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Authors: Mercedes Gallego

La trampa (30 page)

—Acompáñame al apartamento donde tengo a los funcionarios que trabajan en el caso. Es necesario que conozcas algunas cosas antes de seguir adelante con este asunto —dijo Salgado a Aurelio.

El juez Moreno de la Canasta había conseguido al menos dormir desde que había hablado con el comisario. Las noches de sexo se habían acabado, pero también la angustia. Deseaba más que nada en el mundo ver muerto al brujo que le había amargado su vida, con la misma intensidad que antes de conocerlo la había alegrado. ¿Valía la pena el sexo a cambio de tanto sufrimiento? Decididamente no.

Leonor, su mujer, también volvió a recuperar algo de su alegría. Para ella no era importante el sexo. Jamás había sentido placer en un acto que más bien consideraba repugnante y no comprendía como para su marido era un hecho que podía constituirse en el eje de su felicidad. Ella le hacía creer que sí, que disfrutaba, pero le daba igual. Ahora se daba cuenta de que la pócima del vidente no era lo que le había devuelto la hombría a su marido, si no la creencia de que podían hacerlo. ¿Cuánto dinero le había sacado ese sinvergüenza? Había perdido la cuenta, pero entre unas cosas y otras más de un millón de pesetas. ¡Un millón! Todos sus ahorros… Y por lo que le había contado su marido, la historia no terminaba ahí, porque si lo contaba en el juzgado, José Antonio estaba acabado.

Menos mal que se había sincerado con ella. Ahora comprendía la angustia de las últimas semanas, desde aquel día que el desgraciado aquel había ido a verlo haciéndole chantaje. Leonor no estaba dispuesta a ceder. La idea de su marido de vender la casita de Alicante para darle el dinero a Mefisto y que se fuese del país, le parecía un precio demasiado alto. Ella tenía otra solución mucho mejor. José Antonio la tomaba por tonta, pero no lo era… Recordaba como nunca a su padre, un coronel del ejército de tierra arrogante y valiente. ¡Cómo sentía que no estuviese aquí para pedirle ayuda! No. No estaba dispuesta a tirar sus últimos días por la borda por culpa de un desaprensivo.

Era el día de los difuntos, el día de ir al cementerio a llevar las flores a sus queridos padres. Hablaría con él. Otras veces lo había hecho; si José Antonio lo supiera diría que estaba loca, pero no lo estaba. Una voz interior siempre le aportaba soluciones, seguro que era el coronel quien velaba por ella desde el más allá.

Leonor permaneció arrodillada frente al nicho del cementerio de Montjuich, que con el mar al fondo acogía sus rezos, sus súplicas y sus flores, devolviéndole las respuestas de ese añorado padre que aún desde las tinieblas velaba por ella. Sí. Eso era lo que tenía que hacer: el coronel había hablado. Ahora sólo tenía que llevar a cabo lo que le había dicho.

Mientras Leonor rezaba ante la tumba de sus padres, los policías que seguían al Trepa. El equipo iba creciendo. Ahora también el comisario Salgado y Aurelio iban tras él; Departían compartiendo una paella en uno de los restaurantes del paseo marítimo. Julia, un poco cohibida por la presencia de Salgado, permanecía en silencio.

—Estás muy calladita, abogada. Al final tendrás que ingresar en el cuerpo, porque no hay caso en el que no me encuentre contigo —bromeó el comisario.

Julia enrojeció al notar todos los ojos fijos en ella. Candela salió al paso.

—Joder, Salgado. No te metas con ella encima de que nos está ayudando.

—Pero si no me meto con ella. Al contrario, le estoy muy agradecido.

—Pues no se nota, jefe —apuntó Manel.

Salgado se puso serio de repente.

—No, ahora en serio, Julia. La que se avecina no es tan segura como lo ha sido hasta ahora. Puede haber tiros o alguna que otra hostia. Ten en cuenta que en cuanto entren en juego los de la comisaría se nos ha acabado la paz —mirando a Manel, le dijo con tono sarcástico—: y tú calla, joder, que llevas una pinta de pijo que tira de espaldas. Casi te prefiero con melenas y barbas.

—Y no hemos acabado ya a hostias porque todavía tenemos al Cid indeciso, pero en cuanto firme… —puntualizó Aurelio.

—¿Al Cid? —preguntó Diego desconcertado.

—Sí, hombre. El viejo canoso se llama Rodrigo Díaz.

Todos rieron mientras daban buena cuenta de la paella y la ensalada, al tiempo que pedían la cuarta botella de vino. Salgado volvió a hablar.

—Nos lo ha pedido él mismo. Dice que hasta que no tengamos encerrados al Trepa y a su gente no quiere pisar la calle —tras una pequeña pausa, continuó—. Por cierto, ¿cómo lleváis lo del Barrio Chino?

—Está parado, comisario —respondió Diego—. Tú mismo nos dijiste que el asunto de Manel tenía prioridad.

—Y la tiene —continuó hablando el comisario—. Tengo que contrastar las huellas que aparecieron en la pistola de Manel con las del Trepa, si conseguimos echarle el guante; como he venido a toda leche se me ha olvidado. Candela, ¿por qué no te acercas a la Brigada y te haces con el expediente del caso de Miriam antes de ir a por el Trepa?

—En cuanto me tome un par de cafés, jefe. Voy un poco puesta entre el aperitivo y la comida.

—Tenemos tiempo. Mi intención es dejarnos caer por el bar esta noche para empapelar también al inspector.

—Mejor, porque en cuanto lo detengamos los padres lo llamarán pidiendo socorro.

Aurelio, que hacía tiempo luchaba con una cigala, hasta que decidió emplear las manos, intervino.

—Mira lo que te digo, Salgado. Yo creo que sería mejor ir a por él ahora, mientras Candela va a por las fotos de las huellas. Cuando venga el policía a interesarse por él, que lo hará en cuanto los padres lo llamen, podemos decirle unas cuantas cosas a ver por dónde sale.

Manel, que tampoco había dicho nada, entró en tema.

—Tiene razón Aurelio, comisario. En cuanto el Trepa se vea venir la acusación por la muerte de Miriam, lo demás pasará a segundo plano y puede cantar lo que nos dé la gana.

—Manel no anda desencaminado, comisario —sentenció Diego—. Si nos espabilamos podemos cerrar el caso este fin de semana.

—No os precipitéis. Todo a su tiempo. Todavía tenemos que descartar unas cuantas cosas. Si las huellas de la pistola de Manel son las del Trepa, lo tenemos.

El comisario pensaba en el juez. No descartaba su posible implicación en el asesinato de Miriam, o si no, cómo había ocurrido la circunstancia de que él hubiera acudido a levantar el cadáver haciendo la propuesta tan insólita de mantener al margen al inspector, con una implicación tan evidente como la de estar en el escenario del crimen y que se hubiera cometido con su arma. Insistió con su idea de intervenir de noche.

—En este momento no puedo ser más explícito, lo siento —pensaba que con Julia delante y un inspector que no era de su grupo, no sería oportuno desvelar los hechos que el juez le había contado—, pero os puedo asegurar que tengo tantas ganas como vosotros de zanjar este caso y los coletazos que ha traído. Antes, vosotros dos —señaló a Diego y Candela—, tenéis que avanzar con lo del vidente, el prestamista y toda esa chusma que tendrán mucho que decir sobre la muerte de tres inocentes. No perdamos la calma. De momento vamos a por el Trepa y según lo que pase, actuaremos. Aunque en algún momento pudo parecer que estaban ligados, el único nexo es el chantaje del vidente al juez. Lo de Miriam es otro asunto.

Candela abandonó la mesa en la que las copas y los cafés iban y venían a placer.

—Bueno, yo me voy a por el expediente. Tardaré al menos un par de horas. A ver… Son las cinco y media. No me esperéis hasta las siete o así y, eso, contando con que no llueva.

—Llévate mi coche —Salgado le tendió las llaves del coche oficial en el que había venido.

—Entonces en el apartamento sobre las ocho, más o menos —se despidió.

Capítulo 14

La visita al cementerio consiguió tranquilizar a Leonor. Su decisión debería aplazarse hasta el jueves de la semana próxima, pero no importaba. ¿Cómo podía pensar el individuo ese que su marido no iba a contarle lo sucedido? Cierto que no lo hizo el mismo día, pero al final lo compartió con ella, como siempre sucedía. José María nunca tuvo secretos. Le seguiría la corriente a la absurda idea de vender la casita de Alicante y dar el dinero al vidente para que desapareciera de sus vidas, él siempre tan ingenuo. Eso sí tenía que reprocharle, su falta de agallas. Su padre nunca hubiera actuado así, ya se lo había dicho por la mañana cuando llenó de flores la tumba en la que descansaban los dos. A mamá no le habría parecido bien, siempre tan pacífica…

Mientras Candela conducía corriendo más de la cuenta por la Autovía para tardar lo menos posible, Leonor pensaba en el día que conoció a la inspectora de policía; ahora comprendía que no había sido tan casual el encuentro. Lo más probable era que estuviese investigando las andanzas de aquel individuo. Lástima que entonces no hubiera sabido la verdad, porque seguro que esa chica tan decidida hubiera hecho algo. A lo mejor hablaba con ella, todavía no le había pagado las quinientas pesetas que le prestó para el taxi.

Ajena a todo lo que tuviera que ver con el juez, el vidente o los asesinados en el Barrio Chino, Candela entraba en las dependencias de la jefatura, que a las seis y cuarto de la tarde en un día festivo se hallaban desiertas. Se dirigió al despacho del comisario, abrió el cajón con la llave que él mismo le había facilitado, sacó el expediente, lo metió en un sobre grande y sin dilación, entró en el coche para desandar el camino que acababa de recorrer.

La noche apareció ofreciendo una versión más amable que en días anteriores. Ya no llovía, aunque el cielo encapotado no dejaba ver las estrellas. Con suerte llegaría a Castelldefels a las siete y media. No quería perderse nada, menos ahora que Salgado se había unido al grupo. Pensaba en Julia. Había cambiado mucho; quién le iba a decir a ella que aquella recalcitrante comunista que pronto haría diez años había conocido, estaría sentada en una mesa en la que, la única que no formaba parte de un cuerpo represivo, como ella decía.

Cierto que la desilusión hacia su partido crecía por momentos. Había empezado el mismo año que la democracia, cuando para participar en las elecciones empezó a cambiar. La puntilla fue el invento del eurocomunismo. Mientras conducía recordó el encuentro que las unió en 1970; España todavía era una dictadura y ambas tenían los sueños intactos, unos sueños de libertad que a pesar de los diferentes frentes en los que luchaban, eran coincidentes. Julia soñaba con una sociedad libre con igualdad de oportunidades. Soñaba con una clase trabajadora respetada y protegida por el Estado, en la que el paso por la Magistratura no fuera un mero trámite para que el empresario validase su atropello amparándose en la legalidad de unos sindicatos al servicio del poder. Candela suspiraba por ser abogado, pero los años habían cambiado su sueño, que ahora se centraban en una policía justa, en la que los que los mecanismos de control hicieran imposible la corrupción y la omnipotencia. Hasta el momento ninguna había visto cumplido su sueño. Julia discrepaba de algunos aspectos del eurocomunismo, como el hecho de pretender cumplir el ideario dentro de un sistema capitalista que ella veía incompatible y la renuncia a la república; cierto que debía dejar a un lado las tesis moscovitas, pero tampoco veía coherente que se aceptase financiación por parte de la URSS y simultáneamente se renegase de ella.

Candela tampoco creía que los pasos que estaba llevando a cabo el Ministerio del Interior para cambiar el modelo policial estuvieran reflejando demasiadas diferencias. Nunca deberían haber dejado que los componentes de la antigua Social se reinstalasen en otras áreas de la policía sin más, sin depurar ninguna responsabilidad y sin una sola expulsión.

Cuando se dio cuenta, estaba aparcando frente al apartamento de Diego. Todavía no eran las ocho, Todos dormitaban en el salón, excepto Julia y Manel que charlaban en la cocina compartiendo un café.

—Bueno, ya estoy aquí —saludó uniéndose a ellos—. Había poco tráfico y no me ha costado nada llegar.

—Los «jefes» y el de Sitges duermen como benditos. Nosotros estábamos aquí hablando.

Candela miró alternativamente a su amiga y a Manel. Ella diría que más bien estaban ligando, pero se abstuvo de hacer comentarios.

—Me serviré un café y los dejamos dormir; todavía es temprano.

El tiempo se agotó. Juntos planeaban la estrategia. Acordaron que Aurelio vigilaría desde fuera por si el inspector de Castelldefels se hallaba en el bar y lo reconocía y Salgado con él por la misma razón. Julia, a regañadientes, se había quedado en el apartamento por deseo expreso del comisario, que no veía adecuado que una abogada ajena al cuerpo participase en una detención.

Diego, Manel y Candela entraron en el bar. Eran las doce menos cuarto de la noche. Diego se acercó a la barra mientras Candela y Manel custodiaban la puerta del bar desde dentro.

—Diga usted a su hijo que baje ahora mismo —Diego exhibió la placa.

Los padres del Trepa se miraron atónitos.

—¿Para qué quiere usted hablar con nuestro hijo? Pregunten en la comisaría que todos lo conocen, es una persona decente.

—No lo ponemos en duda, señora. Ahora, dígale que baje si no quiere usted que subamos a buscarlo.

Los padres intentaban alargar el momento alzando la voz, probablemente con la intención de que su hijo los oyera y tuviera tiempo de salir por la puerta que daba al portal.

La estratagema surtió efecto, pero no contaban con los que esperaban fuera. Cuando el Trepa se dirigía a su coche sigilosamente, Salgado se acercó empuñando el arma reglamentaria.

—Miguel Ángel García, quedas detenido por tráfico de drogas.

El Trepa intentó escapar corriendo, pero Candela que en ese momento miraba hacia la calle salió del bar como una exhalación y le dio alcance; lo redujo sin dificultad. El comisario ya estaba a su altura cuando la inspectora lo estaba esposando.

—¿Dónde lo llevamos, comisario?

Aurelio, que también había salido corriendo detrás del Trepa, respondió:

—A la comisaría local ni pensarlo. A Barcelona o a Sitges, vosotros veréis.

—A la Brigada —afirmó Salgado—. Está detenido por la investigación de un delito cometido en Barcelona.

—Si te parece voy con vosotros —respondió Aurelio.

—De acuerdo. Nos vamos todos.

Diego y Manel se habían unido al grupo. Salgado organizó la marcha:

—Candela, tú te vas a buscar a Julia, recogéis lo del apartamento, la dejas en su casa y te vas después a la Brigada. Vosotros —miró a Diego y a Manel—. Cogéis el coche que he traído; yo me voy con Aurelio y nos llevamos a éste —señaló al Trepa que miraba fijamente a Manel.

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