Authors: Mercedes Gallego
—Pero señora, hay que denunciar estas cosas, que luego las estadísticas no se ajustan a la realidad y no nos hacen caso cuando pedimos más medios.
—Que no, señorita, que no voy a denunciar nada. Voy a tomar una tila ahí mismo y me marcho.
—Está bien, la acompañaré.
Entraron en un bar situado frente al portal del vidente. Cuando estuvieron sentadas, Candela volvió a insistir, a pesar de que la mujer, muy alterada, se negaba a poner una denuncia.
—Mire señorita, se lo agradezco mucho, pero mi marido es juez y él sabrá lo que tengo que hacer. En cuanto me tome esta tila me voy a un recado y me marcho a mi casa, lo que sí le agradeceré es que me preste dinero para un taxi. Me han robado el bolso… ¡Válgame Dios! Con la de dinero que llevaba.
—Pero mujer, ¿cómo se le ocurre venir por estos barrios con mucho dinero? ¿Cuánto era?
—Cincuenta mil en un sobre y lo que llevase en el monedero, más o menos cinco mil pesetas. Y menos mal que no me han hecho nada, sólo me he caído al suelo cuando me han tirado del bolso y me he desmayado del susto.
La señora debía pasar de los cincuenta años; su aspecto era cuidado, sus manos, con las uñas pintadas de esmalte rosado, evidenciaban que no trabajaba en nada que pudiera dañarlas, si es que trabajaba, cosa que Candela dudaba.
Terminó la tila con nerviosismo, sin parar de mirar el reloj.
—¡Dios mío! Son más de las once. Tengo que irme. Muchas gracias por todo. Si me da usted la dirección le mando las quinientas pesetas con un recadero.
—Puede mandarlas a la Jefatura de Policía; al grupo de Homicidios.
—¿Trabaja usted allí?
—Sí. Soy inspectora de la policía judicial.
—Vaya, me alegro mucho de que haya mujeres en la policía. Ha sido usted muy amable. Adiós, inspectora.
Salió presurosa del bar. Candela la siguió con la vista.
«No puede ser, ¡se ha metido en el portal del vidente y dice que llevaba cincuenta mil pesetas! Seguro que tenía hora a las once, porque a mí me dijo que fuese a las once y media».
No sabía qué hacer, por una parte deseaba acudir a su cita con Mefisto como si nada hubiera pasado, pero la cantidad que la señora decía llevar encima, y que ella no ponía en duda, volvía a situar al vidente en el centro de la sospecha. Pensó que una cosa no tenía nada que ver con la otra, que podía ser un delincuente y ser vidente. ¿Vidente? Pero cómo iba a ser vidente. Si lo fuese sabría que ella era policía, tenía que haber notado que su presencia no era casual, sino que indagaba sus actividades. Decidió acudir a su cita con la certeza de que la señora que acababa de ser atracada estaría en la sala de espera. ¿Y qué? No había ninguna razón para que una policía no pudiera acudir a un vidente. ¿No era ella la mujer de un juez y también iba?
Además, si Mefisto era vidente como decía, en cuanto le echase las cartas debería ver que se había reconciliado con su familia. Cruzó decidida la calle.
La señora del juez se ruborizó hasta la raíz del cabello al ver entrar a Candela.
—¿Por qué me ha seguido, inspectora?
—Yo no la he seguido, señora. También vengo a la consulta de Mefisto.
—Claro, claro… Perdone usted mi impertinencia.
Ante el silencio de Candela, continuó:
—Pues yo hace unos meses que vengo y me va muy bien. Es un verdadero ángel, aunque tenga nombre de diablo.
—Los diablos también son ángeles según tengo entendido, sólo que expulsados del Paraíso.
—Tiene usted razón.
—Ahora quiero pedirle un favor. No diga usted que soy policía. Ya sabe usted cómo es la gente, en cuanto se enteran piensan que una está vigilando todo el tiempo y yo he venido por mis cosas. Porque tengo algunos problemas, ¿comprende? Pero no tiene nada que ver con mi profesión.
—Pierda cuidado. Yo no he venido aquí a hablar de usted. Eso sí, tengo que decirle que me han robado porque no podré pagarle, pero puedo omitir lo de su ayuda. Tampoco le importa ¿no le parece?
—¿Le cobra cincuenta mil pesetas?
—No es por la consulta, que es la voluntad. Es por el trabajo que tiene que hacer para que se solucionen mis problemas.
—¿Hace trabajos?
—Sí. ¿No se lo ha dicho a usted?
—Es la segunda vez que vengo, a lo mejor más adelante. Supongo que dependerá de los problemas.
—Supongo. Y de los productos que tenga que preparar. Los míos los trae de Colombia, por eso cuestan tan caros.
—¿Está usted enferma?
—No son para mí. Es mi marido el que está mal.
La puerta se abrió; el ayudante del vidente invitó a la mujer del juez a entrar.
Sopesaba la idea de abandonar la sala de espera sin acudir a la cita; ahora lo veía claro. ¿Cómo pudo ser tan ingenua? Ese era el negocio: los trabajos. Tarde o temprano se lo propondría a ella y ese sería el momento de echarle el guante por estafador. Decidió esperar. Si buscando un asesino conseguía descubrir a un estafador, tampoco había perdido el tiempo.
Mefisto estaba nervioso; el aplomo que mostraba la semana anterior había cambiado al otro lado de la mesa y era ella la que dominaba la situación. Candela no podía ocultar la desconfianza que exhibía, por mucho que el vidente recorriera el círculo de cartas ahondando en lo dicho, aunque esta vez puso especial empeño en desprestigiar a su compañero. Por descontado, no mencionó la reconciliación familiar. Lo que ignoraba el individuo es que en este momento sus interpretaciones mágicas caían en saco roto.
Ahora el problema era decirle a Manel que había ido al vidente. No sabía cómo iba a tomárselo, pero no le quedaba más remedio si quería incluirlo en el informe y solicitar la orden judicial para intervenir su teléfono. Sabía que Manel iría a comer a su casa, miró la hora; todavía era temprano. Aprovechó el tiempo libre para recorrer nuevamente el barrio, especialmente la plaza en la que habían aparecido los cadáveres, aunque Manel hubiera descartado el hecho de encontrar algo a estas alturas. Le llamaba la atención que pese a vivir las tres víctimas en lugares diferentes, hubieran sido halladas en el mismo sitio, a escasos metros una de otra.
La plaza estaba muy cerca de la casa de Mefisto, pero esto tampoco quería decir nada; todo estaba próximo en el barrio. Se trataba de una pequeña isla circundada por la calle San José Oriol, Robador, otra callejuela pequeña y la de San Rafael, en la que el vidente, por llamarle de alguna manera, tenía su consulta, pensó. A esa hora la plaza estaba muy concurrida, por lo que debería volver entrada la noche. No obstante, a lo mejor algún vecino había observado algo inusual; no recordaba haber visto entre los informes entregados por la comisaría nada que hiciera referencia a interrogatorios de los vecinos de las casas colindantes.
Miró en torno suyo; por el plano que había facilitado una de las comisarías, situó los cuerpos cercanos al bordillo en un lateral de la plaza. Recordó el informe de la comisaría y sin dificultad identificó el lugar en el que habían aparecidos los cuerpos. La casa más próxima tenía un balcón encima del portal y dos ventanas por encima de él. Debía tener tres plantas. Entró en el portal y llamó a una puerta que por su ubicación podía corresponder al balcón.
Una anciana de aspecto aseado, ligeramente encorvada, abrió una rendija de la puerta dejando ver una cadena que impedía el paso.
—¿Qué desea usted?
Candela mostró la placa.
—Soy policía, señora. Me gustaría hacerle unas preguntas.
La mujer abrió sin dilación.
—¿Policía? ¿Qué ha pasado?
—Nada, señora. No se asuste. ¿Vive aquí hace mucho tiempo?
—De toda la vida, ¿por qué?
—Entonces recordará usted que hace unos meses aparecieron debajo de su balcón tres personas muertas.
—¿Tres? Ah, claro, se refiere usted una, una y una… Vamos, que no aparecieron juntas.
—Sí señora. Tal vez me he expresado mal.
—Pero pase, hija, pase. No se quede usted ahí.
La vejez y la soledad acumulada en las personas mayores, hace que una situación que para la mayoría resulta una molestia, sea para ellos el acontecimiento del día, la ocasión para hablar con alguien y, sobre todo, llenar su espacio con una presencia humana y no con fantasmas inexistentes recreados por el recuerdo. La casa estaba limpia y ordenada, aunque las paredes evidenciaban la falta de pintura y mostraban el color negruzco de los años. Un tresillo de plástico verde ocupaba una esquina del salón próxima al balcón que Candela había visto desde la calle.
—Está todo un poco dejado últimamente; yo no puedo subirme a la escalera para limpiar por arriba y el polvo entra a su antojo en un piso tan bajo.
—No se preocupe, me hago cargo —sonrió, acariciando su brazo—. Desde aquí debe usted ver todo lo que pasa en la plaza, ¿verdad?
—Ya lo creo; yo me siento en este sillón. Me gusta hacer ganchillo y oír la radio, como no tengo televisión. Aunque tampoco es que aquí ocurra nada del otro mundo, pasa poca gente.
—¿Vio usted algo los días que aparecieron los cadáveres?
—Algo sí que vi. Cuando apareció el primero… Pero de eso hace ya mucho tiempo ¿no? Debió de ser el año pasado, creo.
—A finales de febrero de este año —aclaró Candela.
—Si usted lo dice. Es que como siempre hago lo mismo pierdo un poco la noción del tiempo. Pero sí, ahora que lo dice sí, porque hacía mucho frío. Ya sabe usted que este año en febrero nevó, ¿se acuerda? Como le decía, serían las cuatro de la madrugada y oí un ruido: ¡plaf! Como si cayera algo en un charco que se forma justo ahí delante ¿lo ve usted? —señaló hacia la calle—. Hace un poco de cuesta y siempre se acumula el agua cuando llueve, bueno pues sonó como si alguien se hubiera caído en el charco. Me asomé y lo vi. Un hombre estaba en el suelo tirado encima del agua y una furgoneta se daba la vuelta para salir por ahí —señaló la calle San José Oriol.
—¿Llamó usted a la policía?
—No. Yo bajé a ver si necesitaba algo, pero cuando me di cuenta de que estaba muerto, me asusté y regresé a mi casa. Yo no tengo teléfono, así que no hice nada. ¿Qué quería usted que hiciera?
—Pues mujer, lo normal, llamar a la policía.
—Ah, usted lo ve muy fácil. Sin teléfono y aquí sola, no me iba a ir a buscar una cabina.
—¿Y los vecinos? ¿No hay nadie con teléfono en la escalera?
—Yo no los conozco. Son gente nueva, el primero estaba vacío, lo han alquilado hace poco, y el de arriba, desde que murió la señora Irene, sus nietos se lo alquilaron a un matrimonio de fuera y no tengo trato con ellos. Apenas paran en casa. No me voy a presentar así de sopetón a las tantas de la madrugada.
—¿Recuerda usted la hora?
—Yo diría que eran las cuatro, pero ha pasado mucho tiempo y mi memoria ya no es muy buena.
Candela recordaba que en el informe de la comisaría constaba que el cuerpo lo había encontrado el barrendero de la zona que solía pasar a las siete de la mañana. Si alguien lo vio antes, hizo lo mismo que la vecina con la que hablaba ahora: pasar de largo sin decir nada.
—¿Me va usted a poner una multa por no denunciarlo a la policía? —preguntó temerosa la anciana.
—No mujer, no. Pero tenía usted que haber hablado al menos con los que vinieron.
—Y quise hacerlo, pero me dijeron que entrase en mi casa, que me quitase de en medio. Vamos, que me echaron con cajas destempladas. Los policías eran de esos jóvenes que se creen que los viejos, además de viejos, somos idiotas, así que me metí en mi casa sin más.
—¿Cómo era la furgoneta?
—Eso es lo que quería contar cuando llegó la policía, pero ya le he dicho que no me quisieron escuchar, así que…
—De acuerdo, pero yo la escucho. Cuéntemelo.
—Gris. Era gris, de esas que tienen el techo como si fuese una persiana, ondulado, quiero decir. Con dos puertas laterales y una detrás.
—¿Y vio usted a los ocupantes?
—Era uno solo. Lo distinguí cuando pasó junto al farol, pero iba de espaldas. A mí me pareció que era un hombre, pero claro, desde aquí y con la poca luz que había.
De nuevo en la calle abandonó el barrio por la calle Hospital, atravesó la Rambla y se dirigió a uno de los bares de la calle Condal para comer. Antes de las cuatro se hallaba en la sala de inspectores. Media hora más tarde hacía acto de presencia Manel.
—Te estaba esperando. ¿Vamos a tomar un café?
—¿Ocurre algo?
—No, pero quiero hablar contigo y prefiero que lo hagamos fuera.
Candela no omitió ningún detalle de sus dos visitas a Mefisto, incluso su credulidad en la primera. Manel la escuchaba con atención y, en contra de lo que ella pensaba, no se enfadó, aunque le recriminó la falta de confianza.
—A veces no te comprendo, Candela. ¿Por qué no me lo has dicho?
—Ahora que me lo dices, no lo sé. Fui al vidente un día que tú te habías tomado libre ¿recuerdas? Como me pareció que el tío era vidente de verdad, no pensé decirte nada, al fin y al cabo, lo descarté como sospechoso porque me impresionó lo que me dijo. Además, como sólo me cobró la voluntad…
—Me alegro de que hayas cambiado de opinión. Lo que me extraña es que creas en esas chorradas.
—No, si yo no creo. Te digo que me impresionó lo que sabía de mi vida, ahora que lo pienso casi me da vergüenza.
—Entonces ¿qué? ¿Le montamos vigilancia?
—Por ahora me conformo con intervenir el teléfono, lo tengo aquí. Hay que decírselo al jefe —antes de seguir hablando, dudó un momento con la cabeza baja—. Yo, en fin Manel, que… vaya, que te agradecería que no le comentes a nadie que me tomé en serio al vidente. No me gustaría que llegase a oídos de Salgado.
—Pierde cuidado. Haremos el informe reflejando las dos visitas y decimos que no se incluyó la semana pasada porque no había ningún indicio, pero que seguimos investigando para descartarlo porque una de las víctimas tenía un cristal como el que te dio a ti. Por cierto, ¿lo tienes ahí?
Candela se ruborizó. Llevándose la mano al bolsillo, sacó el cuarzo y lo puso sobre la mesa.
—Aquí lo tienes.
—Esto nos sirve para demostrar que una de las víctimas había acudido al fulano. Lo incluiremos como prueba.
—Ya sé que son tonterías, pero me da pena desprenderme de él.
—Tranquila, mujer. En el Paral∙lel hay una tienda enorme que venden chorradas como estas a montones. Te compraré uno… —Manel terminó de hablar con una carcajada; cogiendo la mano de Candela con gesto cariñoso, continuó hablando—. Escúchame Candela. Yo te aprecio de veras, y te admiro; sólo te pido que tengas confianza conmigo y en mí. Pensaba que además de colegas éramos amigos, al menos yo sí te tengo por tal.