Authors: Mercedes Gallego
—Tú eres el poli, joder… Eres el jodido poli del saxo…
Manel, que había recuperado la seguridad, respondió con cinismo.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta mi nueva imagen o qué?
Salgado cortó la conversación empujando al Trepa dentro del coche. Él ocupó el asiento contiguo en la parte trasera.
—Conduce tú, Aurelio. Yo voy a sentarme con nuestro amigo no vaya a ser que se ponga nervioso.
Candela protestaba por lo que ella consideraba una maniobra para quitarla de en medio.
—Ya está bien. ¿Por qué no va Manel? Seguro que Julia lo prefiere. Siempre me toca a mí la morralla, estoy harta.
Manel enrojeció; Diego sonrió cínicamente, pero las órdenes de Salgado se cumplieron.
A la una entraban en una desierta jefatura, despertando a la pareja de policías uniformados que custodiaban los calabozos. Con el detenido encerrado, todos se reunieron en el despacho del comisario.
—¿Y ahora? —preguntó Diego.
—Ahora a esperar al de Castelldefels —respondió el comisario. En cuanto los padres le cuenten lo que ha pasado lo tenemos aquí.
—Me muero por un café. Voy a ver si encuentro algún bar abierto —dijo Manel.
—Te acompaño —sugirió Aurelio—. Así traemos para todos. ¿Hay algún termo por aquí?
—A lo mejor en la sala de inspectores. Me parece que Candela tiene uno.
Apenas había transcurrido media hora cuando Candela entró seguida por el policía de Castelldefels.
—Estaba abajo preguntando al policía de guardia si había entrado un grupo de inspectores con un detenido. Supongo que lo estabais esperando, ¿me equivoco? —miró el termo—. Vaya, ¿qué hace mi termo aquí?
—Lo he cogido yo, Candela —respondió Manel—. Nos caíamos de sueño y…
—Vale, no pasa nada. Con tal de que me hayáis dejado un poco de café, me conformo.
Todos ignoraron la presencia del inspector recién llegado, hasta que Salgado abandonó su sillón, se acercó a él y le tendió la mano. Sabía quién era, Leandro le había contado lo que estaba sucediendo en la comisaría y le había mostrado fotos. El comisario recordaba también al inspector, probablemente por alguna actuación oficial.
—Comisario Andrés Salgado. ¿Quién es usted?
—Inspector Roberto Soriano. De la comisaría de Castelldefels.
Salgado iba a empezar con las presentaciones de rigor, pero el recién llegado, apoyando las manos en la mesa, empezó a hablar sin darle tiempo.
—Tengo entendido que habéis detenido a un chaval en mi demarcación. ¿Se puede saber por qué no lo habéis llevado a la comisaría local?
—¿Te refieres al Trepa? ¿Y para eso has venido hasta aquí? Una simple llamada habría bastado. El «chaval», como tú dices, está implicado en un asunto muy feo: tráfico de drogas y homicidio.
—Eso tengo que decidirlo yo, comisario. Él vive en Castelldefels y allí no tienes competencias.
—Me parece que no estás al tanto de la normativa, inspector. Te recuerdo que soy comisario provincial y tengo competencias en todo Cataluña. Así que, si no quieres nada más…
Con un gesto condujo al inspector a la puerta.
—¿Me estás echando de tu despacho?
—No. Te invito a salir. No me gusta tratar los asuntos de mi Brigada delante de desconocidos.
—Ah no. ¿Y éste qué hace aquí? —miró a Aurelio—. Que yo sepa es de Sitges.
—Estás bien informado. Trabaja en colaboración con la Brigada. Lo he ordenado yo, ¿algún problema?
El de Castelldefels comprendió que por el camino que había iniciado no tenía muchas opciones, por lo que decidió cambiar el tono. Se pasó la mano por la frente antes de hablar de nuevo.
—Verás, es que soy muy amigo de los padres, ya sabes. Hace muchos años que trabajo en la zona y me han llamado muy asustados. El chico a veces se rodea de gente poco recomendable, pero es un bendito. Yo respondo por él.
—Por eso puedes estar tranquilo, lo trataremos como se merece. Si es inocente hoy dormirá en su casa, pero a lo mejor nos cuenta algo interesante y se lleva por delante a sus colegas. Con esta gente nunca está uno seguro, inspector. Ya sabes que no son muy de fiar.
—Soriano miró en torno suyo como si viera por primera vez a los policías congregados en el despacho encarándose con Manel.
—Tú eres el melenudo del otro día, claro. Las manos te delatan, lástima que la otra noche no me fijé.
Era un detalle en el que Manel no había reparado: sus manos, los dedos largos y flexibles. Las uñas que cuidaba con esmero, recortaba y limaba para deslizar sus dedos por el teclado del saxo. Miró sus manos y se encogió de hombros.
—¿Te gustan? Pues aquí donde las ves también saben pegar hostias.
—Basta de charla —cortó Salgado—. Inspector Soriano, tenemos mucho trabajo por delante y es muy tarde. Si necesitamos tu colaboración te llamaremos a la comisaría. Ahora si nos disculpas…
Esta vez abrió la puerta del despacho sin darle opción a nada que no fuese salir de allí.
—¿Estarás localizable por si te necesitamos? —preguntó el comisario cuando se alejaba.
—No lo sé —respondió el policía de malos modos sin detenerse.
Se hallaban instalados alrededor de la mesa de Salgado con dos expedientes sobre ella: uno, el del asesinato de Miriam, la cantante amiga de Manel. El otro, el que Aurelio había iniciado con la detención de Rodrigo Díaz, en el que figuraba la confesión que éste había hecho declarando que la droga que incautaron en su poder, procedía de un camello llamado el Trepa que vivía en Castelldefels.
Por otra parte, las huellas encontradas en la pistola de Manel eran las mismas que las halladas en el paquete de cocaína, aunque en ambos casos existían otras. Salgado deseaba poder probar que algunas del paquete de coca correspondieran al inspector Soriano, pero sabía que un día festivo sería imposible que alguien le facilitase un dato así. En el Gabinete Central de Identificación no iba a encontrar a nadie.
—Me parece que las huellas de Soriano tendrán que esperar.
—O no —respondió Candela—. Ha plantado las manos en la mesa. Espera.
Salgado movió la cabeza sonriendo. Manel miró a su compañera levantando un pulgar y guiñándole un ojo.
Candela regresó a los pocos minutos con un pequeño estuche de plástico del que sacó un bote de polvos blancos y una brocha. La maniobra reveló diez pares de huellas relucientes sobre la mesa confundidas con otras.
—Ha habido suerte —dijo Salgado—. Nadie ha pisado el despacho desde ayer, así que sólo pueden ser mías. Vaya, suponiendo que la de la limpieza haya pasado la gamuza por la mesa.
—Parece que sí, porque está reluciente —respondió Diego.
—Andrés, ¿por qué no vas tú al Gabinete a buscar una cámara de fotos? Si voy yo me la cargo seguro —sugirió Candela.
—Será lo mejor. Veré que puedo hacer. Lo malo será el revelado, porque no creo que haya nadie.
—Espera. Llamaré primero y si no encuentro a nadie llamamos al de guardia. Que ya está bien, joder. Saben que tiene que haber un retén por si acaso.
Una voz somnolienta respondió a la llamada. Un joven inspector dormía en un sofá con el teléfono en el suelo, un poco retirado porque el cable no abarcaba la distancia. A los pocos minutos entraba en el despacho provisto de su bata blanca y una cámara con flash.
—¿Quién ha levantado estas huellas?
—Yo —se adelantó Salgado antes de que Candela pudiera responder—. Si no había nada no hacía falta despertarte.
El funcionario sonrió.
—Gracias, comisario. ¿Las quiere ahora?
—Sí. Lo antes posible. Tenemos un detenido en el calabozo esperando estas huellas para tomarle declaración.
—En media hora se las traigo, comisario. Lo que tarde en secar la foto, ahora, con la nueva máquina, es un momento —el secador de pelo que solía utilizar el Gabinete había sido sustituido por una pequeña secadora.
A pesar de todo, la media hora se convirtió en una. La madrugada pasaba factura y la inactividad hacía aflorar el cansancio. Cuando tuvieron las fotos y pudieron contrastarlas con las que habían aparecido en el paquete de cocaína, tuvieron la certeza de que el inspector de Castelldefels había tocado el envoltorio.
—Son casi las cuatro —Salgado miró el reloj—. Yo creo que lo mejor sería dejar al Trepa dormir gratis abajo y nosotros nos vamos a casa. Mañana estaremos más frescos y él más acojonado. Así que ahora nos vamos a dormir y mañana a las nueve todo el mundo aquí.
—Menos mal —respondió Diego—. Me caigo de sueño.
—¿Y yo que hago? ¿Me voy a casa de Julia o a la de mis padres?
Salgado ignoraba la maniobra que habían urdido para que Manel investigase la muerte de la cantante. Lo único que le había comunicado Diego era que habían pedido al inspector Romeu que fuese con ellos, a pesar de estar de baja, para poder identificar al Trepa, puesto que era el único que lo conocía. Salgado había accedido insistiendo en que la detención, en caso de producirse, la llevasen a cabo dejando al margen a Manel, puesto que su situación actual era de baja para el servicio.
En este momento no entendía nada.
—¿Qué tiene que ver la abogada en todo esto?
—Nada, jefe. Es un refugio temporal. Como me dijiste que lo vigilase busqué una canguro.
Manel, como si acabase de aterrizar de una inmensa nube, y rojo por las palabras de Candela, respondió:
—Sí claro… bueno pues si queréis algo estoy en casa de Julia. Sí no tienes inconveniente, jefe, me voy a primera hora a por el alta. Eso, si me quieres incluir en la investigación.
Salgado lo pensó un instante antes de responder. Era perro viejo y se daba cuenta de que algo se le escapaba, pero lo que sí era evidente era que todos ellos compartían el mismo objetivo: desenmascarar a los culpables. No había razón para excluir a Manel del caso, era injusto no proporcionarle la oportunidad de esclarecer, no sólo la muerte de una amiga suya, sino la de limpiar su expediente. No olvidaba que había sido la pistola del inspector la que habían empleado para el delito.
—Está bien. Desde el momento que tengas el alta entras en el caso, Antes no.
—Pero comisario, la consulta es a las doce.
—Pues duermes.
La que no dormía era Julia. Hacía unas horas Candela la había dejado en la puerta de su casa. De nada sirvieron sus protestas.
—¿Y lo del juez? Porque si todo esto tiene que ver con él necesito saberlo.
—Lo sabrás, Julia. Comprenderás que antes debemos saberlo nosotros.
—¿Tú crees que el juez ha podido contratar a alguien para que se cargue a la cantante?
—Sinceramente no lo creo, aunque tampoco lo descarto.
Continuó la discusión hasta que Candela, en vista de que Julia no se movía, salió del coche, abrió la puerta del copiloto y señaló a Julia el portal de su casa, instándola a bajar de inmediato porque ella tenía prisa para incorporarse al dispositivo.
Manel tenía una llave, pero no se atrevió a utilizarla. Julia abrió la puerta con el mismo aspecto de hacía varias horas, cuando se despidió de ella en Castelldefels. Un vaso en una mano y un cigarrillo en la otra, fueron suficientes para que Manel se hiciera una idea del estado de ánimo de la abogada.
—Bueno, ¿qué? ¿Me vas a contar algo o tú también te vas a andar con rodeos?
—No hay nada nuevo. Es que no iba a ir a casa de mis padres a estas horas después de desaparecer sin decir ni pío. Me hubieran cosido a preguntas y no tengo ganas de broncas.
—Siéntate y cuéntame algo. ¿Qué ha dicho el Trepa? ¿Va por libre o trabaja para el juez?
Aunque la investigación abarcaba otros delitos, a Julia lo único que le importaba era poder demostrar que un juez podía llegar hasta el extremo de ordenar un asesinato para tener a un comisario coaccionado. Ignoraba el motivo, nadie se lo había dicho ni pensaban hacerlo. Manel consideraba improbable que el asesinato de Miriam obedeciese a las maniobras de un juez. Tampoco tenía una idea alternativa, esperaba acontecimientos y para él esto no llegaría hasta mediodía del viernes. Aunque fuese a las doce en punto al Servicio Médico a por el alta, cuando llegase a la jefatura, estaba seguro de que el interrogatorio del Trepa ya estaría hecho y a él no le quedaría ninguna opción. Si el Trepa la había matado quería saber por qué cuanto antes.
—Anda, Julia. Déjalo ya ¿quieres?
Se sirvió una copa y con el vaso en la mano fue hasta la nevera a buscar hielo. Luego se sentó en el sofá, al lado de Julia, y tras un incipiente titubeo, empezó a hablar.
—Quiero darte las gracias por todo lo que has hecho por mí. Mucho más viniendo de una militante comunista —hizo una pausa que Julia aprovechó para intervenir.
—No tienes que dármelas. No tiene nada que ver mi militancia, eso no me impide saber apreciar a la gente decente esté, donde esté.
—Te agradezco la opinión. Me gustaría saber si tus correligionarios la comparten.
—Yo no necesito pedir permiso a mi partido para relacionarme con quien me dé la gana.
—Mejor. Yo pensaba que sí. También quería decirte que en estos días… en realidad, desde que fuiste con Candela al bar… yo… —se hallaba visiblemente azorado. Encendió un cigarrillo antes de continuar. Julia lo miraba en silencio tan azorada como él. Al final se decidió a decir lo que pensaba—. ¿Podemos vernos de vez en cuando, Julia?
—Bueno, en realidad… tú también me caíste muy bien, lo que pasa es que… ¿Le has contado algo a Candela?
—¿A Candela? Para empezar, yo tampoco tengo que pedir permiso a mis colegas para salir con alguien. Y además, ¿qué le iba a contar?
—No, claro. Nada. En fin, yo, lo siento. No tenía que haber dicho eso.
Manel se acercó con suavidad a Julia rodeándola con sus brazos, materializando un hecho que flotaba en el ambiente siempre que ambos se hallaban cerca. Julia no lo rechazó. Lo que quedaba de la noche se volvió día sin que ninguno quisiera evitarlo. A las once, Manel salió como una exhalación de la cama.
—Como no me espabile llego tarde al Servicio Médico. Tengo que afeitarme y como no tengo costumbre tardo un huevo.
Julia se desperezaba en la cama acurrucándose debajo de las sábanas.
—Si quieres preparo un café.
—No tengo tiempo. Lo tomaré en un bar. Sigue durmiendo, no sé a qué hora volveré.
Julia miró cómo se alejaba Manel recorriendo con la mirada su espalda y sus nalgas desnudas hasta que desapareció por el pasillo. No podía ser. Se estaba enamorando de un policía; por más que ella se hiciera la chula diciendo que en su partido no dirían nada o, en todo caso, a ella no le importaba lo que dijeran, no era cierto. No tardaría en llegar al responsable de su célula y, conociéndolo como lo conocía, pondría el grito en el cielo y probablemente le retiraría responsabilidades.