Authors: Mercedes Gallego
Se revolvió inquieta entre las sábanas. Ya no había marcha atrás, Manel acababa de entrar en su vida y lo único que deseaba en ese momento era que no se fuese nunca. Era diferente a todos los que había amado hasta entonces; no se engañaba, no es que pensase que se había enamorado, pero estaba muy cerca de hacerlo, si abría el dique de contención que había levantado por culpa de la profesión. ¿Y qué si se iba a vivir con un policía? A lo mejor los del partido sólo habían conocido a la gente de la Social. Sería eso, claro. Entonces los comprendía y, hasta cierto punto, compartía la opinión, pero la gente de la Criminal era distinta. No perseguían ideas, perseguían delitos, perseguían a los que podían hacer daño a toda la sociedad, incluida la gente de izquierdas, y la clase proletaria que siempre era la más castigada. Eso era lo que tenía que explicar a sus compañeros de partido, y decirles que tirasen a la basura sus prejuicios, si de verdad querían cambiar las cosas. No podían seguir funcionando con los clichés antiguos si querían ayudar a todos los trabajadores y Manel era un proletario del gobierno.
Saltó de la cama reconfortada con esa idea, pero a medida que la ducha y el café, centraron la realidad, y ahuyentaron el nirvana de la noche, se decía para sí que eso no era así, que la policía entera era igual que la Social, y que los de la Criminal no perseguían rojos, eso lo dejaban para otros, ellos perseguían artistas, gente marginada, mendigos, prostitutas, homosexuales y todos aquellos que con su comportamiento, podían infiltrar ideas de libertad, ya fuera a través del teatro, o con bares. Pero ahí es adónde ellos tenían montado el negocio. En los bares, prostíbulos y toda clase de garitos ilegales de juegos. No. No eran distintos. A los otros les daba gratificaciones económicas el gobierno y a otros los dejaban «ganarse la vida». Eso, por no hablar de la inquisición de la censura. No. No eran diferentes, pero ella había vivido momentos inolvidables con un policía, no con la policía entera. Estaba confusa; era como si hubiera sufrido una esquizofrenia existencia: por una parte sabía que estaba empezando a amar a Manel, al músico, al hombre sensible y femenino que lloraba por nada y que la amaba con una pasión escondida.
Una parte de su ser, le impedía ser feliz. ¿Qué consecuencias tendría para su militancia su relación con un policía? ¿Cómo hubiera relacionado ella antes de conocer a Manel, mejor dicho, a Candela, cuando decidió dejar el derecho para dedicarse por completo a ser policía?
Candela estaba segura de que entre su amiga y Manel había surgido algo. Por eso no llamó cuando pensó hacerlo.
Charly
se puso muy contento al verla. Debía pensar que se avecinaba una noche de soledad como tantas otras; maulló hasta la saciedad y no cesó hasta que Candela lo cogió en brazos.
—Está bien, está bien. Te tengo abandonado… Vamos a ver cómo están tus cosas… Pobrecito, si casi no tienes agua. Venga, déjame, que te lleno el cacharro.
Estaba muy cansada; apenas terminó de poner orden en las cosas del gato, se metió en la cama y se durmió inmediatamente. Eran más de las seis de la madrugada.
Aurelio durmió en casa de Diego; Salgado cruzó la calle y entró en su casa.
Todo estaba en orden en Barcelona, no así en Castelldefels. Soriano y el conductor implicados en la entrega del paquete al Trepa, encerrados en el bar que los padres del chico tenían en el pueblo costero, discutían acaloradamente.
—Mira que se lo advertí al tonto del culo de tu hijo. Que no se metiera en nada fuera de aquí —se lamentaba Soriano.
—Seguro que ha sido por culpa de ese amigo suyo, inspector. Ese que llaman el Flaco. ¿Lo conoce usted?
¿Cómo no iba a conocerlo? Era el mejor cliente que tenía. Solía venderle paquetes cada semana. No tenía ni idea de dónde vivía, eso era cosa del Trepa, que se encargaba de hacer de correo; buena pasta le pagaba para hacerlo, que se llevaba cien mil talegos o más.
Soriano preguntó de nuevo a la madre.
—¿Alguien conoce al tipo ese o sabe por dónde se mueve?
—No, pero sí sé que va mucho a un bar de Gracia. El chico me contó que su amigo le suministraba coca a un policía y le extrañó, porque él pensaba que todos los policías tienen acceso a las drogas, como usted.
Soriano mudó el color. Ciertamente no había ido con cuidado; ahora resultaba que el imbécil del Trepa le contaba a «su mamá» todo lo que hacía. Si alguien venía a por ellos, seguro que cantaban como lo debía estar haciendo ahora el «niño». Aunque no debería preocuparse, contra un camello podía luchar. Delante de un tribunal era fácil poner en entredicho la declaración de un delincuente. Sería la palabra de un policía contra la de un chorizo. Por más que el dichoso Salgado se empeñase, no podrían hacer nada. Tampoco el relamido de Estupas. Otro que tal…
Intentaba tranquilizarse pero sudaba copiosamente.
—Ponme otra copa, anda, que estoy que me subo por las paredes —pidió al padre del Trepa que lo observaba todo temeroso. Sabía que el policía no dudaría ni un momento en quitar de en medio a su hijo si era necesario.
La culpa era de su mujer —se lamentaba el hombre—. Nunca debió acceder a las peticiones del chico ni permitir que se metiera en los líos que se había metido. Bien estaba que el día que el inspector Soriano lo detuvo por comprar una papelina, se hubiera ofrecido a cuidar de él a cambio de alguna gestión, pero cuando él supo la clase de gestiones que eran, estaba seguro de que tarde o temprano las cosas acabarían mal.
Soriano estaba muy borracho. El conductor lo miraba desde un taburete de la barra, algo alejado. ¿Qué le iba a decir a su mujer?, porque estaba seguro de que junto al inspector Soriano y el Trepa iba él. Por más que dijera a los mandos que él se limitaba a conducir; que sí, claro que sabía lo que se llevaba entre manos el inspector Soriano. ¿Dinero? Sí, algo sí que le había dado, pero no tanto. Apenas cinco mil cada vez que se desplazaban. Al fin y al cabo él lo único que hacía era eso: conducir adonde le decía el inspector. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? A lo mejor se iba a ver a ese comisario que decía Soriano que era tan legalista y podía librarse de la quema a cambio de contar algunas cosas. Tenía que pensarlo, valía la pena. Estaba seguro de que el Soriano lo dejaría en la estacada.
A las nueve de la mañana del viernes dos de noviembre, con los difuntos agasajados y llenos de flores, los inspectores, con el comisario Andrés Salgado al frente, se disponían a interrogar al Trepa. A su favor obraba la identificación de las huellas en el paquete de medio kilo de cocaína que habían incautado a Rodrigo Díaz, que por su propia voluntad, descansaba en los calabozos de la comisaría de Sitges.
Salgado dictaba las últimas órdenes.
—Diego y Candela entrarán los primeros en plan duro para tantear la situación. Más tarde, si el chico no canta, aaparezco yo con las pruebas de las huellas; me dejáis solo con él. Yo le entro por las buenas a ver si consigo convencerlo de que es mejor que delate a sus cómplices, si no quiere permanecer el resto de su vida en la cárcel.
—Es mejor que lo lleven a la sala de interrogatorios y lo dejen allí un rato para que se ponga nervioso —apuntó Candela.
—Estoy de acuerdo con ella, jefe —convino Diego.
Aurelio, que permanecía al margen, optó por aprovechar el tiempo.
—Podemos ir a tomar un café y repasamos lo que tenemos, si os parece.
Eran casi las diez cuando Candela y Diego entraron en la pequeña sala de interrogatorios donde el Trepa esperaba, visiblemente nervioso.
Diego fue el primero en dirigirse a él. Lo hizo en tono pausado pero amenazador.
—Así que además de camello eres un homicida. ¡Menuda joya!
El chico no respondió. Candela arremetió contra él en tono más contundente.
—Mira Trepa, no tienes nada que hacer. Sabemos que te dedicas a vender la droga que te pasa el policía de Castelldefels, así que por ahí lo tienes mal. ¿Sabes que hoy por la mañana estuvo aquí? Nos lo ha dicho él —el camello levantó la vista mirando a la inspectora—. Será mejor que cuentes tu versión, porque si no tendremos que creernos lo que nos ha dicho el inspector Soriano y no te va a beneficiar mucho, que digamos. Además de camello, chantajista.
—¡Yo no he hecho chantaje a nadie! ¿Quién le ha dicho eso?
—Tu amiguito Soriano. Dice que no tuvo más remedio que pasarte droga porque le amenazaste con ir a su mujer a contarle el lío que tenía con una prostituta —Diego seguía el guión que habían acordado.
—Eso es mentira. Fue él quien me propuso el negocio cuando me detuvo con una papelina encima.
—O sea, que hacéis negocios juntos. A ver, cuéntanos tu versión. A lo mejor tienes razón.
El Trepa no respondió. Permanecía con la mirada clavada en sus manos, que descansaban esposadas sobre la mesa. Diego volvió a la carga.
—Si te parece, hablamos del otro asunto, lo de la cantante.
La cara del detenido cambió el color; levantó la vista mirando a uno y otro policía.
—Eso… Yo de eso no sé nada. Ha sido el poli del saxo, y ustedes lo saben.
—Claro, el poli del saxo… —Candela dio un puñetazo sobre la mesa encarándose con él.
—Además de camello y asesino eres un tarado —acercó su cara a la del Trepa cogiéndolo por la camiseta—. O nos cuentas ahora mismo lo que sabes o te muelo a hostias.
Diego seguía el juego consciente de que su compañera no pensaba cumplir sus amenazas.
—Vamos, Candela. Deja al chico que bastante tiene encima. Venga, chaval. Cuenta tu versión de los hechos y terminemos con esto. Tu amigo el pintor de Sitges nos ha dicho que tú le pasaste la droga, así que ya lo ves: tenemos dos versiones para meterte en la cárcel una buena temporada. No seas cretino y no nos hagas perder el tiempo.
El detenido se iba por las ramas negando todo lo que tuviera que ver con la muerte de Miriam. Pudieron sonsacar su participación en el tráfico de drogas que el inspector Soriano le suministraba, pero en cuanto se hablaba de la muerte de Miriam, se cerraba en banda y no lograban romper sus defensas. Tras una hora de interrogatorio agotador, de acuerdo con lo convenido, el comisario Salgado entró en la habitación. El Trepa sudaba copiosamente y en las manos había aparecido un ligero temblor.
Cuando los inspectores hubieron salido, el comisario sacó el paquete de tabaco, encendió uno, y le ofreció otro al detenido, que aceptó de inmediato.
—Vamos Miguel Ángel, no seas tonto. Acabo de hablar con tu madre y nos ha dicho que nos digas la verdad porque si no te la vas a cargar tú solito. Además, tengo aquí las pruebas que te involucran en los delitos que te imputamos.
Salgado abrió la carpeta; en el primer documento apareció una foto de la pistola, con unas huellas resaltadas en color blanco.
—Mira. Estas huellas son tuyas. Tus dedos, la palma de tu mano… Vamos que no tenemos duda de que la has utilizado. Esto es suficiente para meterte en la cárcel. Yo quiero ayudarte porque pienso que no tenías ningún motivo para matar a esa chica. A lo mejor te lo encargó otra persona y ahora tú te vas a comer todo el marrón.
El Trepa permanecía tembloroso manteniendo su silencio, aunque Salgado notaba cómo de vez en cuando le lanzaba una mirada de reojo al tiempo que su boca se abría como si quisiera decir algo, que no llegaba a articular. Después de veinte minutos sin lograr nada, a pesar de haberle enseñado fotografías de sus huellas en el paquete de droga, y en la pistola y otras muchas evidencias que el comisario enumeró, al ver que no conseguía romper su resistencia, Salgado decidió cambiar de táctica.
—En fin, chico. Tú lo has querido. Ya te dejo en paz. Volverás al calabozo hasta el lunes, que te llevaremos al juez. No necesitamos tu declaración para meterte en la cárcel, las pruebas hablan por sí solas. Lo único que yo quería era que no cargases tú solo con todo, más que nada porque tu madre me lo ha pedido, pero ya veo que no te importa.
El comisario se levantó sin darle tiempo a reaccionar. El policía uniformado que custodiaba la puerta, agarró sin miramientos al detenido y lo arrastró hacia los calabozos. Mientras se alejaban, aún pudo oír cómo el comisario le decía:
—Si cambias de opinión se lo dices a los agentes. Si no, hasta el lunes. Luego te darán un bocadillo para que vayas tirando…
—Es duro de pelar —dijo a los funcionarios que esperaban en su despacho.
—Yo creo que tiene miedo, comisario —dijo Candela—. Lo de Castelldefels está claro, pero de lo de Miriam no hay manera de sacarle nada. A lo mejor si echamos el guante al de Castelldefels conseguimos saber algo más que nos permita romper su resistencia.
—No podemos detener a un policía así como así y sin pruebas —respondió Salgado.
—¿Vas a ir a por él o se lo pasas a Leandro?
—Leandro tiene el expediente completo, hace tiempo que va detrás. Lo malo es que hoy no creo que esté en la comisaría. Siendo viernes y además puente…
Manel llegó a la jefatura pasadas las dos. No había nadie ni en el despacho del comisario ni en la sala de inspectores. Bajó a los calabozos y vio al Trepa echado sobre un banco de madera que hacía las veces de cama. Se cubría la cara con las manos y aparentemente dormía.
—¡Eh tú! —gritó al detenido.
El Trepa giró la cara mirándole con odio, se acercó a la verja y le lanzó un salivazo que Manel consiguió esquivar.
—¡Eres un cabrón! —respondió el inspector a la agresión. Tú te lo pierdes, pensaba ayudarte…
El Trepa cambió de actitud al oír estas palabras.
—Espera poli. Sácame de aquí y te lo cuento, pero por favor. Sácame de aquí! No puedo estar encerrado ni un minuto más a palo seco.
El detenido temblaba ostensiblemente; las ojeras abarcaban sus mejillas, y en las comisuras de la boca aparecía un cerco blanco que contrastaba con la barba de color negro que le había crecido. Manel se giró.
—¿Qué quieres?
—Sácame de aquí, por lo que más quieras. Yo no quería hacer nada. La culpa la tiene Gabi. Te lo juro por mi madre. Él me pidió que te robase la pistola…
Manel no dejó que concluyera sus palabras. Se acercó al policía.
—Lleva al pájaro a la sala de interrogatorios.
Minutos más tarde, Manel, sentado en la misma sala que habían ocupado sus compañeros hacía menos de una hora, esperaba que apareciera el detenido.
—Espera en la puerta —dijo al policía armado— y no le quites las esposas, no me fío ni un pelo de este cabrón.