un humor que no hay quien lo aguante. No puedo sujetarlo más, Candela.
—¿Le va bien si paso a verlo?
—Claro que sí,
filla meva, és clar que em va bé.
Manel salió apresurado a recibirla. Más delgado y un poco pálido, pero con buena cara, al menos su expresión impaciente aportaba una chispa a los ojos que había perdido desde que Miriam había sido asesinada.
—Acompáñame a tomar un café, Candela. No puedo estar ni un minuto más encerrado o me va a dar algo.
—De eso nada. Tú no te mueves de aquí —Candela no había tenido tiempo de responder, cuando apareció la madre de Manel.
— A ver si tú lo convences, porque yo ya no puedo más.
—Escolta, mare, voy a ir con Candela a tomar un café al bar de abajo, te guste o no. Así que haz el favor de no ponerte pesada con lo que tengo y no tengo que hacer, joder, que ya soy mayorcito.
Candela observaba la situación pensando que sí, que era mayorcito, en primer lugar, para vivir en casa de sus padres, y lo que era peor, pasar de vivir con ellos a hacerlo con Julia, aunque se abstuvo de opinar.
—Sí, y a ver qué le digo yo a Julia, que está a punto de llegar —sentenció la madre.
—Adéu, mare —Manel dio un beso a su madre cortando la conversación.
—Vaya marcaje —comentó Candela mientras bajaban en el ascensor.
—No me lo digas más, ¿quieres? No sé si podré aguantar así hasta que me den el alta definitiva.
—Y entonces te vas a vivir con Julia…
—¿Qué pasa? ¿No estás de acuerdo?
—Eso no importa, Manel. El que tiene que estarlo eres tú.
—Ya, pero ¿tú qué piensas?
—Pienso que uno tiene que ser dueño de su vida antes de vincularla a la de otro.
—Pero Julia es amiga tuya, además, nuestra historia va en serio.
—Eso no tiene nada que ver. Tú no me has preguntado qué me parece Julia, me has hablado de salir de casa de tus padres y a mí me parece que deberías aprender a vivir solo antes de pensar en formar una pareja.
—No sé por qué dices eso. No tiene nada que ver.
—¿Ah no? Vamos a ver: ¿sabes poner la lavadora?, o fregar platos por no decir hacerte la cama, ir a la compra, planchar…
—Ya aprenderé.
—Eso es lo que no me parece una buena idea: aprender a ser autónomo dentro de la pareja. Uno tiene que serlo para compartir la vida y, por lo que yo sé, Julia no es de las que ejercen de «esposa y madre a la vez», como dice la canción de Machín.
—Déjalo ya, Candela. Eso ahora es lo que menos me preocupa.
No entraron en el bar cercano al portal de Manel, éste eligió otro para evitar que Julia se uniera a la reunión.
—No, espera, vamos al de enfrente. Necesito hablar contigo sin interferencias.
Candela sonrió, pero no dijo lo que pensaba.
—Bueno, al fin solos, como dicen los recién casados. Ponme al día, ¿quieres? Lo primero de todo: ¿cómo está el comisario?
—Fuera de peligro, pero todavía en la UCI. Hasta mañana no podemos verlo.
—Ya —respondió lacónico Manel antes de continuar preguntando—. ¿Y lo del Barrio Chino? ¿Has seguido adelante con el caso?
—Esa historia podía haber terminado, pero la he cagado del todo.
—¿Tú? ¿Por qué? Ibas sola… quiero decir, por tu cuenta.
—No, todavía es peor. Iba con Vázquez; habíamos montado un dispositivo para echar el guante al secretario del vidente y al prestamista y a mí se me ha escapado el mío.
—Bueno, mujer, eso le puede pasar a cualquiera. Tampoco es tan grave. Ese ni siquiera es un asesino, porque se los cargó Mefisto ¿no? ¿Y de ese que ha sido?
—No tenemos ni idea de lo que pasó realmente, hay una investigación abierta. No sabemos si el secretario se cargó al vidente y a la clienta, o sea la mujer del juez. ¿Me sigues?
—Más o menos. A ver si es así: el vidente y la mujer del juez han muerto. ¿Y el juez?
—Ya te lo contaré, Manel. Este asunto me pone enferma.
—Claro, como se le ha escapado a la ilustre policía Luque un sospechoso… —Manel reía a carcajadas—. No en serio, Candela. Ya me lo contarás.
—Está bien. Escucha. Hoy hemos puesto a disposición judicial al prestamista. Al final el juez emitió la orden desde el día que se la pedimos y, como era de esperar, hacía negocios con el usurero.
—Lo que no termino de entender es qué pasó con la mujer del juez ¿por qué se la cargaron?
—La versión oficial es que el juez denunció la desaparición de su mujer en la madrugada del jueves al viernes. Lo último que él sabía es que podía haber ido a ver a Mefisto. Fueron a casa del vidente y allí estaba la pobre Leonor, con un tiro en la cabeza. Pero lo peor es que Mefisto se hallaba al otro lado de la mesa con un tiro en el pecho.
—¡Hostia! ¿Y la no oficial?
—La no oficial… Te vas a quedar de piedra; resulta que…
Candela relató la rocambolesca historia que había protagonizado el juez cuando la llamó a su casa y la obliga a entrar con ganzúas en la consulta de Mefisto y todo el montaje ideado para que fuese un coche patrulla quien descubriese los cadáveres.
—…así que he salido de la Brigada a eso de las seis después de terminar las diligencias para poner a disposición judicial al prestamista. Vázquez se encarga de ello. Luego me he pasado por el Clínico a ver cómo seguía el comisario y lo siguiente, ya lo sabes: venir a verte.
—Joder, joder, joder… y yo aquí tumbado sin enterarme de nada… ¿Y por qué mataron a esos tres?
—La avaricia, Manel. Nada nuevo. Verás, Rosendo llevó a empeñar unas monedas de plata que en realidad eran de su mujer.
—¿Por unas monedas de plata?
—Bueno, no eran lo que parecían; resulta que son unas piezas muy valiosas en numismática. El judío se dio cuenta y se lo contó a Mefisto, que era el que le sacaba los cuartos a la gente mandándoselos a él, que por cuatro duros se hacía con joyas con un valor muy superior al que él pagaba.
—Pero no termino de entender por qué se los cargó.
—Ya leerás la declaración del prestamista, no tiene desperdicio.
—No me hagas esperar, adelántamelo.
—Rosendo fue a recuperar las monedas. Por lo visto se peleó con Mefisto y dejó de ir; el brujo se lo dijo al prestamista y éste, tiró por la puerta de en medio y se cargó a Rosendo.
—Vaya; ¿y los otros dos?
—Cayetana oyó una conversación sobre las monedas entre el brujo y el prestamista y no se le ocurrió otra cosa que decirle al secretario, que no estaba bien quedarse con algo que era de la viuda. No vivió para contarlo, aunque la pobre debía ignorar que habían sido ellos los que se habían cargado al dueño de las monedas.
—¿Y el otro muerto?
Era amigo de Rosendo y estaba al tanto porque él le había contado que si su mujer se daba cuenta de que había empeñado las arras, se moriría del disgusto. El pobre se presentó sin más en la relojería porque Rosendo le había dicho que sólo le había dado dos mil pesetas, quiso recuperarlas para dárselas y ahí la cagó: el siguiente fue él.
—Joder, qué parentela. Pues menos mal que nadie más lo sabía, que si no.
—Pues sí; menos mal que la viuda no estaba al corriente, porque si llega a ir a recogerlas estaría haciéndole compañía a su marido —Candela hizo una pausa para encender un cigarrillo.
—¿Tan valiosas son esas arras?
—Un par de millones cada una; creo que son catorce las arras, ¿no?
—Ni idea. Yo de esas cosas como comprenderás no entiendo demasiado… Nunca lo hubiéramos pensado, en el fondo hemos tenido suerte. En fin… ¿Y de lo otro?
—Tranquilo que ya sólo nos queda ir a por Gabi; tenemos la sospecha de que pueda estar en casa de unos amigos suyos en Carcassone o en Toulouse. El comisario que sustituye a Salgado está organizando la colaboración con la policía francesa para detenerlo.
Manel hizo un gesto, movió la cabeza como si negase las palabras de Candela y agitó la mano que parecía espantar una amenaza invisible. Miró el reloj antes de hablar.
—Dame un cigarro, anda. Mi madre me ha confiscado el tabaco y a Julia no le da la gana de traerme un paquete. Incluso ha dejado de fumar para que yo no fume.
Candela le dio el cigarro; no tenía sentido decirle que no, podía comprarlo él con sólo ir a la barra. Pensó que si se lo daba sólo fumaría uno. Manel empezó a toser a la primera calada, pero no se amilanó y continuó fumando hasta que sus pulmones se acostumbraron de nuevo al humo.
—Necesito que me ayudes, Candela. Sé dónde está Gabi, pero no puedo presentarme yo solo otra vez delante suyo y jugármela. Tienes que venir conmigo.
—Ni lo sueñes, Manel. Si de verdad sabes dónde está, lo mejor que puedes hacer es decírmelo, que suspendan el operativo con Francia y vayan a detenerlo.
—No me fío, Candela. Gabi es muy hábil y si aparece la parafernalia policial es muy capaz de huir otra vez. Tienes que ayudarme, Candela. Esto es algo personal.
—Por eso precisamente no puedo ayudarte, Manel. Porque la policía no está para solucionar asuntos personales. Es cómplice de asesinato y tiene que ser juzgado por eso. No importa quién lleve a cabo su detención.
—¿Lo dices en serio? Ya puede estar tranquilo el comisario Salgado, por fin te ha domesticado. No importa. Si no quieres acompañarme iré yo solo. Eso sí, a la más mínima duda, le meto un tiro entre ceja y ceja.
Candela miró a su compañero con preocupación; sí, lo veía muy capaz de hacer cualquier tontería. A pesar de su nuevo aspecto y su corte de pelo inglés, continuaba siendo un músico bohemio que se creía detective de novela. Sabía que si se lo decía a Vázquez, Manel negaría saber dónde se ocultaba Gabi. Temía también que si ella se negaba a acompañarlo iría él sólo jugándose de nuevo la vida y, probablemente, Gabi se le escaparía porque, por muy restablecido estuviese, su forma física no era la mejor.
Manel la observaba nervioso.
—Bueno qué: ¿me vas a acompañar?
—¿A qué hora?
—Tarde. Tiene que ser tarde, cuando mis padres estén durmiendo y Julia se haya ido.
—Pues vamos rápido que Julia tiene que estar al llegar, si es que no está ya en tu casa.
Ahora cómo justificaba ella ante el comisario y ante el jefe de grupo la detención que se disponía a hacer, junto a un policía de baja y sin que nadie se lo hubiera ordenado; y lo que era peor, sin que nadie en la Brigada lo supiera. ¿Y si llamaba a Diego? No, no. No podía hacerlo, Diego se negaría, como debía de haber hecho ella, pero en el fondo tenía que reconocer que le atraía la idea. Ya pensaría algo, ahora lo más importante era cuidar de Manel, de que no le pasase nada y detener a Gabi. Las explicaciones vendrían más tarde, a lo mejor Vázquez le echaba una mano, pero para eso debía llevarle al batería esposado.
Esperaba dentro de su 4L la llegada de Manel; habían quedado a las dos de la madrugada. Pasaban diez minutos y continuaba sin aparecer. Lo vio venir corriendo vestido con su habitual chaquetón, sus inseparables pantalones de pana con las botas de piel vuelta y una bufanda anudada al cuello, que se quitó en cuanto subió al asiento del copiloto.
—Una cosa no quita la otra, no puedo exponerme a pasar frío, no vaya a ser que me metan de nuevo en el hospital —dijo como si se disculpase por llevar bufanda.
—¿Adónde vamos?
—A casa de Gabi. ¿No te lo has imaginado? Es en el único sitio donde nadie lo buscará. Ya sabes que en la policía no tenemos mucha imaginación.
—¡Joder, claro! —exclamó Candela—. Tenía que haberlo pensado…
—Venga, vamos.
—¿Has cogido el silenciador?
—Sí. ¿Estás seguro de que es la mejor manera de abrir la puerta? ¿No podemos intentarlo con ganzúas?
—¿Y que oiga el ruido y nos espere? Ni hablar.
—Pero también oirá el disparo por mucho silenciador que llevemos.